lunes, 31 de mayo de 2010

Lo último

A partir de hoy publicaré diariamente un folletín llamado "El diario de Irene". Estas publicaciones aparecerán como páginas independientes, acá, a la derecha del monitor, donde dice "Páginas".
Espero que disfruten tanto como yo de leerla, y que puedan perdonar sus exabruptos.
Es un gusto que pasen por casa.
PM

lunes, 24 de mayo de 2010

Soledad

Jamás en mi vida me había sentido más solo que en ese momento. Ni cuando a los cinco años me perdí en plena feria y me buscaron por más de media hora, y yo lloré por más de tres. Ahora no lloraba, de pura incredulidad, supongo. Había venido con ella y estaba volviendo solo. Sí. Incredulidad. Pura incredulidad.
El dolor es un sentimiento extraño. A veces, cuando uno piensa en él, no puede evitar sentirlo sólo de imaginar tal o cual situación. Y en esos momentos uno no tarda en afirmar cosas tales como "si me llegara a pasar esto o aquello me muero". Pero, un día esas cosas pasan y lo más terrible de todo es que no te morís un carajo. Uno se queda bien vivito y solo, respirando amargura en el mostrador de un aeropuerto, preguntando dónde tiene que pagar la tasa millonaria de embarque del féretro que lleva el cuerpo de su mujer y entregar los veinte mil certificados que volvieron interminables las últimas cuarenta y ocho horas. Sí, señor, hablo de esa misma mujer espléndida y estupenda que hace exactamente dos semanas pasó caminando conmigo por acá.

Estábamos de luna de miel. Aunque decir "luna de miel" puede despistar un poco a aquéllos que leen, porque alguien lee, ¿no? Digo que se trataba, en realidad, de la luna de miel número qué sé yo... Después de treinta y siete años de casados, y un trabajo que siempre nos dio la oportunidad de recorrer todo el mundo, ya no sé qué número de viaje sería éste pero, eso sí, cada uno que realizábamos lo llamábamos "luna de miel". Quizá para sentirnos jóvenes; quizá para sentirnos enamorados. Como fuera, esta vuelta nos tocó España. Yo tenía que asistir a un congreso y después podía tomarme un par de semanas para recorrer. Soledad amaba España y ni bien supo del compromiso, arregló su propia agenda en los colegios, avisó con antelación que faltaría las dos semanas posteriores a las vacaciones de invierno, armó las valijas lo más livianas que pudo (porque solían volver muy llenas de libros y de ropa) y se preparó para partir. ¿Qué problema le iban a hacer en las escuelas a la única docente que donaba a cada institución el cien por ciento de su sueldo todos los meses?
A mí no me gustaba tanto viajar como el hacerlo con ella. Tenía el talento y la sensibilidad de conmoverse con cada cosa. España le gustaba especialmente por dos cosas: primero, por su acervo histórico y cultural -al que, debo reconocer, yo soy casi indiferente- y segundo, por la Plaza de los Santos Mártires en la que se erige el "Monumento a los enamorados". Sí, Soledad, como la mayoría de las mujeres, era mucho más romántica de lo que estaba dispuesta a asumir.

