domingo, 24 de enero de 2010

¡Ganamos!

En mi perra vida me gané nada. Nada que no sea un candelabro horrible por sacar línea en un bingo del colegio, o ese llamado nefasto de grabadora que te dice "¡Felicitaciones!" y que ahora, frente al resultado inevitable de que seguida la congratulación la gente corta, empieza diciendo "No corte. No corte". No, en mi puta vida me gané nada. Y pensar que un amigo de mi papá se ganó dos autos cero kilómetro en un solo año. No hay nada que hacer, eh. Es así nomás: Dios quita, Dios da, Dios quita, Dios da.

AAAUno de estos días cualquiera, sumergida en la escritura como estaba, del otro lado de mi celular aparece la más que conocida voz de mi marido: "Llamaron de Chevrolet". En esas ocasiones -como en casi todas- tiendo a pensar lo peor o más ridículo: que no se acreditó la plata de la cuota y por lo tanto estamos sin seguro, que nuestro auto no se va a fabricar más y se devaluó estrepitosamente o, simplemente, que nos van a sacar el auto porque no le hicimos el último service. "Parece que nos ganamos un viaje o algo así" agregó con un tono monocorde que desentonaba con la gran noticia que daba. Me empezó a latir el corazón. "¿Cómo?" Yo necesitaba más información, más detalles. Sebastián tenía que estar equivocado; y esto era verdaderamente probable porque si bien mi marido es el mejor jefe, curiosamente resulta el peor secretario del mundo: no puede pasar un mensaje con más de un cincuenta por ciento de compatibilidad respecto del recado original; así que era altamente probable que de "nos ganamos un viaje" la parte cierta fuera la de "ganamos" y que la otra parte fuera -por ejemplo- "una cafetera eléctrica". Por eso yo necesitaba más detalles de insoportable puntillosidad: "¿Me podés recrear la conversación, por favor? ¿Quién te llamó?" indagaba yo. "Ni idea. un tal Claudio de Chevrolet. Tenemos que ir a Flores a retirar el premio". ¿A Flores? pensaba yo. ¿Por qué a Flores? ¿Y si era todo una especie de "trampa" para secuestrarnos? No, si cuando a mí me ataca la paranoia felizmente combinada con la imaginación puedo llegar muy lejos. Así que, previo trabajo de inteligencia para chequear la existencia del domicilio, decidimos partir para saciar al menos la curiosidad. Total, cualquier cosa por arriba de un candelabro espantoso me dejaría mejor rankeada en la carrera de los perdedores.

