martes, 20 de abril de 2010

Temporada de naranjas

Yo sé que cuando llega el frío te gusta dormir con medias. Que no te gusta mezclar el puré con la milanesa, ni llegar puntual a la mesa. Sé que el café te gusta con más leche que café y el té con más té que leche; y también que a ambas cosas le ponés tres cucharadas y media de azúcar.

Yo sé que no te gusta la Coca Light y que el Fernet es tu trago de cabecera. Sé que tus tiempos no son los míos y por eso -casi siempre- nos peleamos. Sé que te fascina bailar, aunque para mí yo lo haga al compás y vos a contrarritmo.

Yo sé que te gusta dormir hasta tarde y escuchar blues. Sé que te gustan los baños largos y las sopas calientes. También sé que te gusta escribir y leer, aunque alegues no tener tiempo para ninguna de las dos cosas; y que tu sueño más profundo no es haber sido futbolista sino ser escritor. Yo sé que te cuesta demostrar lo que sentís y pedir perdón, y que te esforzás por cambiar ambas cosas.

Yo sé que no te gusta quejarte, criticar ni pedir favores; y que no te gustan las discusiones de ningún tipo. Que tu principal arma de combate no es la palabra hiriente sino la indiferencia. Que sos desordenado de nacimiento y que por eso no cerrás las puertas de los armarios, aunque quieras convencerme de que así tienen más onda. Que tu hija es lo mejor que te pasó en la vida y que cada vez que te sonríe te hace sentir gigante.

Yo sé que mi opinión te importa por sobre todas las demás; que cuando te enfermás invernás y no querés ni que te hablen. Que nunca te afeitás de un tirón, sino que los vas haciendo en cuotas porque te aburre. Que amás la vida al aire libre y que te preocupa mucho darnos a nosotras, "tus mujeres", la mejor calidad de vida posible.

Yo sé que de vez en cuando te gusta mandarme al diablo sólo para verme totalmente descolocada y enmudecida. También sé que enojada te resulto extrañamente irresistible y que te divierte mucho burlarte de mí.

Yo sé que te gusta lo impredecible y que por eso, seguro, te casaste conmigo.


Vos sabés que para mí el día empieza totalmente distinto si lo hago desayunando con una naranja. Por eso hoy, al ver que no quedaba ni una sola en la frutera, fuiste caminando de la mano con Clemen a la estación sólo para volver con una bolsa llena de dos kilos de amor. Y así, hacerme un poco más feliz.

Gracias por las naranjas. Gracias por el amor.

miércoles, 14 de abril de 2010

Desencuentro

El otro martes tuve una interesantísima conversación con Alejo Carpentier en el patio de mi casa. Bah, más que interesantísima, por momentos se puede afirmar que la conversación fue casi bochornosa. El tema es que, claro, yo no estuve del todo bien; al menos no como dicta el protocolo. Una mujer como yo... Un hombre de su edad, de su tiempo... Pero, bueno, lo que pasa es que cuando a mí una situación me supera, me sale de golpe lo primitivo, lo elemental y soy capaz de decir en el mejor tono y con la mayor elegancia la barbaridad más inaudita. Y así fue.
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Acababa yo de leer uno de esos capítulos interminables de Concierto barroco, cuando salí al jardín con determinación y me acerqué a él con fiereza, indignada. Me presenté rápido y como quien no quiere la cosa, le dije lisa y llanamente que qué podíamos hacer porque a mí me gustaba mucho leerlo pero, su prosa me excitaba y la lectura, así, se me complicaba bastante.

Decir que se quedó de una pieza y con una o dos palabras en frustrado estado de articulación es poco. No entendía quién era yo ni qué era exactamente lo que estaba buscando. Porque los hombres son así: viven de caza, con todo el equipo a cuestas pero, cuando una los encuentra primero y los tiene a punta de sable, de pronto no saben ni cómo se llaman. Le repetí mi nombre un poco más lento y le sonreí procurando no parecer una loca de atar; y mientras raspaba con una uña la ya descascarada pintura del banco, le conté como al pasar que me gustaba mucho leer y también escribir. Le propuse mostrarle algo de lo que escribo pero, inmediatamente me arrepentí por temor a incomodarlo con la liviandad de mis textos. Él lo notó, ya lo sé.


En realidad no sé cómo llegó Carpentier a estar sentado en el patio de mi casa pero, sé que no me importó. Ésa era mi oportunidad, tal vez la única, y yo no la iba a desperdiciar.
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Le expliqué con elocuencia que yo estuve pensando que quizá él podría enamorarse bastante de mí y, por qué no, tal vez casarnos porque, hasta donde yo sabía, él jamás lo había hecho. Le pedí -no con poca vergüenza- que me mirara bien y me dijera si no estaba de acuerdo con esto que yo afirmaba. Me miró intrigado y, a su tiempo, me dijo que en realidad sí, que era hermosa y que, a juzgar por lo que se asomaba por mis ojos, fácilmente podría enamorarse de mí. Me puse contenta, no se imaginan cuánto.
Como de lo del tema de casarnos no me dijo nada, yo me anticipé diciéndole que en verdad no quería importunarlo, y que si eso de casarse no le parecía apropiado podíamos, seguro, ser buenos amantes. Esta idea le gustó, lo noté en su sonrisa chueca y en un parpadeo rápido. Pero, cuando le convidaba un cigarrillo, caí rápidamente en la cuenta de que esta propuesta era imposible: "Alejo, no puedo ser tu amante. Mi personalidad no tolera el rol de subalterno". Se rió con tanta franqueza que no pude evitar enamorarme un poco más. "Está bien -me dijo cariñoso- podemos casarnos, si querés, aunque si hasta ahora no lo hice no sé por qué habría de hacerlo a esta altura de mi vida". "Porque canto muy bien y hablo francés de corrido" fue mi respuesta rápida. Entonces me miró a los ojos muy serio, muy seductor, y me pidió que le cante algo mientras, como si de una caricia de siempre se tratara, me corría el pelo de la cara acomodándomelo atrás de la oreja. Me puse colorada, estoy segura pero, igual no me moví. La mer, que alguna vez cantara la bella Frçoise Hardey, fue lo que yo canté a capella para él.