Agarraba con más fuerza de la que pensaba su cartera. ¿Qué iba a hacer yo con su cartera? ¿Y con su ropa? De repente, esa fina cartera Jackie (como ella la llamaba) de cuero verde oscuro se me presentó más imperecedera que mi propia mujer y la odié por eso; pero, al mismo tiempo, era su cartera. Todo lo que le parecía importante cargar estaba allí: su billetera con mi foto, su agenda de papel que nunca quiso cambiar por una palm; su celular, su estuche con cremas y otras cuestiones para maquillarse; sus anteojos nuevos de sol que se comprara hace un rato nomás luego de olvidar los suyos en la mesa de un café en Madrid (siempre perdía los anteojos y siempre discutíamos por eso) y su perfume... No hizo falta destaparlo. La idea de ese olor bastó y sobró para que el llanto reprimido saliera de golpe y espástico.
Una azafata se me acercó y me preguntó -dando la apariencia de estar sufriendo más que yo- si podía ayudarme en algo. La miré mudo, adolorido y casi irónico mientras pensaba que quería responderle que sí, sí podía ayudarme en algo: podía llevarme adonde estaba mi mujer, porque yo había venido con ella y no era justo que yo estuviera sentado viajando en primera clase y, ella, una mujer tan elegante, tan buena, tan sofisticada, lo estuviera haciendo sola, sin más compañía que la de un montón de equipaje, metida en un cajón, pasando seguramente mucho frío; porque ya la muerte da la sensación de ser bastante fría como para además agregarle el frío de viajar en una bodega y eso era cruel. Le hubiera dicho, además, que por favor entendiera que eran muchas horas de viaje hasta Buenos Aires y que ningún muerto pasaba tan solo sus primeras horas. No le dije nada de esto, por supuesto pero, igualmente creo que lo leyó en mis ojos, porque enseguida me preguntó si quería que me trajera un whisky y yo le dije que sí, que un whisky estaría muy bien.

Hace tres días estábamos en Córdoba. Por suerte llegamos a ir a Córdoba. Entramos a la mezquita y Soledad me contó todo lo que sabía sobre la España medieval mozárabe -que no era poco- y yo la escuchaba de a ratos. Porque a mí, como dije, no era la cultura lo que me fascinaba sino simplemente pasar un rato con ella y sacándole fotos a todo lo que se me antojara. Soledad notaba y sufría este vago interés pero, lo hacía en silencio y con disimulo.
Salimos de allí con la clara intención de comprar los cafés que después habríamos de tomarnos en las Plaza de los Santos Mártires. En el camino de una solitaria calle de adoquines, bordeada toda de naranjos, Soledad me dijo como de la nada que en realidad no le molestaba que no hubiéramos podido tener hijos. Se detuvo un instante y, presintiendo vaya uno a saber qué cosa, me miró a los ojos sonriente y me dijo que ella tenía la vida que siempre había soñado; que no podía pedir más y que, aunque fuéramos sólo dos, nos hacíamos muy buena compañía, "¿no creés?", me preguntó al final. Claro que sí, le respondí pasando un brazo sobre sus hombros. Claro que éramos buenos compañeros. Sí que sabíamos reírnos.
La Plaza de los Santos Mártires me decepcionó. La plaza San Martín, por decir algo, es infinitamente superior. Soledad advirtió esta sensación y se apuró a decirme que esta plaza de aspecto insignificante tenía algo que no todas tienen: "tiene versos" sentenció intrigante. "Éstos son unos de los tantos versos que se escribieran el poeta Ibn Zaydun y la princesa Wallada, y que los vecinos del barrio de la Judería acabaron por grabar en este monumento, levantado en honor a los enamorados". Y ahí estábamos nosotros, jugando a los enamorados. "Mirá -me dijo señalando con el dedo-: en estos dos versos se resume, para mí, el sentimiento ese del amor del principio." Y leyó en voz alta: "Cuando tú te ausentas nadie puede consolarme / Y cuando llegas todo el mundo está presente..." Ella me conmovía. Todavía me conmovía. Y siguió con su reflexión: "El amor del principio, el de los comienzos tiene ese no sé qué especial que después no se repite. Esa sensación profunda y verdadera de que si la persona amada está presente no falta nadie, y si no está, aunque todo el mundo esté presente, faltan todos. Eso no se repite. Lo que viene después es otra cosa. Ni mejor, ni peor pero, otra cosa, hermosa, por cierto pero... otra cosa." Sí, miles de otras cosas, desamor incluido y vuelta a amar otra vez. No fue fácil, ni siquiera -o sobretodo- sin hijos.