AAAFlores es un barrio precioso. Yo lo conozco bastante bien gracias a que una amiga muy querida de la facultad vive ahí. Y por eso, en mi condición natural de GPS no resultó difícil llegar a Rivadavia al siete mil. Por lo pronto ese lugar era una Agencia Chevrolet, así que una estafa no era, ahora quedaba ver de qué se trataba el asunto del premio. Estacionamos ansiosos. Este año no teníamos planeadas vacaciones así que, cualquier cosa que viniera de arriba iba a ser bienvenida, (sí, incluso una cafetera porque la mía estalló -de tanto usarla, supongo-). Preguntamos aquí, preguntamos allá, nos derivan a fulano a mengano y nos mandan a esperar.
AAA"Medina María" me llama una vocecita desde atrás. "Nosotros", dijimos al unísono. La pinta del flaco nos quitó rápidamente la sensación de viaje a Buzios o a Miami. Era un chico de ésos que se nota que hicieron un enorme esfuerzo por ocupar el lugar que ocupan. De ésos que trabajan doce horas metidos en la agencia entrenándose para vender autos; de ésos que probablmente viajan dos horas desde uno de los barrios más humildes de no sé dónde; y de ésos que tienen un disco grabado con aplicación sarmientina de lo que tienen que decir y hacer. Axel, así se llama. La camisa -probablemente la única que lava y deja secar en el baño todas las noches y plancha por la mañana-, el pelito engominado y los dientes que le crecieron como pudieron lo terminan de ilustrar.
AAAMano para mí, mano para Sebastián. "Tomen asiento". Hoja en blanco, birome en mano, play y empieza la clase de Ventas: "De seiscientos mil compradores de un Chevrolet 0km, ustedes han sido preseleccionados para la participar de un sorteo por un 0k". A medida que decía lo que decía iba escribiendo las palabras y números principales del discurso en la hoja como si estuviera explicando el Teorema de Tales o armando una jugada de pizarra. Con Sebastián lo seguíamos, tratando de no mirarnos para no reírnos. Continuó: "De los treinta mil preseleccionados Santiago Alba ha sido el ganador del 0km", y escribe sus iniciales "S.A." que luego redondea al lado de "0km". Yo ya lo miraba con cara de y a mí qué carajo me importa cómo se llama este fulano. "Y con los participantes que quedaron se hizo un sorteo de segundo, tercero y cuarto puesto. El segundo es el premio de turismo, el tercero es el premio de doscientos pesos para comprar en un supermercado". Genial, pensé yo, con eso compro pañales y leche. "Y el cuarto es el premio boutique, que consiste en unas gorritas y remeras para toda la familia, que tanto hacen falta en esta época del año". Yo no podía evitar esa cara asquerosa que sólo yo soy capaz de poner cuando siento que me están tomando el pelo. Si me llegaba a ganar las gorritas, por mi vida que no las agarraba y hasta me ponía a llorar por haber viajado hasta Flores un nueve de enero. "¿Y qué ganamos nosotros?", le pregunto antes de que los nervios me estallaran por las cervicales. "Espere, espere". Ay, no, era lo peor que me podía responder. "Falta lo más importante. Si ustedes están dentro del grupo de las primeras treinta personas que vienen a retirar el premio, se hacen acreedores de un Privilegio Único". Odio a los vendedores, realmente los odio. "Ahora, si me esperan, vamos a ver qué premio les tocó en suerte y a ver si tienen la suerte de estar dentro de los primeros treinta en llegar".
AAACon Sebastián nos reíamos cómplices del espectáculo que era ver a este Axel haciendo paso a paso aquello para lo que lo habían entrenado. Hablaba con cierta tonada de chico aplicado de escuela rural del interior del país, y eso me inspiraba ternura pero, no por mucho tiempo. "Tengo una muy buena noticia" dijo moviendo los bracitos y sonriendo con artificiosa felicidad: "Se ganaron el mejor premio, el de turismo". E inmediatamente después saca dos folletos plastificados, de hace por lo menos quince años atrás, con unas cabañas borrosas enmarcadas en una tipografía ochentosa que decía Córdoba una y San Luis la otra. El nombre exacto de cada lugar juro que no puedo recordarlo. Jamás lo habíamos escuchado nombrar, y el encanto del primero, por ejemplo, residía en estar cerca de Villa Carlos Paz. Claro que lo que habíamos ganado era la estadía por cinco días y no el traslado. Y claro, también, que el servicio de mucama se pagaba aparte; y no nos olvidemos de que para reservar y usar el premio tenemos que pagar unos ochenta pesos del seguro de no sé qué cosa. Tenemos dos años para usarlo, avisando con un mes de anticipación. Está bien, pensamos. Es un buen premio. El candelabro, al menos, ya había sido superado.
AAAPero Chevrolet estaba dadivoso por esos días, así que Axel nos sorprendió con una cuponera con un montón de descuentos en una parrilla podri de Ruta 8, otra con un veinte por ciento de descuento en un día de campo para ordeñar vacas en San Antonio de Areco y otra -y con ésta sí que se emocionó- de una alarma para el auto cien por cien gratis. "¿Ya tiene alarma su auto?" "Sí", respondimos los dos al mismo tiempo con cara de nada. "Bueno, entonces paso a la segunda mejor noticia. La mejor". Hace una pausa y nos mira a los ojos buscando reacción de suspenso. Nada, de nuevo, así que sigue porque no le queda otra. "Llegaron número veintiocho. Es decir, que pueden gozar del Privilegio Único. Todos los que lo obtuvieron lo aprovecharon. ¿Van a aprovecharlo ustedes también? ¿Si o no?". Increíble: realmente el muchacho esperaba una respuesta. Ahí nomás se me fue la suavidad al diablo y con mi mejor cara de soberbia indolente le deslizo un lacerante: "Y si no nos decís en qué consiste el privilegio, ¿cómo vamos a saber si lo queremos aprovechar o no?" Sebastián me miró con esos ojos de "piedad, Pilarcita, piedad. El pobre pibe no tiene la culpa". Tenía razón. Así que lo escuchamos con mucha atención.
AAAEl privilegio era exactamente lo mismo que ofrecen esos llamados nefastos de "¡Felicitaciones!". Toda una tramoya para venderte un cero kilómetro. Obvio que lo escuchamos y obvio que nos subimos a todos los autos que potencialmente podríamos haber sacado. Porque eso te pasa cuando vas a allá: te endulzás ante la posibilidad de llevarte un auto todo con olor a nuevo. Así que también mentalmente nos pusimos a hacer cuentas. Terminado el recorrido y la perorata, nos sentamos de nuevo y Axel nos pregunta, tal como quien vende "dos por uno" en mandarinas: "¿Y? ¿Van a aprovechar el privilegio o no?". Yo lo miré azorada, "¿Ahora te tenemos que responder?" Axel respondió impelido seguramente por la comisión que sacaría si nos vendía el autito nuevo: "¡Y claro! Si no toman ustedes el beneficio, pasa para el próximo." Ah, no. A mí no me vengas a correr porque me empaco. Me lo quería comer crudo y, anticipándose mi marido a estos sentimientos, le explicó amablemente: "No es una decisión que se pueda tomar así a la ligera. Tenemos que sacar cuentas y ver si dan los números. Si querés danos un par de días y te llamamos". Axel se hizo el pensativo y dubitativo y, luego de un titubeo forzado dijo: "Bueno, les doy tiempo hasta el lunes".
AAAPor supuesto que bastaron sólo tres horas para que se cayera la ilusión de cambiar el auto y también la de haber ganado un viaje con todas las letras. Al fin y al cabo lo único que realmente ganamos fue la alarma para el auto que no necesitamos; así que si alguno de ustedes, estimadísimos lectores, tiene un auto sin alarma y le gustaría ponerle una, yo le regalo nuestro cupón de mil amores. Miren que es cien por ciento gratis ¡y es en serio! Sólo tienen que pedírmelo.