"Mirá que yo no soy una persona fácil -le advertí después del silencio largo que nos permitió saborear ese momento-. A duras penas mi marido me soporta". Y ahí nomás me preguntó: "¿Cuántos años me has dicho que tienes?". Entre provocativa e infantil lo miré y sentencié: "soy mucho más joven que vos". "Eso está muy bien para mí", dijo. "Eso ya lo sé", respondí.
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No sabía que tomara mate pero, lo hizo gustoso. Daba la sensación de que nos conocíamos de toda la vida. Estábamos demasiado a gusto. Y entre una cebada y tres bocados de algo, me confirmó que sí, que se casaría conmigo, siempre que para mí no fuera problema que nos viéramos sólo de noche. "Sí, sólo de noche" repetí yo. "Pilar, -me interpeló serio- ¿sabes por qué sólo podríamos encontrarnos de noche, verdad?" "Sí, Alejo", le respondí verdaderamente triste. Y después de una pausa agregué mirando el piso: "porque yo nací el mismo día que vos moriste".
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Me abrazó con la mirada, buscó mis ojos, y no con poco dolor presentí su pregunta al llegar: "¿Por qué tardaste tanto?"

martes, 6 de abril de 2010

Tazas

Las tazas, al igual que las canciones y ciertos olores, tienen en mi vida el enorme poder de transportarme a diferentes momentos del pasado.
Cada mañana, cuando me levanto, inicio ansiosa la ceremonia del café con leche. Elijo entre once ejemplares distintos entre sí -en pinta y antigüedad-, cuidadosamente dispuestos todos en un estante de mi cocina turquesa, aquél que considero apropiado para el ánimo con el que me tocó amanecer.
Tengo épocas. Épocas en las que me encariño especialmente con una por la que siento cierta debilidad más o menos explicable, y que hace que se convierta en mi compañera dilecta durante meses enteros en los que no uso otra para desayunar. Puede ser por su belleza estética -claro- o simplemente por la historia que me cuenta cuando la tomo de la aza y la saco a pasear.
Hay tazas más alegres, más tristes, más serias, más infantiles, más faroleras, más refinadas. También las hay más frágiles y más fuertes. Incluso algunas sólo sirven para decorar porque en algún arrebato de microondas se rajaron; o porque las compré en algún rincón del mundo y las llevé de romería por los cinco continentes, envueltas en papel de diario dentro de mi vapuleada mochila. Pero lo que todas tienen en común es el tener en el fondo escrita una historia, una que yo leo con demasiada facilidad y a la que recurro cuando
necesito transportarme hacia alguna época o lugar determinados.

Mi taza sweety venida de Nueva York es la que más me cuesta agarrar. Porque me relata la historia de una amistad muy profunda y sincera que un día porque sí dejó de ser. Por otro lado, mi ya no tan nueva taza grande, roja y de motivos navideños es mi niña mimada de casi todas las mañanas desde que mi mejor amiga la trajo a mi vidriera. Llegó con ella envuelta en brazos, como quien sabe que está próxima a entregar el mejor regalo: tiene el tamaño, el color y la historia perfectos.
Otra destacada es mi taza canasta -una taza marrón cónica de porcelana cuyo relieve da la apariencia de una canasta-, la de mis años de soledad. Ésos de departamento oscuro en Marcelo T., donde vivía sola con mis libros -buenos compañeros-, mi cocina minúscula que en su sencillez me enseñó lo más importante del arte culinario; y donde compartí tardes y noches enteras de veintiuno y cigarrillos con amigas del alma.
Mi taza negra y blanca, en cambio, es la que me lleva a esos meses, años de amor desbordante en los que empecé a salir con el que hoy es mi compañero. Él no lo sabe, ignora que mientras duerme yo viajo en el tiempo y, una vez allí, lo miro a los ojos y le cuento que finalmente nos vamos a casar, que no va a ser fácil -porque las cosas entre nosotros nunca lo son- y que vamos a tener una hija preciosa y vamos a vivir luchando, luchando por mantenernos juntos, aferrados a ese amor de locos que, al fin y al cabo es el que siempre nos sostiene.