Me estaba quedando dormido con la cabeza apoyada hacia el lado de la ventana donde todavía el paisaje era todo negrura. ¿Dónde estaba Sole? No podía creer que estuviera donde realmente estaba. Quizá como para autoconsolarme, cerré un poco más el saco de mi traje que llevaba puesto hacía más de setenta y dos horas. Me parecía increíble que antes de ayer a la mañana habíamos hecho al amor por última vez sin saber que sería la última vez. Lo habíamos hecho como lo veníamos haciendo hacía treinta y siete años. Seguro con menos destreza, por una cuestión de físico pero, siempre con mucha atracción. Nunca faltó la química y eso se lo debía a ella, estoy seguro. "Mi mujer sexy..." le gustaba a Sole que le dijera. Antes de ayer a la mañana abrazaba su cuerpo flaco y firme, aunque ya de piel floja. Es impresionante -pensaba en ese momento- cómo los que crecen juntos no reconocen en el otro el paso de los años. Todo parece que fue ayer. Y ese cuerpo todavía me excitaba. La sensualidad no envejece con los años, se agudiza. Y, por Dios que Soledad era sensual. Dicho en buen criollo, todos se la querían coger y, bueno, alguno lo habrá hecho. No la juzgo; al fin y al cabo, yo también hice lo mío. Lo bueno es que siempre volvimos a elegirnos, así, como éramos. De haber sabido que ésa sería la última vez, no habríamos postergado como casi siempre el abrazo que le sigue al sexo por no quedarnos sin desayunar. Nos habríamos quedado abrazados, seguro sin decir nada y quizá, unas horas más tarde habríamos ido directo a almorzar y después a morir.

Un fulminante rayo de sol matutino, que entraba por ese doble vidrio de ventana de avión, me despertó de golpe. Presentí lo que había pasado y lo confirmé cuando mi asiento de al lado estaba vacío y no porque Sole hubiera ido al baño. Qué sensación espantosa la de comprobar que la pesadilla, al final, no es la que se sueña, sino la que se vive. Y ese sol enorme y radiante suspendido entre las nubes me pareció insolente, descarado. ¿Cómo se atrevía a salir, a brillar así, así sin más? Realmente no entendía cómo podía haber salido.
Una azafata me trajo el desayuno y tuvo el coraje de preguntarme qué le había pasado a mi mujer. Quizá dudé por un instante si no mandarla al diablo pero, enseguida me di cuenta de que necesitaba hablar: "Un aneurisma. Estábamos volviendo de almorzar, caminando y de golpe me dijo que le dolía la cabeza y bueno, se desvaneció ahí. Era una mujer sana, alegre, vital. Trabajaba, hacía gimnasia. No fumaba ni tomaba. Sólo socialmente. Nunca tuvimos hijos, ¿sabe?" Habiendo dicho estas últimas palabras sentí por primera vez el peso de no tener hijos. Porque de haberlo hecho, al menos me quedaría el consuelo de encontrar en gestos, rasgos, modos y formas de cualquiera de ellos algo de ella. La señorita manifestó su sincero pésame y me dijo que en diez minutos íbamos a aterrizar, que me abrochara el cinturón.

Como era de esperarse todos mis seres queridos fueron a buscarme a Ezeiza. Y para colmo el aeropuerto estaba cargadísimo de gente porque todos volvían de las vacaciones de invierno. El bullicio era general y habían estallidos de jubilosos reencuentros por todos lados. Yo no quería estar ahí. Me quería ir rápido pero, me habían dicho que tenía que aguardar a que me llamaran para retirar el cajón donde estaba mi mujer y que tuviera listos todos los papeles. Así que esperé mientras unos me abrazaban y mi mamá me tomaba la mano. Y así, en mi propia abstracción, sin escuchar absolutamente nada, sin sentir nada de nada, sin conmoverme frente al llanto de nadie; de repente vinieron solos, y como de la nada, los versos de Zaydun:
Cuando tú te ausentas nadie puede consolarme
Y cuando llegas todo el mundo está presente.

