viernes, 30 de octubre de 2009

La fiebre y las cavilaciones

Los pelitos del cuerpo, ésos, los de la piel de pollo, están tan tensos y erguidos que parecieran mantener a raya la sábana, la frazada de polar, el edredón y el acolchado, impidiéndoles fundirse con mi cuerpo destemplado. Es como si estuviera toda cubierta de escarcha, y la piel duele. Así, en este estado fui a trabajar. Mis alumnos temían que me desmayara en cualquier momento y me preguntaban qué debían hacer si eso sucedía. Uno, gracioso, dijo que lo primero que hacía era sacarme las llaves y agarrar el auto. “Fantástico”, le dije yo “pero, por favor, no te olvides de meterme adentro y tirarme por lo menos de pasada en la salita”. Para colmo anoche no dormí, tanto así me dolía todo.
AAAAMe meto en la cama con mi computadora y mi libro de temporada. Los ojos me arden. Pestañear me arde. Pluma intrépida publicó un texto. Es sobre la clásica situación de un supermercado (Disco, supuse yo, para ser más precisos). Lo leo pero con dificultad, con la misma dificultad que el protagonista tiene para desplazarse y salir de ahí. Mi malestar físico se confunde con el malestar del texto, y lo leo y siento mucho más abrumador. Me hace sentir peor: la gente amontonada, la cola, el que se queja, al que no le anda la tarjeta, y los bebes que lloran. Ahí me detengo. Nada me hace más mal que escuchar a un bebe llorar. Puedo soportar muchas cosas en la vida menos el llanto de alguien tan indefenso y dependiente como un bebé. Tanto que, cuando mi hija tenía tres meses, llamé a la maternidad de San Isidro para ofrecerme para darle de mamar a una beba que había sido abandonada en el medio de un descampado y rescatada por una perra que la escuchó llorar toda la noche, la recogió y le dio calor acomodándola entre su cría. Yo podría haber sido esa perra. La jefa de Neonatología se deshizo en agradecimientos pero, me dijo que no por cuestiones de profilaxis. Lloré amargamente: por la beba, su llanto, su larga noche de hambre, frío y soledad a la intemperie (que para ella debieron haber sido días), y por la leche tibia que no pudo tomar de mi modesto pero no menos cálido pecho.
AAAAAhora la que llora es mi hija. También me parte el alma porque quiere estar conmigo y yo no quiero estar con ella porque me siento mal y necesito dormir. No tengo fuerza ni siquiera para alzar sus casi once kilos de vida; no puedo alzarla. Por suerte para mí tengo un gran marido. Entiende que un viento un poco fuerte puede borrarme de un soplido y se ocupa de ella de la mejor manera, a la vez que sigue trabajando, por supuesto. Yo no podría estar casada con otra clase de persona o con otra clase de hombre. Sebastián cambia pañales y baña a su hija con la misma destreza que yo; y no cree que eso sea tarea exclusiva de nosotras, las madres. Para nada: en esto de prolongar la estirpe nos metimos juntos, junto habremos de atravesarlo. El pensamiento se va de nuevo por la tangente: si Sebastián me trae toallitas húmedas en lugar de óleo y algodón, lo reviento: “Si yo quisiera toallitas húmedas te habría puesto en la lista ‘toallitas húmedas’ no ‘óleo calcáreo y algodón’, ¿no ves que la chica se paspa toda si la limpio siempre con toallitas?”. Me cierra la puerta del cuarto lleno de olor a fiebre, deseándome que me mejore.
AAAAEl amor es increíble. No se espanta ni por mi olor a fiebre ni por su olor a pata post fútbol o tenis. Son olores familiares, estimadamente feos pero, íntimos, más íntimos que cualquier situación de desnudez. El sabor del otro: el de los días buenos y el de los días no tan buenos.
AAAAMe duelen los ovarios que no me dolían hacía más de dos años y éste dolor me recuerda a las contracciones de parto: Ni loca tengo otro hijo. ¿Podré tener otro hijo? Es decir, ¿juntaré el coraje para embarazarme nuevamente? Por mí tendría muchos pero, no me gusta el embarazo. Aparecen los trillizos. ¿Y si tengo trillizos? Eso estaría bueno, la ecuación me cierra: un embarazo, tres chicos; dos embarazos: cuatro chicos. Genial. Ahora, seguro que me nacen de 150 gramos cada uno y que antes del año morí de anorexia nerviosa o por sobredosis de Polper B 12 pero, bueh.
AAAA38,4º dice el termómetro. Va bajando pero sigo hirviendo. ¿Cuántos grados hacen afuera? Harán algo de 35º, 36º de sensación térmica. Claro, ahora entiendo por qué siento frío. Al lado de la temperatura de mi cuerpo, afuera hace frío.
AAAALas sábanas finalmente se relajan y los pelitos ceden. Boca abajo, el peso del cuerpo logra hundirse en el colchón y el de la cabeza en la almohada.
AAAAPor fin abrigan las sábanas. Por fin me duermo yo.