Soy madrugadora; siempre lo fui. Por eso suelo desayunar sola y, no lo voy a negar, me gusta que así sea. Es mi momento del día. Siempre en pijama y nunca habiéndome lavado los dientes con anterioridad. El sol no entra por la ventana de mi cocina; quisiera que lo hiciera pero, sale por el otro lado de la casa y esto también tiene sus beneficios.

Hoy, curiosamente, elegí mi taza amarilla por fuera y blanca por dentro. Hacía tiempo que no lo hacía, porque es para esas eventuales mañanas de rosa nostalgia, ésas en las que recuerdo años de juventud, de un lejano amor de diecinueve que se quedó grabado a fuego en mi corazón por todo lo que me hizo reír, llorar y reír (y volver a llorar también). Sorber el espeso y caliente café con leche de esta taza, quiéralo yo o no, me obliga a preguntarme qué será de su vida, si será feliz, y si él, al igual que yo, alguna mañana cualquiera por el motivo que sea se acordará de mí también.

lunes, 5 de abril de 2010

Agradecimiento

Fue una Pascua hermosa y la reprecución de mis textos una cosa curiosa. Por eso quiero agradecerles; porque todos los comentarios que recibí, los recibí de manera privada y firmada en mi casilla de correo. Gracias por estar ahí.
PM

domingo, 4 de abril de 2010

Domingo de resurrección

Y salió el sol el domingo

y con él Jesucristo

y con Él la esperanza

y con ella la certeza;

la certeza de que nunca más

-sin importar cuáles sean las circunstancias-

nunca más volveremos a estar solos.

viernes, 2 de abril de 2010

El buen ladrón

No recuerdo un solo Viernes Santo que no haya estado nublado o lloviendo. Quizá hubo alguno de sol y mi memoria asocia esta fecha con el duelo que yo siento hace la naturaleza por la muerte del Señor.
AAAAMe gustan los Viernes Santo y no precisamente porque sean feriados, sino porque es un día que, necesariamente, me conduce a la reflexión. Soy una mujer de fe, es cierto. Y aunque muchas veces me manejo en un mundo en el que esto está visto como una cosa tonta e infantil, yo no reniego de lo que creo: creo y a mucha honra. Porque no se cree con la cabeza, se cree con el corazón, con lo que se siente, con lo que se entrega y con lo que se sabe recibir con humildad, sin esperar con ello una explicación lógica. Si creo en el amor humano y no pretendo por eso entenderlo, ¿cómo no voy a creer en Dios cuando miro las montañas, los mares, los ríos, un atardecer, una mano que se tiende, un verso que conmueve, unos acordes que me hacen vibrar? ¿Cómo no voy a creer cuando ni siquiera toda la miseria y maldad del mundo pueden aniquilar el amor cuando se manifiesta?
AAAALa prueba más clara de esto que digo está para mí en esa bellísima historia de la canción que detuvo la guerra entre rusos y alemanes, allá por 1914; ésa en la que Goldstein, un famoso violinista ruso, conmovido frente a tanto dolor y destrucción, tomó la determinación de tocar el violín a través de los altavoces que apuntaban hacia la trinchera donde los soldados se jugaban la vida, la cabeza y el alma misma; hacia donde lo único que reinaba era dolor, locura y muerte; ésa que cuenta que el sonido silenció las balas y que, una vez terminada la pieza, en un torpe ruso salido de un altavoz de la trinchera almena de enfrente, se le solicitó al violinista que tocara una de Bach y ellos cesarían el fuego.
AAAAAlgunos tal vez lo llamen arte; en tal caso para mí el arte que toca y conmueve viene Dios. No me cuesta la fe y doy gracias por eso cada día.
A
AAAALa casa está patas para arriba y yo todavía en pijama, como en casi todo buen feriado. Pero, en días como éstos, no pierdo la oportunidad de sentarme a pensar en aquello que, en resumidas cuentas, le devuelve el sentido a mi vida, a mi existencia. El milagro, ése que me supera, llena de sustancia mi estar aquí y me ayuda, poco a poco, a ordenar el nido revuelto.
A
AAAALos que fuimos educados en la fe y en la lectura del Evangelio, no tardamos mucho en elegir un personaje bíblico con el cual nos sentimos identificados. Siempre hay uno con el que tenemos mayor empatía o por el que nos sentimos especialmente atraídos; uno del que decimios "de haber sido contemporánea de Jesús, ésa podría haber sido yo". Quizá sea ésa, creo yo, una de las cosas más lindas que ofrece la Biblia; y como en general gozo de leer, no me cuesta nada volver a sumergirme y profundizar en los múltiples sentidos de la combinación de esas palabras. Exactamente igual me pasa con mis libros preferidos; porque, como decía Borges en la piel del hombre que está cansado, lo importante no es leer sino releer. Algo de esto de la identificación me pasó desde siempre con Dimas, el buen ladrón.
AAAACuentan los evangelistas que Jesús fue crucificado al lado de dos ladrones; dos ladrones que sufrían una condena civil por un mal social que habían cometido. Entre esos dos ladrones estaba el Señor, prácticamente desnudo, en la agonía previa a la muerte, recibiendo por único consuelo las calumnias de aquéllos que pasaban a verlo y se burlaban de él. Dicen que, entre otras cosas, una de las que más se escuchaba decir era la de que si él se decía capaz de reconstruir el templo en tres días por qué no se salvaba a sí mismo de la cruz; si realmente era quien decía ser por qué no bajaba de allí y escarmentaba a los que lo habían condenado.
AAAAJesús, probablemente anestesiado por su propio dolor, todavía tenía caridad para sentir piedad y rogarle a su Padre repetidas veces: "Perdónalos, no saben lo que hacen". Incluso uno de los ladrones tan crucificado como él comenzó a increparlo y burlarse diciéndole que se salvara y los salvara a ellos también de la cruz; si era quien decía ser, por qué no los sacaba de esa situación. Pero, sin que nadie pudiera anticiparlo, Dimas, el otro ladrón crucificado a su izquierda, intercedió por Cristo y reprendió a los gritos al compañero que lo insultaba: "¿Es que no temes a Dios, tú que sufres la misma condena? Tú y yo padecemos justamente, porque nos lo hemos ganado, ¡pero éste no ha hecho nada malo!" Y agregó la línea que, para mí, es la más hermosa del Evangelio: "Jesús, acuérdate de mí cuando vayas a tu reino".
AAAAEn el medio del dolor, en el medio del mayor abandono y descreimiento, un hombre pudo reconocer a Jesús desde su propia cruz. ¿Cómo lo reconoció? No hay una explicación racional para esto porque, al fin y al cabo él veía exactamente lo mismo que los demás que lo insultaban. Tuvo que haber sido su propia cruz la que lo llenó de humildad, humildad necesaria para ver y entender. Su propia cruz, probablemente, lo dejó reducido a su nada, a su todo, a su esencia; porque lo que era lo demás lo había perdido todo, y lo que le quedaba de vida, sabía que estaba próximo a perderlo. ¿Qué sentido podía tener ahora aquéllo por lo que alguna vez había robado, ese dinero que había juntado, aquéllo por lo que vivía y se desvivía? En la cornisa de la vida misma y con un pie ya en el abismo de la muerte; así, reducido a su mínima expresión, pudo el buen ladrón reconocer con claridad al Señor; reconocerlo y amarlo sin más.
AAAA¿Y Jesús? ¿Cuán enormes, dulces y acogedoras habrán sonado en los oídos del Salvador esas palabras tan llenas de fe? Seguramente tan enormes, dulces y acogedoras como habrán sonado en los oídos de los soldados esos acordes de Goldstein en medio de la batalla de Stalingrado. Porque, sin haber muerto todavía Jesús, el buen ladrón ya le daba la razón a su sacrificio, a su dolor infinito; y no el de su tortura sino el de cargar en un solo cuerpo todo el mal del mundo. Y por eso el Señor no duda un instante en responderle lleno de amor: "Yo te aseguro que hoy mismo estarás conmigo en el Paraíso".
A
AAAAAsí de sencillo. Así de sencillo es el amor; así de sencillo es Dios. O al menos así lo es para mí.