Y con ellos un doloroso descubrimiento. Sole querida, no resumen tus versos solamente el amor del principio sino también, el amor del final.

jueves, 20 de mayo de 2010

El hallazgo: Soltar amarras, de Ariel Pavón


Del descubrimiento de una joya literaria que no se escribió para ser descubierta, para ser popular, ni tampoco un éxito de ventas. De un libro que se escribió en la respetuosa intimidad del talento y que, por accidente, fue hallado por mí.

Fue por casualidad. ¿De qué otra forma pudo haber sucedido? Ese libro pequeño, blanco, modesto estaba apoyado ahí sobre la barra al igual que yo, a la espera de un café. Y ese título, de fuerza verbal liberadora, con suave sopapo me obligó a reparar en él y a querer abrirlo. El dueño me dijo que era la primera novela publicada por un amigo. Que era una obra fabulosa a su entender pero que, bueno, él por ser amigo quizá no podía ser muy objetivo. Me recalcó que no era fácil de conseguir porque la tirada editorial había sido de pocos ejemplares, la publicidad casi nula, y además que se vendía sólo en dos librerías: Prometeo y Hernández, me aclaró. Le pedí permiso para hojearlo y, con sólo leer los cuatro primeros renglones cambié mis planes y, supe que, terminada mi lágrima, iría directo a la calle Corrientes para comprar mi propio ejemplar.

Podría desviarme aquí un poco y decir que pocas cosas son más subjetivas en la vida que la relación entre un lector y un libro. Un mismo libro tiene tantas lecturas posibles como ojos los inquieran. Pero, no, me iría totalmente de tema y lo que prometo es una reseña...

Soltar amarras, ópera prima del escritor Ariel Pavón, es una novela que en realidad no es novela, o sí. El autor juega con tres relatos que tienen tanta relación entre ellos como el lector pueda o quiera establecerla. Las tres narraciones que conforman esta obra son: “El nudo”, “Las manos” y “La soga” que, coronadas con el título de la obra, sugieren una posible relación entre ellas, sin jamás explicitarla.

“El nudo” cuenta una o más historias de la infancia, narradas en una entrañable primera persona que regresa al lugar que lo vio crecer. Una infancia que conmueve y que desilusiona por dejar de ser ese mundo gigante que se recordaba. Viejos olores y sabores; y también paisajes; y también personas. Una infancia que se quiere retener pero que, a la vez, es necesario revisar para poder empezar el proceso de largarla y soltar así las amarras tan fuertemente anudadas.

“Las manos” está relatado en tercera persona y desde un punto de vista absolutamente femenino, lo que representa un verdadero mérito por parte del autor. La visión mujeril está ahí, sensible, incomprensible, incoherente y contradictoria. Es la historia de Eva, una chica que huye en micro de una infancia turbia y un pasado negado que la oprimen y la paralizan. Y el sólo hecho de socializar con Dana -una perfecta desconocida a quien decide seguir impulsivamente donde fuera que ésta se bajara- va a ser, al fin y al cabo, lo que la ayude a salir de su encierro emocional, a encontrar el bálsamo afectivo que necesita para mirar esa foto que tanto le duele y que carga como único bártulo, pesado hasta el anclaje, en su mochila de tela.
“Las manos” es quizás, de los tres, el relato de mayor crisis. Donde esas amarras tanto tiempo apretadas, por empezarse a soltar ahora, comienzan a doler y a doler en serio. Y, probablemente, pase mucho tiempo hasta que éstas pierdan sus marcas para pasar a ser, de nuevo, simplemente “sogas.”