martes, 19 de enero de 2010

Verdad inventada

No era una noche cualquiera. Se notaba en el aire. Algo de neblina e intuición femenina. Algo no andaba bien.
AAAMe bajo del auto junto a la desconocida que subí en el camino. “Por favor, ¿me llevás al hospital de acá a la vuelta? Un familiar mío está muy mal”. No terminó de hablar que yo ya la había levantado. Lo de samaritana se me impone a veces a lo de precavida.
AAACuando estoy sacando la llave de la cerradura, noto un grupo de chiquitos con caras insinuantes, sugestivas. Salían del colegio o algo así porque cargaba cada uno con su mochila. Me miraban. Me alejo y, de refilón, mi ojo percibe que me siguen mirando. Algo se traían entre manos.
AAAEl aire del hospital olía a farmacia. Detesto ese olor. Cómo odio ese olor. Pero éste era particularmente feo. Mucha luz, mucha. Y sin embargo era de noche. ¿Por qué seguía al lado de la desconocida? Ah, por eso de samaritana: tenía que asegurarme de que todo saliera bien.
AAAEn la sala de espera miro las caras lisas de los parientes. Lloraban sin llorar. Había demasiado blanco en el paisaje y muy poco contraste. Mucha luz. Observando tal cuadro sordo, veo en la cartera entreabierta de la que sería la madre de alguien mis llaves. Las llaves de mi departamento que había perdido hacía por lo menos dos semanas. Pensé que los “caras lisas” iban a escuchar los clarísimos golpazos de mi corazón. El calor me subía por el cuello e inmediatamente empecé a transpirar. Días enteros había buscado mis llaves. Así que, con la poca compostura que me quedaba decidí romper el velo que me separaba de esos fantasmas, y estirando la mano, firme y sigilosa, tomé lo que era mío.
AAALlaves en mano, veo en el cuarto del internado cómo una enfermera de pelo muy negro, ojos huecos y labios color cera se acerca hacia el paciente con la comida que yo al mediodía había preparado para esa noche. ¡Mi comida! ¿Era posible? ¿Qué tenían contra mí esos desconocidos? Desorientada y vencida me puse a llorar y pedí al aire que por favor me devolvieran mi comida. La enfermera de pelo muy negro y labios color cera me acerca una feta de jamón a modo de trueque, a la vez que hace señas para que me calle. Callate, idiota. Claro, no había sonidos. Nadie hablaba y los que lloraban lo hacían en silencio. Era un cuadro sordo en el que a mí se me daba una feta de jamón para no desentonar.
AAASalgo sola con mis llaves y mi feta de jamón. Mis hermanos aparecen de entre los árboles. Qué lindo verlos. “¿Vamos al auto?” Noto, para mi preocupación, que los chiquitos seguían en su lugar. Pero esta vez me miraban riendo y haciendo señas que, claramente, le daban inicio a algo nuevo. Mi intuición femenina, humana o animal (la que sea), lo entendió todo: nada bueno iba a pasar. “¡Corran!” llegué a gritarle a mis hermanos con una voz que ignoraba podía tener.
AAAEmpiezo a correr. Pero tenía que hacer algo más inteligente que correr. Por eso, viendo el barranco que me acompañaba a la derecha del camino, decido ganar ventaja tirándome para rodar acostada. Pero como si el destino se empecinara en torturarme no había manera de avanzar; y cuando finalmente aterrizo, boca arriba y sin aliento del miedo, el capo de la banda me pone con mucha fuerza el pie sobre el esternón. Quedo inmóvil y sin aire. Sus compañeros hacen un semicírculo a mi alrededor. Me sacan la cartera negra y la acuchillan con una navaja. Por favor no se lleven mi billetera, pensaba aturdida. Entre los que me rodeaban había una chica. Mientras me miraba se babeaba y se hacía pis. Algo de la situación la excitaba. Parecía un animal que me devoraba con la miraba.