Viernes santo (VII, VIII y IX)


VII

Luego de que Poncio Pilato declarara jurídicamente culpable a Jesús, todo sucedió verdaderamente rápido; el proceso de ejecución del Señor fue rápido. Así que, luego de que lo humillaran, torturaran y le pusieran una corona de espinas, le hicieron cargar una cruz en la que Pilato había mandado a escribir en hebreo, latín y griego la causa de su muerte: “Jesús, el rey de los judíos”. Claro que a la gente no le gustó que dijera así; decían que tenía que decir "Jesús, el que se llamaba a sí mismo rey de los judíos" pero, Pilato –presintiendo vaya a saber uno qué cosa- se limitó a decir: “Lo escrito, escrito está”.

El camino al Gólgota fue largo; y no tanto por la distancia de la sala del pretorio al Calvario sino porque la cruz era muy grande, mi Maestro estaba tan maltratado que su rostro ya no parecía el de una persona, y era mucha la gente que se había reunido en torno a él para hostigarlo y hacer todavía más difícil su andar. Cada paso parecía una hora; una hora larga en la que daba la impresión de que un segundo le pedía permiso al otro para pasar. El camino era en subida y yo lo hice junto con María y las otras mujeres que la acompañaban; de los míos, mis compañeros, no había quedado ni uno solo; ni siquiera Pedro. Sólo yo.
Era tanta la gente que estar cerca de Jesús resultaba muy complicado. Apenas hubo un momento en el que logramos acercarnos. Mejor dicho, quien lo logró fue María. Mi Maestro, vencido de cansancio cae bajo esa cruz enorme que cargaba; y gobernada por una fuerza que nosotros, los hombres, nunca vamos a conocer, su madre se abrió paso entre la multitud para estar junto a su hijo. No le dijo nada; nada al menos que yo haya escuchado, y aunque eso me desconcertó un poco, luego entendí que lo único que hizo ella fue sobreponerse a su propio dolor para darle la fuerza esa que viene del amor incondicional de madre, amor infinito, amor que renueva. Y eso le bastó a Jesús, una sola mirada de amor, la mirada de amor por excelencia para ponerse de pie y seguir su destino.
Pero, como habían visto los centuriones que Jesús solo no llegaría con la cruz sin desfallecer primero, éstos tomaron al azar a un hombre que se veía robusto, un hombre de campo, para que cargara la cruz con él. Yo lo conocía de vista; su nombre era Simón de Cirene. Sentí envidia de que lo hubieran elegido a él y no a mí para cargar su cruz. Todo el tiempo quise hacerlo pero, no lograba mi cuerpo responder al impulso que sentía mi alma. Me daba pánico que me reprendieran y hasta que quizá, también a mí, me crucificaran.