“La soga” es eso: la liberación, la ligereza y el movimiento; eso que fluye entre un montón de personajes reunidos en una bulliciosa estación de tren. La vida en su sentido más dinámico, más esperanzador. La vida del viajante incansable; de aquéllos que no dejan de andar. Narra la historia de dos jóvenes que caminan hacia un objetivo claro. El autor nunca nos dirá sus nombres, sino sus rasgos destacables para que nosotros vayamos dibujándolos: “el que hablaba más rápido” tal cosa, “el que cargaba ahora el bolso” tal otra. Y así va esbozando un paisaje sanador, esperanzador. Porque estos muchachos no se detienen. Si lo hacen es sólo para recargar energías y seguir andando. Ya no hacia el pasado, sino hacia delante. Y no es que estos personajes vayan camino hacia un final feliz –en absoluto- sino que descubrieron que lo que hace feliz es andar, y nunca detenerse, independientemente de lo que se pierda en el camino, lo que haya caído o lo que nunca se haya tenido. Andando. Eso que sólo puede hacerse si no se está amarrado.

Soltar amarras es un libro para disfrutar, para saborear. Su prosa es exquisitamente prolija y adecuada. Su ritmo y su cadencia van cambiando y ajustándose a lo que cuenta cada relato. Es un libro de mucha musicalidad fonética. Y cada ritmo, cada coma y cada pausa son fieles a lo que se narra. Rico en vocabulario, cada palabra parece haber sido sesudamente seleccionada, imitando el trabajo de un talentoso y aplicado artesano.

Este libro es un doble hallazgo: primero, porque somos pocos los que sabemos que existe; y segundo, porque últimamente no se ven en plaza trabajos tan bien elaborados como éste, que admiten más de una lectura e invitan a realizarla.

Book trailer de Soltar amarras

martes, 11 de mayo de 2010

La foto

Simplemente acepté que nunca –jamás- en mi vida, voy a lograr sacar esa foto que hace años se me presenta estoica, casi a diario, en el mismo lugar y con la misma carga emotiva. Acepté, finalmente, que no quiero sacar esa foto porque no sé sacar fotos. Quisiera saber hacerlo pero, no sé. Porque apretar un gatillo y captar una imagen no es saber sacar fotos.
Mis ojos son como dos enormes lentes inquisidoras que todo lo miran, lo captan, lo descubren. Soy observadora hasta el incordio. Y esta sensibilidad visual combinada con la falta de recursos y técnica suele frustrarme demasiado.
El temor o la certeza de saberme incapaz de transmitir ni siquiera un poco de todo aquello que veo en esa foto –ahora lo sé- me llevó a postergarla durante años. Pero hoy lo acepté. Acepté que nunca voy a sacarla porque la arruinaría. Y como no lo voy a hacer, entonces, la voy a escribir.

La entrada principal a mi ciudad-pueblo es bastante pobre. Tanto que escuché por ahí que el intendente tiene en mente mandar plantar una hilera de frondosos árboles que con los años acaben por tapar un poco tan desagradable vista, que no le hace justicia a las preciosas casas quintas que se ubican más adentro, y que, al fin y al cabo, marcan el pulso y ritmo de la ciudad.
En fin, la entrada es humilde, llena de casas que unas, más que casas son taperas, y otras están hechas de material apenas revocadas. Allí, dentro de este último grupo, hay una casita que da la apariencia de un local: pocos metros de frente y doble altura con techo plano. Claro que no fue esto lo que llamó mi atención, sino el hecho de que en la segunda planta, donde lógicamente tendría que ir una ventana, sobre el lado izquierdo se dibuja una puerta de madera, como si fuera una puerta de entrada. Y lo más curioso es que esta segunda planta no tiene balcón alguno, apenas una especie pasillito de no más de tres pies de profundidad, sin reja ni baranda ni nada. Supongo que esta sensación de terrible vértigo hizo que me detuviera en esa construcción. Pero, entrada una ya lejana primavera apareció ante mis ojos la foto se me convirtió en impulso, en deseo: en el objeto de mi afecto. Y esto fue cuando vi al viejo por primera vez. Y, a partir de ese momento, descubrí que se sentaba allí todos los días estivales del año, de mañana y de tarde.