AAAMe despierto con el timbre del departamento. ¡Gracias a Dios y a María Santísima! Sólo Él sabe cuánto odio las pesadillas. Las odio más que a este timbre que, insistente, no me espera a que me recupere. Cómo me asusta ese timbre. Seguro que es Juli que no puede abrir porque dejé las llaves puestas en la puerta. Así de descompuesta y transpirada como me había dejado esa pesadilla, voy a la puerta reflejando a cada paso las secuelas de mi espanto, porque cuando estoy muy nerviosa o asustada las piernas me tiemblan como hojas. Paranoica, como imaginarán, opto por usar el visor que siempre omito. Ah, se habían equivocado. Una señora como de cincuenta y largos años –que nunca había visto antes–, con saco azul francia, pelo rubio ceniza hasta los hombros perfectamente armado y enormes aros dorados, me decía que no con un dedo y con sorna. Traté de no asustarme; al fin y al cabo, hay de todo en este edificio.
AAAPero cuando vuelvo al cuarto, sencillamente no puedo describir lo que mis ojos encontraron. ¿El infierno de Dante, tal vez? El corazón me empezó a latir ya peligroso. ¿Qué estaba pasando? La cama de Juli no estaba y mi cama estaba en el medio del cuarto, torcida, hecha un verdadero caos. Busco la cama de Juliana agarrándome el pecho con la mano con la esperanza frenarlo un poco. Tiene que estar en algún lado. Y como el que busca encuentra, contra la pared del fondo veo su colchón en posición vertical. Sin sábanas, sin nada. Pelado. Me empezó a temblar la mandíbula. ¿Qué estaba pasando? Intento acercarme, y esta vez, lo quimérico del espectáculo me deja blanca y paralizada al notar que del piso de madera se asomaban unas pequeñas lenguas de fuego. Y yo estaba tan despierta. ¿Qué estaba pasando? Mi departamento se incendiaba, y yo tan sola a las no sé qué hora sería. Una idea merodeaba mi cabeza y no me gustaba nada.
AAASalgo del cuarto para confirmarlo y no puedo más que taparme la boca, casi deformando mi cara, para sofocar un grito. Mi cartera negra que estaba arriba del sillón toda acuchillada, con mi billetera adentro y con mis llaves. Se me acalambraron las manos y los muslos. Me caigo al suelo llorando sola y como de tres años. ¿Se da alguien una mínima idea de la dimensión de lo que me estaba pasando? Todavía me estaban buscando, ¿por qué me buscaban? Y la señora de saco azul, ¿quién era? Y el cuarto incendiándose y Juliana no estaba y yo llorando sola y como de tres años. Corro al teléfono. Papá me va a ayudar, él siempre me va a ayudar, pienso. Marco los primeros cuatro números de su celular y mi dedo flaquea presionando dos veces el cinco. Corto y exhalo tratando de calmarme. Cuando voy a marcar de nuevo, silencio. Un silencio más mudo que el del hospital. No había tono. Ya estaba. Ni siquiera me podía escapar por el balcón porque éste da al pulmón del edificio. Era el fin, y yo tan sola.
AAA “¡Alicia! ¡Alicia! ¡Alicia!” le gritaba a mi vecina con esa misma voz que ignoraba. El timbre macabro suena nuevamente. No dudo en correr a abrir la puerta. Tenía que ser Alicia. Gracias Dios era Alicia que estaba de espaladas, pero... qué raro, con un saco azul francia. Eso no me gustó. Cuando empieza a girar, al mismo tiempo que yo buscaba ansiosa su mirada, no quise entender que lo peor estaba por pasar. Era la mujer de saco azul francia, esta vez con el pelo castaño, que me estaba esperando con sonrisa triunfal y estirándome la mano. Ya no había nada más que hacer. Así que, estirándole yo mi mano, me entregué.

martes, 12 de enero de 2010

Pelusa, ubi es?

Llevo puesto un cómodo y ligero vestido rojo de algodón. Y esto generalmente sucede cuando estoy triste. El rojo es mi color, ése que me da fuerzas, ése que me levanta.
AAAALa que voy a contar es una triste historia de amor y traición. Y en esta historia, el motivo de mi tristeza.

AAAAMi último año de soltera lo pasé en lo de mis papás. Hacía años que vivía sola en el centro pero, como me iba a casar y necesitaba ahorrar al máximo, aproveché la excusa para disfrutar por última vez de la casa paterna.
AAAAHacía tres años que a mi mamá sus amigas le habían regalado para su cumpleaños una gata siamesa a la que bautizamos Anastasia y apodamos “Ani”. Fue para sus cincuenta años y para llenar no sé qué vacío existencial, fruto de no sé qué síntoma de “nido vacío”. Mi mamá siempre había odiado a los gatos. Recuerdo muy bien que los corría a escobazos por el patio de mi casa pero, esta ratita chiquita, refinada y con un collar rojo del que pendía un cascabel la conmovió desde el primer momento, tanto que no tardó mucho en adoptarla casi como si de un nuevo hijo se tratara.
AAAAUno de esos días de reanudada convivencia mi mamá me pidió que la acompañara a la veterinaria para desparasitar a Ani. Lógicamente la acompañé ya que trasladar al bicho sola y en auto era casi imposible. Una vez allí nos encontramos con el objeto de mi afecto: en una caja de cartón, ésas de verdulería, arriba de la camilla había cinco gatitos recién nacidos que habían sido abandonados en la puerta del local. Mi curiosidad me llevó a asomar mi nariz por sobre la caja y ahí nomás la vi: era puro ojos, orejas y pelo tricolor. Era Pelusa. Todavía no se llamaba así pero, así la llamaría en el viaje de vuelta.
AAAANo hizo falta decir ni aclarar nada. Mi mamá me miró como diciendo “Ay, Dios, no, Pilar, ¿qué voy a hacer yo con dos gatas? Mirá que yo estuve leyendo sobre los siameses y son gatos muy egoístas, si llevamos otro gato va a quedar el desparrame”. Yo la convencí alegando que en pocos meses me casaría y me la llevaría conmigo. No había, realmente, tal grado de verdad en esa aseveración porque lo cierto era que a Sebastián, mi novio, no le gustaban ni un poco los gatos pero, como la esperanza es lo último que se pierde, preferí convencerme de que así como mi mamá se había conmovido con Ani, Sebastián acabaría por conmoverse con Pelusa.
AAAASin parar nunca su motorcito ronroneante, la pequeña bolita de pelos tricolor (blanca, negra y marrón) se acomodó en mi regazo para disfrutar de mi calor. Era puro pelo, ¿qué otro nombre más que el de “Pelusa” podía recibir? No podía llamarla de otra manera, sin embargo en mi casa se burlaron de mí y de la pobre gata diciendo que le había puesto nombre de prostituta. Podía ser pero, era el que le cabía.
AAAANo tardó mucho en hacerle honor a su gracia, y no precisamente por lo del pelo sino por lo de prostituta. Al mes de vida, en el que sería su primer celo, la muy ligera de cascos salió de giro y terminó preñada. Hubo que hacerle un aborto porque sus diminutos ovarios no tenían la madurez para llevar a cabo su embarazo; y en esa cirugía, la pobre Pelu terminó castrada y seriamente deprimida. Así de poco le duró la fiesta.