VIII
No fue tanto el ruido de los martillazos el que se me quedó grabado en la memoria, como sí lo fue el del madero irguiéndose a fuerza de sogas tiradas por varios soldados, con el cuerpo del Señor sostenido por esos tres clavos. Ese ruido de madera crujiente, combinado con los sonidos que emitían los que tiraban de las cuerdas, me impresionó más que toda la sangre con la que el Maestro había venido regando la tierra que pisaba. Y así quedó, en exposición, crucificado entre dos ladrones como un ladrón. La gente que andaba por ahí, que no se cansaba todavía del espectáculo, no cesaba de insultarlo. Seguramente creían que lo habían desenmascarado y que por fin se sabía de él la verdad. Porque entre todos los que lo insultaban, pude reconocer a varios que estuvieron en más de una ocasión sentados a su lado, escuchando su palabra o viendo sus milagros. Le gritaban que si era capaz de reconstruir el templo en tres días por qué más fácil no se bajaba sí mismo de la cruz. Debo reconocer que ni siquiera yo, hasta tiempo después, logré entender el asunto del templo. El templo era él mismo, ése que los otros destruirían y que él restauraría al tercer día resucitando. Pero, claro, esto no era algo fácil de entender y Jesús lo sabía; y como lo sabía escuché que le decía a su Padre: “Perdonalos, no saben lo que hacen”; y no fue una sola vez, sino muchas en las que el Señor, en el colmo del dolor, pidió por aquéllos que lo insultaban.
Uno de los que estaba crucificado con él tuvo el enorme descaro de enojarse e incitarlo a que se bajara de la cruz y de paso hiciera lo mismo con ellos dos. Le dijo que si él era quien decía ser, por qué no terminaba de una vez con ese suplicio. Pero, no fue Cristo el que le respondió sino Dimas, el otro ladrón crucificado a la izquierda del Señor: “¿Es que no te das cuenta? ¿No tenés temor de Dios? Nosotros estamos acá pagando por nuestra culpa pero, éste, éste no hizo nada malo”. Y después corrió su mirada hacia el Señor y lo llamó por su nombre: “Jesús, acordate de mí cuando vayas a tu reino”.
Sentí que la fe de ese buen ladrón era infinitas veces mayor a la mía. Presencié el mayor acto de conversión en el que alguna vez me hubiera tocado estar. Ese hombre entendía menos que yo sobre cualquier asunto relacionado con Cristo, su doctrina y el motivo de su venida al mundo. No tenía de su reino más información que la que rezaba la placa de la cruz en la que estaba colgando; y sin embargo, su fe era inmensa; tanto, que me sirvió de alimento para acrecentar la mía, tan menguada por tanta incertidumbre. Y el Señor, seguramente agradecido por estas palabras que ya le daban sentido a su cruz y a su dolor le aseguró: “Yo te prometo que hoy mismo estaremos juntos en el paraíso”.

IX
Al poco tiempo de haber sido Jesús crucificado, la gente empezó a aburrirse del espectáculo y a marcharse. Por supuesto que algunos guardias se quedaron al pie de la cruz porque no eran pocos los que temían que algún seguidor de Cristo lo descolgara. Así fue como María, acompañada por sus amigas y por mí, logró acercarse a la cruz. No lloró ni habló; sólo apretaba mi brazo con fuerza y miraba, con el rostro demudado y los ojos llenos de un dolor infinito, el cuerpo demacrado y desnudo de su hijo. ¿No tendrá frío?, se habrá preguntado. ¿Y si tiene frío? Me apretaba el brazo con fuerza y yo deseaba desde lo más profundo de mi corazón que esa mujer rompiera en llanto, que gritara, que intentara acercarse a su hijo para taparlo, abrigarlo y acariciarlo; porque de haber sido así, más fácil habría sido mi consuelo. De haber sido así su dolor habría tenido para mí un límite claro y determinado. En cambio así, en el mayor de los silencios, yo no podía siquiera imaginar dónde terminaba su dolor, ni cuán desproporcionado era mi consuelo. Si se escucha por doquier que a un padre le duele al menos tres veces el dolor de su hijo, lo que habrá sido para María haber sido tres veces crucificada aquella tarde.
Jesús nos vio y nos habló. Desde su cruz no habló a nosotros. Le dijo a María: “Mujer, acá tenés a tu hijo”; y me dijo a mí: “Ésta es tu madre”. Supe, no sé por qué, que el verdadero puñal atravesándole el corazón, María no lo había sentido sino hasta ese instante. Instante en el que su chiquito, al que ella lloraba interiormente con dolor de madre, la llamaba ahora “Mujer”. Ella sabía que tenía que ser así; que a partir de este momento y más que nunca su hijo pasaba a ser hijo de Dios y ella Madre de todos. Pero, por supuesto, una cosa por más cierta que fuera, no quitaba la otra.