lunes, 26 de octubre de 2009

E' vero ma non troppo

Laura Vidal no era en la secundaria una líder propiamente dicha, ya que ese lugar lo ocupaba a las claras Costi Didiego, quien tenía a todo el curso sometido a su santa voluntad y ácido sentido del humor que, finalmente, resultaba sabrosamente cómico. Laura, en cambio, gozaba de otro tipo de liderazgo, el que le otorgaba el hecho de ser la hija menor de un matrimonio de padres grandes separados, y única hermana mujer de dos hermanos también grandes o, mejor dicho, enormes, así los veíamos nosotras. Laura tenía mundo, calle y experiencia. Ella había visto películas y revistas de las que nosotras siquiera sabíamos su posibilidad de existencia en el planeta.

AAAA¿Cómo es que terminé yo, María Inocencia Escrupulosa Por Educación y Por Las Dudas, de vacaciones con ella en el departamento de su abuelo materno por una semana completa en Miramar? La única respuesta lógica a esta pregunta tiene que ver con el alto sentido de la fidelidad que se maneja dentro de mi pequeño círculo de amigas, que nos lleva a hacer cosas que no haríamos por nadie más en el mundo. La vida completa no nos alcanzaría para cobrarnos y devolvernos los favores que nos hemos hecho y que nos hacemos en el tiempo que hace que nos conocemos.

AAAAEn fin, por ese entonces, Agus estaba dulcemente obsesionada con Matías C…, un chico medio tonto pero, suficientemente lindo, que iba de vacaciones a Miramar. Como nosotras, “Las Spice” según Costi, nos iríamos a Chile para la segunda quincena, la única posibilidad de no perderlo en el camino radicaba en seguirlo a donde fuera que vaya y con quien fuera que pasara allí las vacaciones, léase: Laura Vidal, su mamá y su abuelo. Pero, claro, insólita e históricamente, cualquier cosa que Pipi -la mamá de Agus- no la dejaría hacer sola mágicamente resulta permitida si lo hace conmigo, como si yo fuera una suerte de efectivo regulador de inconciencia agustina. Así terminé arrastrada hacia un micro yendo con Agus a la popularmente conocida Ciudad de los Niños.

AAAACursábamos la adolescencia. Y adolescencia y varones en el mundo de las mujeres es un binomio imposible de separar. Así que bastaron un par de tardecitas noches en la peatonal para aclarar cuáles serían nuestros objetos de entretenimiento: para Agus no fue un problema porque su objetivo estaba claro y definido; Macu (así le decimos a Laura), lo resolvió enganchándose con un Infante de Marina de no sé cuántos años con el que salía todas las noches a hacer “pionono” por los médanos mientras él, con su voz de macho seductor le gritaba excitado una y otra vez “¡el Infante no se rinde!” a la vez que hacía gala de su gran preparación física revoleándola por el aire; y yo, más por evitar el aburrimiento que por encanto, me enganché con un tucumano negro como la noche y feo como susto que tocaba la guitarra como los dioses, y que se “enamoró” de mí con la rapidez de un rayo cuando me escuchó cantar. Así pasaban las noches enteras hasta el amanecer porque como el Infante nunca se rendía, yo no tenía más remedio que cantar “Luna tucumana” hasta las seis de la mañana, manteniéndome despierta a fuerza de voluntad, cigarrillos y mates lavados en el departamento del feo y sus amigos. Llegada esa hora, me encontraba con Agus y nos sentábamos apoyadas la una en la otra en las escaleras de la puerta del edificio, implorando que el Infante sacara bandera blanca de una buena vez y nos devolviera a nuestra amiga, poseedora de la llave de nuestro reposo.