AAAALos que alguna vez levantaron un bicho de la calle saben del agradecimiento que éstos tienen para con sus benefactores: son incondicionales, amorosos y extremadamente fieles. Así, con Pelusa trabamos una amistad increíble. Yo no sé de dónde sacan que los gatos son malos, egoístas y demás. Pelusa dormía conmigo a los pies de mi cama y apenas me sentía llegar de trabajo se ponía a chillar como loca. También me acompañaba al baño y se quedaba del otro lado de la puerta, sentadita sobre sus patas traseras cual monumento nacional. Era terriblemente franelera y cariñosa. A todo el mundo le daba impresión que su lengua fuera tan rasposa pero, yo ya estaba acostumbrada. Acariciarla era un placer porque casi no perdía pelo y todo el que tenía era sumamente suave y finito. Gozaba de que la toquen y ronroneaba sin pudor ni decoro alguno. Era, literalmente, una gata mimosa.
AAAADe a poco yo le iba tirando indirectas a Sebastián de que la gata se venía conmigo cuando nos casáramos y, él sólo respondía un “Sí, sí, seguro” bien irónico que dejaba clara su postura frente al tema. Ya va a ceder, pensaba yo. Lógico: él veía muy bien el vínculo que se estaba creando entre mi mascota y yo, y no lo creí capaz de destruirlo así sin más. Me equivoqué y mucho.

AAAACuando volvimos de la luna de miel y después de acomodar más o menos todos los muebles y lo necesario como para poder vivir en nuestra nueva casita, una tarde en la que Sebastián estaba todavía en el trabajo, fui a lo de mi mamá a buscar a Pelusa para traerla a su nuevo hogar. En el camino le expliqué todo lo relativo a la nueva casa y cierta animadversión de Sebastián para con los de su especie que no tenía por qué deprimirla de antemano. Palabras más, palabras menos, la gata terminó asustadísima metida debajo de nuestra cama y no había forma de sacarla. Pero nunca más asustado de lo que quedó Sebastián cuando entre risas le comenté que había traído a Pelusa a vivir con nosotros. Jamás lo había visto más serio ni más enojado. Ahí nomás me quedé paralizada por el inhóspito mundo de personalidad que me quedaba por descubrir en los años subsiguientes. Traté de explicarle, de pedirle, de proponerle “unos días de pruebita” pero, sólo entendí lo rotundo de su “no” cuando me dijo cortante: “Es bien fácil: si esa gata pasa la noche acá, yo me voy a dormir a lo de mis papás”. Ah, no, eso era lo único que me faltaba, no estar casada ni hace quince días y que el buen hombre ya se quiera volver a su cama de soltero porque yo no quiero renunciar a mi mascota querida. Claro que no tuve opción, de más está decirlo. Recién ahí descubrí otra verdad para mí asombrosa: a Sebastián no era que no le gustan los gatos sino que les tiene fobia, fobia real y verdadera. Como mi amiga Ana le tiene fobia a las cucarachas, Sebastián le tiene fobia a los gatos. Nunca en la vida iba a poder tener un gato mientras viviera con él y nada podría hacer al respecto.
AAAAY así fue como Pelusa volvió a mi casa paterna pero ya como una expatriada. Y todo lo que siguió en adelante fue más o menos desastroso. Yo la soñé durante todo el primer año de casada. La soñé y la lloré. La situación me llenaba de impotencia. Más porque en lo de mis papás nadie la quería; empezando por Ani que, tal cual como decía mi mamá que decía el libro, no le gustaba ni un poco compartir lo que ella consideraba su reino entonces, como sólo los bichos saben hacerlo, no tuvieron mejor idea que empezar a hacer pis por toda la casa y en distintos rincones con el fin de marcar territorio. Imagínense. La culpable siempre era Pelusa porque era la flor de fango, la intrusa sin collar ni cascabel. A tal punto llegó el tema que, para la eterna indignación de la veterinaria, mi mamá, con una soltura y frescura descaradas, llegó a preguntarle si no podía inyectarle algo así como un calmante pero que la durmiera para siempre, como quien pide unas gotitas para la tos. La veterinaria la mandó a lavarse las patas –por decirlo de alguna manera-: que ella no era una asesina, que la gata estaba sana y demás. Recién ahí mi mamá entendió la dimensión de lo que pretendía hacer, así que logró conformar más o menos a todo el mundo echando a Pelusa al jardín de la casa.
AAAAPara mí fue traumático, en serio. Sobretodo cuando me dijo que la pensaba sacrificar. ¿Qué podía hacer yo? Nadie quería de regalo una gata marca tenaza y yo no la podía acercar ni a veinte metros a la redonda. Lloré, lloré y lloré. Hasta que un buen día, de manera más o menos conciente, empecé a ignorarla. Cada vez que volvía a lo de los viejos la gata reclamaba mi amor a maullidos pelados; y yo, como sabía que no podía dárselo como correspondía apenas la saludaba superficialmente. Pero, recuerdo una vez, un día muy lluvioso de hace no mucho tiempo cuando fui a la cocina y la pobre gata me vio desde no sé dónde y corrió a la ventana. Me maullaba desesperada y golpeaba el vidrio con su patita. Yo no tuve más opción que ignorarla; no la podía hacer entrar. ¿Cómo se lo explicaba? Además, ignorarla para mí era también una forma de no sentir, de evitar sentir.

