miércoles, 20 de julio de 2011

En nombre de la amistad

Siempre siento nostalgia de la adolescencia, ¿sabés? Y no precisamente de la lozanía de la piel y toda esa juventud saliendo a roletes de los ojos. No. De lo que yo siento nostalgia es del poder ese que uno siente, ese capaz de devorarse todo el mundo y de poder emprender cualquier batalla por más difícil que sea. Ese mundo en el que solamente importan los amigos y donde la máxima preocupación son los acontecimientos que los involucran. Nostalgia de vivir la vida con toda la canciencia pero, sin saber siquiera cómo se paga una cuenta ni quién las paga. A veces miro para atrás y veo con ojos de incredulidad la cosas de las que fui capaz a los quince años en nombre de la amistad.
   Hacía ya casi cinco años que la vida me había puesto en el camino a Vicky, la que sería hasta hoy mi mejor amiga. Su familia, impregnada de aires capitalinos, había venido a parar a los pagos bellavistenses, movida por no sé qué influencia; más precisamente, habían comprado una casa gigantesca en lo que localmente se conoce como “Santa Fe al fondo”, toda de ladrillo a la vista, con loza radiante y un arrollo que cruzaba por el medio del jardín con medio centímetro de agua. Así como no entiendo la motivación de venir a vivir acá –porque hacerlo es un gusto que forzosamente se hereda y difícilmente se adquiere- tampoco me queda del todo claro cómo es que tomaron la drástica decisión de pasarla de un colegio histórico como el San Tarsicio, a uno como Las Marías que, además de contar con todas las particularidades propias del colegio de pueblo, estaba casi recién fundado y, por ende, digamos despoblado. Pero lo hicieron, por suerte, y ahí nos conocimos.
   El primer día de clases nos convertimos en mejores amigas con la misma lógica natural con la que una semilla deviene en flor. Ese mismo día, el primero de todo el ciclo lectivo, fui a jugar a su casa. Nuestras mamás no lo podían creer pero, viendo que la química y un par de recreos habían bastado para sabernos amigas inseparables desde ese mismo día y en adelante, no opusieron resistencia, lo celebraron con gracia (y pensar que hay necios que todavía no creen en el amor a primera vista). Ese sería solo el comienzo de años de muchísima amistad y de las más profundas que puedan existir entre dos seres humanos.
   Compartimos muchísimas cosas juntas: fines de semana completos durmiendo una en la casa de la otra, largos períodos de convivencia en su casa cuando mis papás salían de viaje por Europa, varios veranos de cruce de cordillera junto a mi familia como si se tratara de una hija más, aunque una no reconocida, por supuesto, porque físicamente no podemos ser más distintas; compartimos tardes enteras jugando a ser señoras, ella “manejando” el auto estacionado de su mamá y yo “manejando” el auto estacionado atrás de su papá, hablando de una ventana a la otra y subiendo y bajando de los autos con aires de adultez. No pasábamos por hermanas porque físicamente era imposible: una rubia, la otra morocha, una con el pelo lacio como tabla, la otra con la cabeza llena de rulos, una rellenita, la otra flaca como escoba, una de ojos verdes, la otra de ojos negros como la noche más cerrada; pero si existiera algún aparato capaz de sacarle una suerte de radiografía al alma, las nuestras se revelarían como lo que poéticamente se conoce como almas gemelas.
   El papá de Vicky, empresario del mundo del cine, viajaba mucho a Méjico por cuestiones de trabajo. A veces los viajes eran tolerables pero, a veces, se prolongaban más de la cuenta y a mi amiga y su familia les resultaba imposible resistir el desgaste doloroso de la distancia. A fuerza de negación me mantuve inmutable ante lo que inevitablemente iba a suceder. Pero, mi resistencia no sirvió de mucho cuando una tarde de no sé qué estación Vicky me llamó llorando y pidiéndome que fuera a su casa porque tenía que decirme algo muy importante: Se iban a vivir a Méjico. A Méjico, no a Salta, ni siquiera a Chile, a Méjico. Ni bien me lo dijo nos abrazamos y lloramos juntas preguntándonos qué iba a ser de nuestras vidas separadas. Su mamá (probablemente mucho más desconsolada que nosotras asumiendo todos los dolores, ahora que lo pienso) intentaba suavizar nuestra pena pero, con la cautela propia de quien entiende que hay duelos y pesares que es necesario atravesar.