AAAAMuertas de sueño como vivíamos (sobretodo yo porque, no importa cuán tarde me acueste, mi reloj biológico no me despierta nunca después de las ocho y cuarenta), una tarde en la que Agus estaba de cortejo con su amorsete, con Laura se nos ocurrió alquilar un cuatri, ésos que recién empezaban a hacer furor allá en la costa, para hacer algo distinto o sólo para salir a pasear.

AAAAEl trámite fue sencillo. Yo con diecisiete años ya tenía registro de conducir y listo, no hizo falta nada más. Me preguntaron si alguna vez había manejado una moto y mi respuesta fue “no, sólo autos, una Traffic y una vez un bondi de dos pisos pero, ¿motos? No, nunca”. El hombre me miró incrédulo por lo del bondi y yo le respondí con la mirada: “ésa es otra historia”. Nos subimos a la maquinola, yo al volante y Macu atrás y, apenas terminaba de explicarme el uso de los distintos frenos cuando salimos disparadas en busca de la aventura.

AAAAAsí partimos a pasear por toda la ciudad, moviéndonos de un lado a otro con la naturalidad de un baqueano. Era un poco extraño ver que en la calle sólo había autos y carromatos, es decir: cuatri, ninguno, salvo el nuestro. Pero, aún así, agarramos la de la costa, la del boulevard de autos estacionados, la principal, a los santos pedos creyéndonos Thelma y Louis en su huída a Méjico hasta que, la aparición de un Peugeot 504 cruzado de lado a lado se transformó en el precipicio y el romántico deseo de suicidio, en un serio temor a la muerte. El auto intentó girar en U y en la mitad descubrió que el diámetro no le daba para completar el giro y se quedó clavado cual piquete en el medio de la calle. Nos la poníamos; de eso ya no había dudas. Rebajé cambios, bombeé el freno de mano y traté de no tocar el de pie que hace frenar absolutamente las ruedas de adelante y usarlo a fondo nos hubiera convertido en huevos fritos sobre el asfalto en menos de medio segundo. Así traté de amortiguar un poco el impacto inevitable y, digamos que más o menos lo logré.

AAAEsos autos son un fierro, doy fe. Yo no sé cómo fue lo que pasó, salvo por lo que parloteaban en la escena los fascinados espectadores: que Laura me agarró con todas sus fuerzas (si no me habría matado –de verdad: gracias, Macu-), que me golpeé la cabeza contra el capó del auto, que a quién queríamos llamar y que qué nos dolía. Mucho aturdimiento. Yo sólo recuerdo que mi pobre entrepierna quedó toda rasguñada por el manubrio sobre el que quedé trepada y que apenas podía cerrar las piernas para caminar. Claro, ni qué casco ni siquiera qué bluyín: la nena al momento de la ocurrencia portaba sólo una bikini, un vestidito de modal azul de Sail de Caro Mazzini y unas sandalias Melissa que terminaron de tobilleras.

AAAAEl tipo nos llevó a hacer la denuncia y nos dijo lo que teníamos que decir. Me dolía la mano. Tan santiguadas estábamos que le hicimos caso sin pensarlo dos veces aunque después notamos que, dicho así, todo era nuestra culpa. Después nos llevó al hospital donde yo por mi forma de caminar y la sangre de mis piernas parecía recién violada. La gente me miraba y meneaba la cabeza conmiserándose conmigo. Yo ponía cara de feliz cumpleaños como para dejar en claro que no me habían violado pero, por la cara de la gente me di cuenta enseguida de que el mensaje así enviado resultaba aún más confuso y más ambiguo. Ya con Macu habíamos empezado a reírnos de la situación porque si hay algo que tenemos en común, es el humor negro, ése que te hace morir de risa en la desgracia propia o ajena.