AAAAEste sábado que pasó fui a lo de mis papás y me dijeron que desapareció. Traté de que no me afecte. Pensé que quizás en el fondo es lo mejor ya que a mi mamá y a su gata tantos dramas le traía.
AAAAHoy volví a pasar por lo de mi mamá y me lo volvió a decir: “Pelusa no apareció más”, y mi cuñada que estaba ahí agregó mirándome “¿A vos cómo te afecta esto?”, yo levanté los hombros y puse cara de nada. Pero no pasaron muchas horas hasta que las lágrimas empezaron a salir y a borbotones. ¿Dónde estás, Pelusa? ¿Te moriste, acaso? Supongo que sí porque los gatos no se pierden, son demasiado inteligentes para perderse y si hay algo que saben hacer es volver al lugar que pertenecen. ¿Cómo te moriste? ¿Alguien te mató? ¿Cuándo fue la última vez que te acaricié?
AAAATe traicioné, Pelusita, y no por no haberte podido traer a vivir conmigo sino por todas esas veces que te ignoré y no te acaricié y no te hablé sólo por egoísmo, sólo por evitar mi propio dolor.
AAAAPelusa, ¿dónde estás?

martes, 5 de enero de 2010

La importancia de ser docente

Tipo para nada fácil Juan Cruz Reyes. Yo repelo. Era muy duro pensar eso pero, mucho más duro llegar al punto de ya no poder negarlo. Juancito no repelía a todo el mundo pero, sí a mucha gente. Frases de otro tiempo, uno lejano, volvían a su memoria en forma de azotes.
AAAAEn la adolescencia una chica preciosa -que él secretamente adoraba- le dijo entre carcajadas, como si de un chiste se tratara, que daba la sensación de que si alguien lo tocaba o lo abrazaba él lo iba a sacar de una trompada. Juan no recuerda exactamente qué fue lo que le contestó o siquiera si contestó algo. Sólo recuerda la honda vergüenza. También visitó su recuerdo una frase de su hermana: “Vos no sabés la mirada que sos capaz de poner. Da miedo.” Era cierto. Hoy reconoce que tiene la capacidad de bajar de hondazo al ave más feliz, libre y volátil que pueda pasear muy campante por el horizonte con sólo una mirada. Eso era lo que muchos decían de él y en lo que él mismo pensaba mientras contemplaba con la vista perdida aquella tarde de lluvia que, enmarcada en el paño fijo de la ventana, se veía tal cual la pantalla de un cine. Estaba más bien deprimido. Así de exigente es consigo mismo. Así de duro.
AAAAEn marzo se cumplirían diez años de su carrera docente. Y la lluvia, en combinación con estos pensamientos amargos, no pudieron menos que hacerle revivir el día inolvidable en el que se encontró por primera vez frente a un curso. Día que le anticipó la enorme importancia y dificultad de ser docente.

AAAAEl remise era uno de esos Falcon tres cuerpos, modelos setenta y algo u ochenta y algo. Juancito lo había reservado la tarde anterior previendo el diluvio bíblico que estaba pronosticado para aquella mañana, una de las más importantes de su vida. Desde que tiene memoria, Juan recuerda que en cada fecha importante de su vida llovió y, claro, ese día no podía a ser la excepción.
AAAAPara llegar al portón de su casa tenía que atravesar todo el jardín sin vereda lleno de agua de lado a lado. Como Juancito es un hombre práctico no dudó en meter cada pie dentro de una bolsa de supermercado anudándolas sólo para preservar el brillo de sus zapatos recién lustrados. El remisero, que lo veía llegar a los saltos, con esa facha y el paraguas abierto, no pudo evitar menear la cabeza sugiriendo un “pero qué maraca este pibe”. Juancito lo notó y ni hola dijo, porque ni bien apoyó todo su peso en asiento de atrás se liberó del prejuicio con un frío: “Hoy es mi primer día de trabajo y no puedo llegar embarrado hasta los dientes”. Las calles del Palomar suelen inundarse en días como éstos y los autos viejos pararse si es que el distribuidor se les moja. El Falcon amagó con declararse muerto en más de una ocasión pero, el remisero, hablándole un tanto y acelerando un poco más, evitó con despliegue de maestría el deceso cada vez.