Abre la puerta de ese balcón que no es balcón y acomoda justo debajo del marco su añeja silla playera, ésa que alguna vez compraran con Normi en Mar del Plata. Le coloca un almohadón encima y se sienta con su pava y su mate a tomar un poco de aire cálido y a mirar el paisaje.
Imagino que se llama Rubén y que el mate lo toma dulce. Que lo que más le gusta es ver el precioso lienzo de campo, tan cerca de la autopista, que se despliega abierto y prolijo frente a sus ojos, y que el ruido de las hojas de los árboles, mezclado con el de los muchos autos y colectivos que por debajo suyo pasan, lo hacen quizá sentirse menos solo. Que de fondo en su casa suena la radio Tango 2 x 4 y que allá, en un punto del horizonte, como si estuviera en un autocine, se proyecta diáfano el recuerdo de sus años de juventud, de las fiestas organizadas por el Negro Chávez en el Club Municipal, donde sonaban las canciones de moda y donde conoció y se enamoró de Normi. Porque bastaba verla para enamorarse, ¿saben? Sí, donde la amó y la conquistó. Porque él era un gran bailarín. Y ella había resultado ser tan buena esposa… Y, como también pasa en el cine, los ojos se le empañan y la sonrisa se le dibuja en la cara sin que ni siquiera pueda darse cuenta de que tal cosa le sucede.

Los años pasan, yo dejo de ser adolescente, me caso y hasta tengo una hija, y mi foto sigue ahí, imperturbable, esperando que la tome. La veo cuando voy y cuando vuelvo de trabajar, me incorporo en el asiento para verla bien, como si apoyando la mano en el vidrio de la ventana pudiera retenerla. Me incorporo con temor –a veces- de no volverlo a ver a él; de ver esa puerta cerrada indefinidamente. Pero, Rubén no tiene este miedo, porque todos los días, cuando cae la noche, él levanta sus enseres y cierra la puerta con la certeza de que, a la mañana siguiente él, su silla, su pava y su mate, amanecerán, al igual que el sol que sale vigoroso y de frente, misteriosamente rejuvenecidos.