AAAADecir que nos revisaron es ser generosa con la descripción, mejor dicho, nos escanearon, nos dijeron que no teníamos nada y nos mandaron a casa. Pero, a mí me dolía la mano, de verdad. Entonces decidimos ir a una clínica privada pero, resultó ser que ésta no atendía por el Poder Judicial. Macu lo resolvió muy fácil: “usá mi carnet de OMINT”. Ahí estábamos nosotras en la apariencia de “las dos chifladas” tratando de ponernos de acuerdo, a codazos –por si nos faltaban magullones-, en quién respondía al sustantivo Laura cada vez que mencionaban el nombre, mientras hacíamos un esfuerzo monumental para no estallar de risa. Me encontraron una fisura entre el dedo índice y mayor de la mano derecha que sólo se curaba con un yeso y que todavía me duele en los días de lluvia.

AAAAEsa especie de guante de box blanco hecho de vendas me abarcaba toda la mano, los dos dedos mencionados y casi la mitad del antebrazo. Era más grande que mi cabeza y pesaba más que una sandía. Imposible cargarlo y, menos, disimularlo. Macu lo miró sacudiendo la cabeza y me dijo: “Tenemos un problema”. “¿Uno?” le respondí yo que, como buena hija de abogado penalista, me sentía acechada por el temor de terminar presa por falso testimonio o simplemente por casi haberme confesado culpable. “Sí, por el yeso. Ahora tenemos que volver al departamento y ¿qué voy a decirle a mi mamá? Si se entera que alquilamos un cuatri me mata”. Sucede que Macu ya había sido víctima de un accidente de motos hace un par de años, en compañía de un sujeto un poco loco, en el que casi se le derritió una pantorrilla con el caño de escape. Después de ese episodio la madre le hizo jurar que nunca más se subiría a una moto o cualquier vehículo de su familia. “¡Ya sé!”, me dijo. “Vamos a decirle que te pisó un carromato”. Inverosímil por donde se lo viera pero, aunque no lo crean, eso fue lo que dijimos, sin pensar demasiado en lo estúpido de la explicación y en lo estúpida que quedaba yo por haber sido susceptible de ser arrollada en cámara lenta por un carromato.

AAAAPor supuesto que yo me abstuve de formar parte de la exposición de los hechos –la mentira nunca fue lo mío, no sirvo para eso- pero, si bien estaba hecha un bollo en la cama tratando de sentir las constantes vitales de todas y cada una de las partes de mi cuerpo, no podía evitar escuchar el ridículo relato ni tampoco sonreírme, aunque ya deseando estar en mi casa. La madre lo creyó o, imagino, prefirió creerlo. Y el abuelo, a modo de sentencia y como para sí, acotó con esos aires de sabiduría que dan los años: “Siempre supe que esos aparatos eran peligrosos”. No lo podía creer: Era cierto pero, no tanto.