AAAALos primeros días de clase son siempre iguales. La excitación y la energía renovada y juvenil se respiran en cada rincón. Los uniformes brillan, los zapatos brillan, las miradas brillan. Todo y todos brillan. El escocés de las polleras y corbatas se extendía como un gran papel tapiz y un montón de caras perfectamente desconocidas daban vueltas por el reducido espacio cerrado que contenía a todo el alumnado y cuerpo docente de las dos primeras horas. Y sintiéndose apenas un punto en el gran collage de la escena, estaba Juancito recientemente ubicado frente a su curso en formación matutina. Hacía apenas unos meses que se había recibido de profesor de Historia y Geografía y las cuatro horas que había conseguido en séptimo año se las habían dado casi de milagros y hacía menos de una semana. No había tenido el tiempo que hubiera querido para prepararse psicológicamente para tal hazaña. Nunca había estado frente a un curso. Las prácticas del último año las había hecho en un colegio para adultos y ni punto de comparación con lo que tenía que enfrentar. Sentía, literalmente, que se iba a morir de un infarto.
AAAAPor ese entonces Juancito tenía apenas veinticuatro años y la misma cara de pocos amigos que tiene hoy. Es un tipo fachero y esto lo hacía sentirse en la obligación de tener que marcar mucha distancia de entrada, para evitar malos entendidos que pudieran mancillar su reputación. No es un hombre alto pero tampoco bajo. Y era tanto lo que escuchaba decir por ahí de la falta de límites y disciplina que reina hoy en las aulas de los adolescentes que no dudó un minuto en aplicar el terror como táctica frente a su nuevo curso. Tal como había servido a lo largo de la historia para mantener largos poderíos, tendría que funcionar para él. Total, siempre hay tiempo para aflojar. Cuchicheando como si él no lo notara, todos comentaban el rigor –o la belleza, cómo no- del que iba a ser su nuevo profesor de Historia y Geografía.
AAAAPor si a Juan le faltaban estímulos para sacar a relucir su rigidez, la directora le advirtió que su curso era de casi cuarenta alumnos y que manejarlos no sería nada fácil. Listo. Ahí nomás entró mi amigo, como se diría en el leguaje coloquial, con los tapones de punta. Ahora, lo que él ignoraba por inexperiencia era que las pobres criaturas ya venían por demás aterradas por el hecho de haber dejado recientemente la escuela primaria y que no necesitaban mayor acicate que el de mudarse el segundo piso para convertirse en estatuas vivientes. Por eso su sorpresa no pudo ser mayor cuando, cruzando el pasillo a paso firme cual gendarme, divisó cómo un niño que hacía de “campana” giró sobre sus talones al grito pelado de “Ahí viene, ahí viene” mientras todos empezaron a gritar y a correr a sus lugares como si fuera la matanza de los inocentes y él el verdugo.
AAAABastó con pararse en el marco de la puerta portando sólo esa mirada para que todos se pusieran de pie al unísono. El “Buenos días, alumnos” y “Bue-nos-dí-as-pro-fe-sor” hicieron lo demás. Juancito seguía al pie de la letra su táctica y estrategia de infundir terror explicando todo lo que tendrían que esforzarse para aprobar la materia, todo lo que tendrían que hacer. Por si esto fuera poco, entregó a cada alumno una hoja oficio con letra minúscula en la que se describían todas las condiciones de aprobación y la metodología de evaluación. Nadie se animó a preguntar nada. Apenas respiraban.
AAAAHistoria Antigua es la que corresponde dar en ese año, así que, como Juan notó que el clima se estaba poniendo más denso de lo planeado, empezó sin más a hablar de los Persas. Les preguntó a los alumnos si habían escuchado hablar alguna vez de ellos y a intercambiar y corregir información. Y no pasó mucho tiempo hasta que llegaron al punto que más les gusta a los alumnos: el de las torturas. Ahí nomás Juancito se sintió en su salsa. Él es por demás un tipo carismático y ése es su as de espadas. Y si a carisma lo acompaña buen relato, el paseo por la exposición resulta por demás inolvidable. Pero, inolvidable, en este caso, sería el desenlace de la clase desapaciblemente memorable.
AAAALuego de contar dos o tres formas de tortura, y claramente endulzado por el éxito de la atención captada y sin atender al las sutiles advertencias de la duda, Juancito llegó a contar la tortura que consideraba más suculenta, ésa que cuenta que a los prisioneros de guerra los colgaban en un muro, sostenidos por un gancho insertado en la base del cráneo sólo para luego cortarle los testículos y metérselos en la boca. Pero, no estaba mi profesor amigo terminando de contar esta tortura espantosa cuando notó que Gutiérrez, el gordito blanco y de pelo negro y tieso que se sentaba al fondo a la izquierda, empezó a palidecer a una velocidad asombrosa; tan asombrosa que no le dio ni tiempo a prever lo que estaba por suceder: Franco Gutiérrez se desvaneció en medio segundo, en sentido tan figurado como literal, porque resbaló banco abajo acompañado de un estruendo escandaloso, dejando a Juancito de una sola pieza y al borde del infarto que tanto había temido.