Los minutos que siguieron fueron terribles. Terribles en el sentido de acompañar la agonía de una persona, de vivir con él los minutos previos a la muerte. Y para nosotros no era cualquier persona; para mí no era cualquier persona. Era mi amigo, mi amigo más querido, mi padre, mi hermano, mi todo. Un ser humano, un ser divino colgado en una cruz llegando al límite del dolor. Pero, yo no pude entender en ese momento que no era tanto el dolor físico lo que lo destrozaba como el dolor de todo el pecado que asumía. Creo yo que probablemente fueron estas visiones, sobretodo las de los espantosos y múltiples pecados que quedaban por delante las que lo hicieron llorar su Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? Quizás en ese mismo instante comprendió que su muerte no podría con el cáncer del mal en la tierra; que su muerte no era suficiente para erradicarlo. Quizá nunca se imaginó que lo que vendría después, después de su muerte en cruz, sería tan espantosamente terrible; y cuánto le habrá dolido al Señor sentir que moría tan poco.
“Tengo sed”, dijo; y en una vasija que había allí llena de vinagre los soldados mojaron una esponja atada a la punta de una caña y le dieron de beber. María había querido hacerlo pero, no la dejaron acercarse.
“Ahora todo está cumplido” dijo Jesús y dando un gran grito -el grito del que más se hablaría y sobre el que más se debatiría- el Señor entregó su espíritu. Y nuevamente la naturaleza se puso de pie: la tierra tembló, los cielos se cubrieron, el velo del templo se rasgó en dos y los mismos que hasta hacía unos instantes habían estado insultándolo, ahora se golpeaban el pecho diciendo “verdaderamente éste era el Hijo de Dios”. Incluso los soldados que custodiaban su cuerpo fueron después los primeros en manifestar su fe.
Quizá por notar esto fue que los sacerdotes principales sintieron la necesidad de profanar el cuerpo muerto de Jesús, para devolverle el morbo a la gente hambrienta de circo, para devolverla al lugar en el que había estado hacía sólo unos instantes. Por eso, por querer tratarlo todavía como un malhechor, pretendían los sacerdotes que le rompieran los huesos pero, luego de romper los huesos de los otros crucificados, al notar que Jesús ya estaba muerto, lo dejaron como estaba. Sólo un soldado, para asegurar su muerte, la que debía certificar frente a Pilato, atravesó su costado con una lanza. Y al instante de allí, sin que nadie lo pudiera creer, brotó sangre y agua en abundancia. Y no lo digo yo, lo dice el mismo soldado que lo atravesó.

Pilato permitió que Jesús fuera descolgado de la cruz para darle sepultura. Y permitió que fueran sus amigos y seres queridos quienes hiciéramos esto. Así María volvió a tocar a su hijo amado ahora helado de muerte; así María limpió sus heridas, perfumó su cuerpo, lo envolvió como lo hiciera con su retoño recién nacido; y así María recuperó la paz. Una paz que yo y los otros diez estábamos lejos de tener. Para nosotros fueron días de mucho temor, dolor y soledad.

Viernes santo (V y VI)


V

La mañana estaba más o menos nublada; la mañana ésa en la que vinieron a buscar a Jesús para llevarlo ante Poncio Pilatos. Desde esa mañana en adelante, todo sucedió rápido y lento. A las tres de la tarde de aquél día yo no podía creer que el Señor, ése con el que yo había estado cenando ayer recostado sobre su pecho, ahora estuviera muerto; así de rápido. Pero, cada agresión, cada bofetada, cada paso cargando una cruz gigante eran días, meses, años; así de lento.

La voz se había corrido por todos lados y la plaza del pretorio estaba llena, llena de gente de la que no queda calaro exactamente qué podía tener en contra de Jesucristo; sin embargo allí estaban, arengando para que lo maten, para que lo crucifiquen, para que lo torturasen. Yo miraba incrédulo, lleno de dolor y pavoroso de emitir el menor sonido: llegaba yo a decir algo frente a esta gente furiosa y claramente me comerían vivo a mí también; y todavía no estaba escrito que tal cosa sucediera, así que no tuve más remedio que sufrir la condena de mi Señor a un costado y en silencio.
Poncio Pilato era prefecto de Judea y la última autoridad por la que pasaban los presos a los que se les pretendía aplicar la pena capital, y por este motivo Jesús fue llevado ante él, para que éste le aplicara la condena que creía necesaria. Asimismo, cuando éste descubrió que el Señor era de Galilea se lo envió a Herodes quien por esos días estaba en Jerusalén. Éste se burló de Cristo de la forma más descarada y altanera, y lo trajo de regreso para juzgarlo.