martes, 6 de octubre de 2009

El extraño caso de Mafalda & Susanita

De todos los personajes de Mafalda, con el último que hubiera querido identificarme era con el de Susanita. Simplemente, esa enana rubia con la cabeza llena de rulos y cara de calabacín me parecía insoportable. En cambio, el sarcasmo de Mafalda me resultó claro y adorable desde chica. Felipe y Manolito también estaban entre mis preferidos. Pero, a medida que iba creciendo no era poca la gente que me identificaba rápidamente con la enana insufrible. Sea por lo romántica, sea por el instinto maternal que me brotaba con cada ser animado e inanimado que habitara el planeta, ahí quedaba yo tildada de “ella, tan Susanita…”.
AAAAConforme pasaron los años yo misma fui aceptando que tenía mucho de ella, al menos sí por lo de enamoradiza, así que apodo al hombro, salí a pasear por algunos amores y varios desamores hasta que di con mi marido y me instalé en el matrimonio. Hasta ahí la convivencia con ese aspecto tan color de rosa de mi personalidad venía fenómeno, tanto que acorde marca la tradición o la naturaleza, esta unión marital no podía devenir en otra cosa más que en la maternidad. Así es como después de un tiempo de casados sin hijos –que más que de casados tiene mucho de novios concubinos- con mi marido consideramos que la hora de prolongar nuestra descendencia había llegado.
AAAAPositivo. Eso decía la tímida rayita rosa que se había marcado en ese papelito asombroso que tenía mucho de poca cosa y muy poco de oráculo adivinador.
AAAATomando como vara el amor inconmensurable que despertaban en mí mis sobrinos, sabía perfectamente que sería la mejor madre del mundo. Me imaginaba embarazada haciendo gala de mi cuerpo deforme y hasta imaginándome irresistible a los ojos de cualquier hombre. Lloraba leyendo distintos relatos de partos y de experiencias relacionadas con la maternidad. Si me preguntaban cuántos hijos pensaba tener, la respuesta –soplada al oído por la misma Susanita en persona- era siempre la misma: Si la economía nos acompaña, tendríamos muchos, muchísimos hijos. Pero, a los siete días de haber consultado ese oráculo casero Susanita, con todo y sus rulos, fue borrada de un plumazo por la protagonista de la tira cómica. Ahí nomás se despertó con toda su fuerza la Mafalda que dormía en mí.
AAAALos primeros cuatro meses y medio me encontraron abrazada al inodoro y con el cuerpo deforme pero, no por ninguna panza –obvio- sino por la revolución hormonal que estaba atravesando: parecía un paquete de yerba con dolorosos granos adolescentes y todos los días durante esos meses me sentí -anímicamente hablando- como se siente cualquier mujer el día anterior a indisponerse, es decir, como el culo. Cómo me aguantó mi marido, qué se yo, supongo que tuvo a bien fumarse el martirio femenino reconociendo al menos que mientras que una va mutando en cuerpo y alma en todas las formas posibles cual monstruo mitológico, a él ni siquiera se le movió un rulo de lugar en los más de nueve meses que duró la cruzada. Yo nunca había vomitado, con lo cual, cada vez que dicha acción se avecinaba, me invadía el pánico y agarraba a mi marido de la mano para que me acompañara al baño y al menos padeciera en algo, aunque más no fuera en presenciar el espectáculo repugnante.
AAAACuando se cumplió el plazo de ese primer trimestre y monedas, llegaron mejores momentos. Por lo pronto ya comía todo lo que se me había antojado durante meses y no había podido consumir por razones obvias. También creí que quizás así como el malestar había pasado, de un momento a otro me sentiría sexy, madre plena o una bella leona preñada. Nada más lejos: en tanto crecía la panza me sentía un zeppelín con un acoplado imposible de manejar. Asimismo, esperaba ansiosa que mi bebé empezara a moverse: ahí sí seguramente brotarían todos estos sentimientos opacados por tanto malestar.
AAAAEsto ocurrió el día mismo del cumple de Sebas pero, como Susanita ya no estaba en mí, este suceso lejos de emocionarme como esperaba, me dejó empapada del mayor espanto comandado por la razón: ¡me estaba creciendo una persona, un ser humano, con huesos y todo, adentro del cuerpo!