   Cada día que pasó hasta el día de la partida estuvo lleno de una especie de angustia anticipada. En mi casa nadie se atrevía a decirme nada. Todos habían vivido a la par el crecimiento de nuestra amistad y nadie se habría animado a tildar de “exagerado” el dolor adolescente por el que yo estaba atravesando.
   Y el día llegó. Tan dolorosa tiene que haber resultado para mí su llegada que yo –que me jacto de tener una memoria prodigiosa-, recién hoy me doy cuenta de que no recuerdo nada de aquél. Ni qué día exactamente fue que se fueron, ni si fui al aeropuerto o no, ni cómo habré abrazado a mi amiga a la hora de partir. Qué horror, tengo en ese lugar de mi memoria un frío y profundo vacío. Pero, bien recuerdo lo que vino después: días y días de llanto desconsolado. Si me hubiera quedado huérfana de padre, madre y hermanos creo que no habría llorado tanto como lloré el hecho de verme forzosamente separada de mi mejor amiga. En esa época el uso del e-mail estaba reservado exclusivamente para la CIA o algún otro servicio de inteligencia y nosotras no teníamos más remedio que escribirnos cartas, hablar por teléfono (sólo para fechas muy, muy importantes) y alguna que otra vez, mandarnos un fax lleno de dibujitos que intentaban recrear cualquier situación que nos pareciera indigna de habérnosla perdido y que con el correr de los meses se iban borrando.
    Así fue como entre carta y carta, llamado y llamado, fax y fax empezamos a acariciar la idea, cada vez más fuerte, de que yo me tomara un avión, junto con Santiago Coletes, el mejor amigo del hermano de Vicky de entonces diez escasos años de edad, para ir a visitar a los Sánchez Casares. Mi papá, que ya no sabía qué hacer para mitigar mi amargura, se limitaba a decirme un “sí, sí” casi mecánico cuando yo le hablaba de este posible viaje, confiado quizá en el tiempo iba a calmar mi dolor y que la idea de viajar casi sola –o a cargo de un menor con apenas yo quince años- iba a empezar a aterrorizarme. Probablemente con la misma incredulidad me llevó a hacer el pasaporte ya que, hasta la fecha, yo nunca había viajado a un país que no fuera limítrofe. Pero, pobre papá, ahí seguramente entendió que uno no sólo nunca conoce a los hijos lo suficiente sino, por el contrario, mientras vivan, uno nunca va a terminar de conocerlos.
   Llamé a una agencia de viajes de mis papás y empecé por hacer las reservas. Por supuesto que, al mismo tiempo, hablaba con los papás de Santiaguito mientras les afirmaba, convincente, que esto ya era una decisión tomada y que todo el universo estaba de acuerdo para que así fuera. Los papás de Santiago probablemente creyeron que si los papás de Vicky y los míos estaban de acuerdo, entonces ellos no tenían más remedio que sumar a su niño a la travesía. Para cuando mis pobres padres se quisieron dar cuenta, yo ya había sacado mi pasaje de ida y vuelta a Méjico D.F. con la tarjeta de crédito de papá y por teléfono. Ya estaba. Sólo quedaba llamar a Vicky para darle la maravillosa noticia. Recuerdo la voz espantada de mi papá: “¿Cuándo te dije que sí? Era una posibilidad pero, nunca fue una afirmación”. La niñita que en su tiempo fuera toda una seductora ahora se había convertido en una joven manipuladora, no había dudas.
    Recuerdo cómo mis papás sacudían las manos saludándonos mientras Santi y yo desaparecíamos por las escaleras mecánicas de Ezeiza, esas que te llevan a embarcar para los vuelos que van más bien lejos. Yo los veía hablar con los Coletes y, aunque no podía escuchar bien lo que decían, me lo imaginaba perfecto: nadie entendía cómo cuernos habíamos llegado a esta situación: una chica de quince años yéndose a Méjico por veintiún días, de la mano de un niño de diez con una especie de tarjeta de acreditación de prensa colgándole del cuello, que indicaba que era un súper menor de edad. Pero lo hicimos y dieciséis mil kilómetros después estábamos aterrizando en Méjico D.F. No sentí miedo en ningún momento, porque así es la adolescencia y sus prioridades. Solo imaginar el rencuentro con mi amiga hacía que todos los pasos previos hubieran resultado un sencillísimo trámite.