AAAASi a Gutiérrez le quedaba poco aire, los treinta y siete alumnos restantes se ocuparon de quitárselo del todo porque se le fueron encima con una rapidez propia de un bombero. Las chicas, histéricas como corresponde, no podían más que gritar “Ahhhhhhhhhh”, y los varones, pavos como son a esa edad, no podían evitar reírse nerviosos mientras comentaban “¡Mirá, tiene espuma en la boca! ¡Es rabia, es rabia!” “¿Se va a morir? Se muere, boludo, se muere”. Para ese entonces Juancito ya había sorteado todos los obstáculos de mobiliario y de un solo grito firme mandó a volar a cada uno a su lugar inmediatamente. Efectivamente, Franco tenía espuma blanca en la boca y los ojos totalmente para atrás. Juancito sintió que él también le faltaba el aire; al fin y al cabo él es uno de ésos que no puede ni ver una propaganda en la tele de esas series de médicos y hospitales sin sentir que le baja la presión pero, no podía permitirse que algo así le sucediera ahora y, con un movimiento de mano con dedo índice erguido, mandó a la primera alumna que se le cruzó a llamar a la preceptora mientras sintió el impulso de tomar a Franco por la cabeza y apantallarlo con un cuaderno que encontró a mano.
AAAACuando llegó la preceptora Gutiérrez estaba volviendo en sí lentamente. De todas formas la ambulancia ya estaba en camino. “Lipotimia” fue la primera palabra de Franco. “¿Estás bien?”, le preguntó Juancito compungido y profundamente apenado. “Sí, sí. Me pasa a veces”. Juancito no quería indagar mucho para no saberse responsable de tal episodio en su primer día como profesor pero, sabía que esto sería imposible, así que le preguntó con la menor de las esperanzas de una respuesta afirmativa: “¿Fue por el calor?” “No. Es que me dio un poco de impresión eso de lo que estábamos hablando”. La preceptora lo fulminó con la mirada, no por ella sino por él y por el colegio, por el lío que se les podía armar si a los padres se les ocurría tomar medidas en Inspección. La clase ya estaba terminando. Los de la ambulancia revisaron a Gutiérrez y éste se quedó en dirección hasta que llegó su mamá. La directora, furiosa tal y como indica el decálogo de la directora que tiene que ser, le dijo a Juancito que mañana hablarían en su oficina sobre los contenidos a dar y desarrollar en clase. Juan Cruz se sentía exactamente igual a cuando de niño lo mandaban llamar de dirección: él sabía que no había hecho nada malo pero, no había forma de no temer lo peor.
AAAASin paraguas abierto, sin bolsas en los zapatos, ahora en colectivo y con un yunque de mil toneladas en el pecho, Juancito se fue a su casa. Hubiera querido llamar a la casa de Gutiérrez y preguntar cómo estaba pero, se abstuvo sólo por no llamar al colegio para pedir el teléfono. Esa noche no comió ni durmió. Si esto no era un bautismo de fuego no se le ocurría qué podría serlo. Un fuego que, a modo de vaticinio, marcó para siempre algo que recuerda cada vez que abre la puerta de un aula: si ser docente es de por sí un desafío, serlo de una materia humanística lo es doblemente. Porque en lo que atañe a los humanos, por suerte o lamentablemente –depende del cristal con que se mire-, dos más dos nunca es cuatro. Jamás. Y lo que hacemos nosotros, los profesores humanistas, no es más que malabarismo ideológico pero, siempre tomando como vara nuestro sentido común. Ser un docente decente no es tarea fácil porque la decencia en las cuestiones humanas tiene tantas acepciones como alumnos, como directivos y, sobretodo, como profesores haya. Y como resulta imposible ser moneda de oro para todos y cada de los oyentes, los errores y desaciertos están a la orden del día; y lo único que mitiga el sabor amargo de herir ciertas susceptibilidades es la certeza de haber dado lo mejor de sí; la paz de nuestra propia conciencia.

AAAAA Juancito no lo echaron (los profesores hombres son una adquisición difícil de resignar en cualquier colegio privado, no sé por qué) y a la fecha sigue siendo un excelente profesor y una mejor persona. Sigue siendo exigente y metiendo miedo en los querubes que le tocan por alumnos pero, los que logran saltar las murallas del terror acaban por adorarlo como a ningún otro. Es de esos profesores eternamente recordados por sus alumnos. Jamás pasará desapercibido. Quizá porque esa fuerza con la que repele a muchos es la misma que atrae a otros tantos.