AAAAFue más o menos en el medio de estas emociones que caí en la cuenta de que mi educación sexual era casi nula y que, quizás, informarme un poco, podría ayudarme en la travesía. En el colegio casi que no nos enseñaron nada, no tanto por una cuestión religiosa como por lo paupérrimo del nivel académico general del colegio secundario al que asistí. Lo único que recuerdo es que la atrevida de Costi Didiego le preguntó a la “experta” que había venido a darnos la charla de educación sexual si la primera vez era dolorosa. La pobre mujer respondió con toda la seriedad y el profesionalismo que pudo, ignorando que Costi sólo buscaba incomodarla y teñirle la cara del color de la remolacha. Mi mamá, por su lado, si no sabe menos que yo sobre cómo es que la cuestión se desarrolla, biológicamente hablando, le pega en el poste. Investigación personal: nunca me interesó, lo mío es la literatura no la ciencia; es decir, no me importa exactamente el cómo sino cómo se expresa el asunto. En fin, uno de los misterios más grandes de la naturaleza estaba sucediendo dentro de mi propio cuerpo y yo ignoraba por completo sus razones.
AAAAInformada de esto en una charla de café mi amiga, profesora de biología y casi madre Marcela Bond (sí, como James Bond) no dudó en facilitarme un libro lleno de láminas y explicaciones súper didácticas sobre todos los procesos: fecundación, embarazo, parto, lactancia y puerperio. Me lo devoré en media tarde y me quedé con una leve sensación de taquicardia. Volví al libro una y otra vez buscando aquellas hojas que me parecía necesario repasar. A las láminas del parto no pude volver. Me bastó mirar una vez lo que sucedía con el canal vaginal y una criatura con la cabeza del tamaño de un melón abriéndose camino para salir como para que la taquicardia me atacara a cachetazos limpios. Cuanto más consultaba el libro, peor me hacía; así que se lo devolví rápidamente agradeciéndoselo, sobretodo por lo productivo de muchas cosas que yo ignoraba pero, omitiéndole los evidentes motivos por los cuales queda eliminado de la lista de mis cosas pendientes eso de ser médica o enfermera.
AAAAAhora yo era Mafalda. En realidad, siempre lo había sido, sólo que ahora en demasía. Mi siempre aceitada racionalidad estaba dejando el desparramo y me alejaba de cualquier sentimiento maternal para acercarme lentamente a la locura. Racionalizar algo como la concepción, el embarazo y el nacimiento puede ser comparable con un acto suicida. Para poder vivir algo así como Susanita, plenamente, las mujeres tenemos que olvidarnos de la cabeza, dejarla de lado y ponernos en contacto con nuestro costado más animal. Para mí esto no fue posible porque en mi vida mi costado animal está casi siempre supeditado a mi sentido común y de la lógica cartesiana.
AAAAAsí esperé el día del parto presa del pánico más contundente. Era algo que iba a pasar. No era un examen al que si yo quería o me arrepentía a último momento no me presentaba. Ya no podía no ir. Si a esto le sumamos que entrada la semana treinta y siete no se sabe ni el día ni la hora, la sensación de que llegado el momento moriría de un infarto sólo por su impostergable presencia me persiguió hasta la madrugada del 12 de julio, cuando empezó la función y descubrí que no me morí, o al menos no en sentido literal pero, sí en sentido figurativo. ¡Qué manera de morir! Me pregunto si las Susanitas mueren como yo lo hice durante el parto y sencillamente lo callan.
AAAALa imagen de Mafalda con una hija recién nacida en brazos puede ser lo más parecido a lo que era mi retrato post-parto. Pero, al igual que Jeckyll y Hyde en su lucha por imponerse, los dos personajes de Quino tironeaban de mi mente y de mi alma sin piedad. Así, mientras que por un lado estaba sentada en camisón al borde de mi cama, con los hombros encorvados y la mirada incrédula clavada en el moisés que estaba frente a mí, preguntándome cómo cuernos había llegado a esa situación; por el otro, sólo quería darle de mamar a mi bebé y logré hacerlo con éxito durante once largos meses; y aunque mi hija desde el primer día durmió mucho y bien, yo no lograba hacerlo sin despertarme aterrorizada cada hora y media preguntándome si mi retoño durmiente estaría respirando o habría pasado a mejor vida acariciada por la fría mano mortal y silenciosa de la “muerte súbita”.
AAAAAsí, de la Susanita de la infancia sólo me quedó lo de rubia y un romanticismo de pacotilla que me dura lo que una foto. Y a las dificultades ineludibles de la reciente maternidad, agregarle la culpa de reconocerme como una pésima madre por estos sentimientos, y el largo camino de aceptar y hasta ver con cierta ironía que, gracias a mi exigente sentido de la perfección, sólo me queda el consuelo de ofrecerle a mi hija el ser la mejor de las peores madres. ¿Cómo?, limitándome –a pesar de los sinsabores de mi locura- a amarla con todo mi corazón, mi corazón de leona, mi corazón de animal; y abrazando, por qué no, la esperanza de, en una segunda vuelta, cobrarme revancha mandando a mi raciocinio a dar un paseo bien largo, como de unos nueve meses, o más también.