Durante el tiempo que duró el jucio, mientras que a Herodes parecía importarle muy poco lo que sucediera con aquel loco, en más de un instante me dio la impresión de que este Pilato no iba a ser capaz de condenar a Jesús. Se notaba en sus ojos que no estaba convencido de la culpabilidad de Cristo; y no sólo que no estaba convencido sino que incluso ese hombre allí parado frente a él, burlado y maltratado le infundía cierto respeto salido de no sé dónde. Probablmente vio Pilato que su naturaleza no era de este mundo y eso lo llenó de temor pero, simultáneamente, la gente chillaba y pedía la cabeza de Jesús. "¿Quieren que suelte a este hombre o suelto a Barrabás?", preguntaba esperando que el pueblo reaccionara con cierta lógica y deseara soltar a Jesús antes que un homicida como Barrabás pero, no. La costumbre de soltar un preso para las Pascuas tendría esta vez como beneficiario "¡A Barrabás!", gritaba la multitud. "¿Y qué quieren que haga con él?", preguntaba Pilato temiendo la peor respuesta: "¡Crucificalo! ¡Crucificalo!"
Pilato se volvió hacia los suyos, claramente angustiado. Él no encontraba motivos para crucificar a esta persona y algo respecto de llevar tal acto a cabo lo llenaba de temor pero, políticamente no tenía opciones: las revueltas en las provincias romanas eran moneda corriente y Tiberio estaba dispuesto a cobrarse la cabeza de quien no fuera capaz de controlar como corresponde este tipo de manifestaciones que hacían peligrar la salud del Imperio. Así que, en un gesto que hizo supongo yo, para Dios se lavó las manos y dijo "No soy responsable por la sangre de este hombre". Entendí yo por primera vez que, políticamente hablando, el poder real lo tiene la multitud unida y movilizada por una causa en común. Lo que no podrían haber hecho si se hubieran juntado a favor de Cristo, como tantas veces lo habían hecho. ¿Cómo era posible ver las caras de aquéllos que estuvieron junto a él, pidiéndole favores, ahora suplicándole a Pilato por su crucifixión? ¿Se habrían sentido engañados, acaso? O tal vez buscaban la forma de llevar la situación de Jesús al límite para que éste reaccionara y de pronto sacara todo su poder, pusiera a cada uno en su lugar y restaurara el reino que ellos esperaban que restaurara: uno terrenal, uno que los liberara de los romanos. Pero, ése no era mi Maestro: gente con un poder capaz de eguir y destruir reinos terrenales ya habían habido miles -y probablemente hayan muchísimos más- pero, gente capaz de construir un reino eterno desde el amor, la humildad, la generosidad y la caridad, no volvería a aparecer. ¿Por qué estaban tan ciegos si incluso el mismísimo Pilatos podía reconocerlo y no ser capaz siquiera de sostenerle la mirada ante la obviedad de su falta?


VI


En el medio de estas cosas, como si el día no estuviera lo suficientemente nublado y el rostro del Señor los suficientemente desfigurado, nos llega la noticia de que habían hallado ahorcado a Judas, nuestro compañero, uno de los doce, de los doce que íbamos con Jesús para todos lados; porque así nos llamaban. Dicen que intentó devolver a los sumos sacerdotes las monedas que le habían dado a cambio de Jesús y que, lógicamente, no se las aceptaron. ¿Por qué pensaría Judas que el camino de redención de su falta estaría en el dinero? ¿No podía pensar en otra cosa? ¿No podía entender que lo que menos importaba ahí era si se quedaba o no con ese dinero? Aunque le hubieran aceptado ese dinero de vuelta, difícilmente se habría sentido mejor el pobre Judas. Qué pena que no haya podido correr a los brazos del Señor o de María a pedirles perdón; de haberlo hecho tal vez hubiera entendido que el Maestro de todas formas iba a padecer y que su traición, al igual que cualquier otro pecado por el que se siente verdadero arrepentimiento, sería olvidada. Ahora, si puedo yo entender estas cosas, qué no podría entender el Señor en su infinita misericordia encontrándose con aquél que alguna vez eligió entre muchos, y que finalmente no supo actuar como debía.

jueves, 1 de abril de 2010

Jueves santo (III y IV)


III

Judas se habría convencido de que Jesucristo era un embustero; y de éste convencimiento habría sacado la seguridad y fortaleza necesarias para su transacción. Así fue al encuentro de los pontífices y sumos sacerdotes diciéndoles cómo y en dónde encontrarían a Jesús para que éste no se les escapara. Éstos consideraron prudente, tal vez, armar una suerte de ejército para apresar a una personalidad como ésta. Si este hombre era capaz de resucitar muertos, qué no podría hacerle a aquéllos que intentaran apresarlo; claramente desconocían su naturaleza y el motivo de su presencia en el mundo. Así que acabaron por formar un grupo de gente armada de lo más variada, unida por un objetivo en común: darle a ése demente que se creía hijo de Dios su merecido. El mismísimo Judas capitaneaba el grupo, y seguramente fue él quien sugirió atrapar al Señor de noche y en las afueras de la ciudad donde él sabía iba a rezar con los apóstoles, para evitar la resistencia de la gente que de día lo seguía en el pueblo.

Nosotros apenas acabábamos de despertarnos y hablábamos con Jesús cuando sentimos un barullo proviniente de más abajo. Varias luces de linternas y un bullicio general nos pusieron en alerta pero, a medida que se acercaban, fue la presencia de Judas a la cabeza de todos ellos la que a Pedro y a mí nos despabiló por completo. Había llegado la hora y lo que el Señor había predicho ahora se estaba cumpliendo. Judas se acercó a Jesús diciéndole "¡Dios te guarde, Maestro!" pero, él, sabiendo que ésa era la señal de su entrega y para demostrarle que iba a la muerte por voluntad propia, salió a su vez a su encuentro y a recibir ese beso; y quizá como para dejarle claro que él sabía del origen de este gesto le respondió con amorosa ironía: "Judas, ¿con un beso entregás al Hijo del Hombre?"; y todavía agregó: "Amigo, ¿a qué viniste?". No pudo ni supo responder. Seguramente su alma titubeó ante tal gesto de amor sincero. Seguramente lo hizo. Pero no eligió desandar el camino recorrido tal vez por temor a que fuera él a quien colgaran. Pero, como seguía sin responder, Jesús decidió hacerse cargo de lo que le correspondía y preguntó a toda esa gente con voz firme e imponente: "¿A quién buscan?", y uno de la multitud le respondió: "A Jesús el Nazareno". "Soy yo". Tal fue la fuerza de esas palabras, fuerza de seguridad, de certeza, de destino y de divinidad que todos retrocedieron y cayeron al suelo, Judas incluido. No creían que él fuera el Nazareno, ¿qué clase de persona se entregaba voluntariamente al calvario? Probablemente creyeron que alguien se hacía pasar por él y quizá por eso volvieron a preguntar por Jesús el Nazareno. Llegados a este punto el Maestro reiteró que se trataba de él mismo y pidió por favor que a nosotros, sus apóstoles, nos dejaran en paz.
Un tal Malco se avalanzó sobre el Señor para apresarlo, cosa que vilentó mucho a Pedro, quien rápidamente sacó su espada y le cortó una oreja mientras el resto todavía le pedíamos permiso a Jesús para atacar y, como era de esperarse, lo único que éste dijo fue "Basta, basta. ¿No ven que al que a espada mata, a espada muere?". Y sintiendo piedad por los alaridos de Malco, cuya cabeza no paraba de sangrar, se acercó a él y sólo tocándole la herida ésta se curó por completo.
De esta forma volvió a dejar en claro que esto no era una guerra y que él tenía que hacer lo que tenía que hacer para que se cumplieran las escrituras. Si hubiera querido defenderse no necesitaba más que abrir la boca e invocar a su Padre pero, no era así como estaba escrito. Y así se entregó y así lo prendaron. Pocas cosas en mi vida me resultaron tan impactantes como ver a mi Señor encadenado, caminando por las calles como un ladrón, apresado en el medio de la noche. ¿Habría existido o existiría alguna vez una persona más perfecta que él, más amorosa, más misericordiosa? ¿Cómo era posible que el maestro de los maestros fuera atado como una fiera peligrosa a la que había que enjaular? La luz que faltaba y el alboroto general me permitieron llorar unas lágrimas finas que nadie vio que, seguramente el Señor supo pero, no las vio. Íbamos camino al desamparo, al desamparo más absoluto que pudiéramos conocer alguna vez. Y, nosotros, uno a uno, presos del terror de terminar como Cristo, empezamos a huir. Yo me habría quedado pero, el miedo me ganó, como me gana la vergüenza ahora al escribirlo.
IV
El Sanedrín era el consejo de ancianos que reunía sesenta y dos jueces; y esa noche, dándole poca importancia a las altas horas, se reunió espontáneamente en la casa de su presidente y sumo pontífice, Caifás; habían aprendido -finalmente- a aquél que se decía Rey de los judíos, y no veían la hora de dictar sentencia sobre él.
Si bien nuestro primer impulso fue el de escapar, no pasó mucho tiempo hasta que Pedro y yo nos miramos sin decir nada. No hizo falta. Teníamos que seguir a Jesús, no podíamos abandonarlo de esa manera; teníamos que seguirlo aunque más no fuera de lejos; y así lo hicimos.
El juicio fue injusto; si es que es digno de llamarse juicio. Fue, mejor dicho, un recorrido sobre la vida adulta de Jesús buscando las mejores excusas para condenarlo. Tergiversando lo que fuera necesario tergiversar y presentando tantos testigos falsos como hicieran falta. Pero, esta tarea de recolección de motivos o razones no fue fácil ante la mansedumbre y sabiduría del Señor. Tanto su silencio como su voz eran terriblemente eficientes y adecuados; tanta parsimonia, tanta entrega, tanta paz de espíritu en una situación humanamente tan perturbadora los desconcertaba. Y fue un gran momento de desconcierto de Caifás, ante una respuesta terriblemente atinada y verdadera del Señor, el que impulsó a un siervo a darle una bofetada a Jesús; una bofetada que no logró quitarle la serenidad ni tampoco amansar la Verdad que traía en el alma dispuesta a manifestarse hasta las últimas consecuencias; así que miró al siervo a los ojos y le dijo: "Si hablé mal, decime en qué pero, si respondí bien, ¿por qué me pegás?"
Ya le había advertido Jesús a Pedro que lo negaría tres veces antes de que el gallo cantara y, aunque éste se resistiera a creerlo y trataba de convencerlo de lo contrario, efectivamente lo negó; y cuando el galló cantó el Señor lo miró y mi amigo no tuvo consuelo y se echó a llorar amargamente. El Maestro seguro tampoco lo tuvo. Probablemente esa noche encerrado fue la noche más solitaria y cruda de su corta vida; probablemente por su naturaleza humana se preguntó, como lo hacemos todos en situaciones límites, por el sentido real, profundo y verdadero de todo lo que estaba pasando; aunque conociera los motivos de memoria, aunque no quisiera estar en otro lugar.