miércoles, 5 de mayo de 2010

Mi auto argentino

Olía todo a nafta bien fuerte. Hay gente a la que le gusta… Digo, el olor a nafta, ¿vieron? A mí no. Bueno, quizás un poco. A veces.
Olía todo a nafta y también a polvo de calles de tierra bellavistenses, de ése que entra por las ventanitas de la ventilación y también por los agujeros de la chapa pacientemente erosionada por los años, el barro, la precariedad del auto y la falta de mantenimiento. Sin embargo, las butacas las habíamos retapizado un par de veces ya pero, se volvían a descoser ahí donde los más pesados se sentaban. Para cerrar la puerta del acompañante, había que hacer un curso: bajar el vidrio de la ventana para agarrar la puerta, sostener el panel interno contra el riel de arriba, y con un golpe, no fuerte sino firme y certero, cerrar. Todo eso había que enseñarle al que se subía por primera vez. Y para prenderlo, otro tanto: con el auto apagado bombear un poco el acelerador para que pase nafta al motor, llave, contacto y, casi en simultáneo, cebador a fondo. Nada de acelerar. No había otra forma de prenderlo, ni dejaba prenderse de otra forma. Sobretodo los días de invierno. Ahí generalmente al último paso hay que agregarle una arenga de “¡Vamos, Hervy, vamos!”.
Sí, porque así se llamaba, Hervy. Ningún otro nombre le iba mejor. Se lo pusimos con las chicas, allá por el ’97, cuando ese Fiat Vivace 147 blanco nos llevaba como un karting de acá para allá. Recuerdo una sola vez que –en un acto de clara temeridad adolescente- llegué a ponerlo a ciento cuarenta. ¿Saben la velocidad que es ésa adentro de una cajita de fósforos? Parecía que el auto iba a levantar vuelo en pleno Acceso Oeste y nos iba a llevar directo a no sé dónde. En diez años que lo tuve, mi mecánico no se cansó nunca de decirme “ese auto está tocado”. Para mí era una máquina, un compañero de emociones pero, créanme que era caprichoso como él solo; “o como la dueña” agregaría mi marido haciéndose el gracioso. Sí, el señorito Hervy era mañero… y según pasaban los años, los achaques lo ponían cada vez peor.
Era tal cual un auto de juguete: todo de plástico; y ponerle radio era, literalmente, al pedo. Primero, porque en autopista o ruta no escuchabas nada por el ruido del motor y del viento de las ventanas obligatoriamente abiertas; y segundo, porque te duraba menos de una semana, ya que si un amigo de lo ajeno lo miraba un poco fuerte, el Hervy maricón levantaba los seguros y se dejaba robar sin oponer resistencia alguna.
Porque era caprichoso le pusimos “Hervy”, por el famoso 53, aunque se escriba distinto: era un auto sensible que hacía lo que se le rajaba la gana. Había que saber tratarlo pero, a veces era intratable. Como cuando le saltaba la quinta. Escuchen esto: iba por la ruta, metía la quinta y al rato la palanca saltaba y volvía sola a punto muerto. Vovía a meter quinta y pum, de nuevo. Esto podía pasar o no, dependiendo del ánimo y antojo con el que había amanecido. Pero, cuando pasaba, ah no... Programón el de ir a setenta, en cuarta y por la banquina porque al autito le pintó el capricho. Infinitas fueron las veces que lo llevamos al mecánico por este asunto pero, claro, cada vez que el mecánico lo probaba el auto andaba “perfecto”. Obvio, pensaba yo, si más que un mecánico lo que el este auto necesita es terapia. Así vivíamos: no terminábamos de arreglarle una cosa que a los pocos días se rompía otra.
Ahora, la realidad es que nos acostumbramos al Hervy. Al fin y al cabo era un auto muy argentino, ¿cómo no nos íbamos a acostumbrar? “Una aventura constante” como dice mi tía jocosamente que es este país. Así que, cuando salíamos al centro lo hacíamos contando con que quizá nos dejara de garpe en la mitad de la Panamericana, ora porque se le caía el caño de escape, ora porque se tapaban las bujías, ora porque de golpe y sin aviso se quedaba sin agua, ora porque se cortaba la correa de distribución. Yo no sé –en serio- cuántas veces me vi a mí misma saludando conocidos desde arriba de la grúa con el Hervy a mis espaldas erguido y orgulloso cual monumento nacional. Hasta llegué a estar dos horas, embarazada de siete meses y medio, acostadita debajo de un árbol, esperando el arribo de la grúa que te amenaza con irse inmediatamente si encuentra al auto solo y sin dueño a la vista.

Pero hubo un día. Uno de ésos de verano de los que hay pocos en Buenos Aires pero que, por razones de destino murphiano, llegan con rigurosa puntualidad en la peor de las fechas. Uno de esos días en los que no se puede respirar por lo caliente y pringoso del aire; de ésos en los que con mis amigas nos miramos y decimos “¿Ves la humedad? Se mira y se agarra”. En fin, uno de esos días en los que el cielo se cae o se cae.
Ese día de clima infernal se casaba un primo mío. Y como si salir todos empaquetados en elegancia no fuera suficiente tortura, teníamos que hacerlo en nuestro querido Hervy por autopista, hasta San Isidro. Y éste no es un detalle menor porque una de las cualidades máximas de ese auto residía, precisamente, en su eficiente sistema de calefacción: de abajo del tablero salía un fuertísimo aire caliente, semejante al que largan esas máquinas tipo lanzallamas que se usan para calefaccionar carpas o tinglados gigantes. Pero, el levísimo detalle estaba en que la misma funcionaba sin orden ni concierto los trescientos sesenta y cinco días del año. Claro, ¿cómo un auto va a discernir cambios de estación? ¿Qué le podía importar a él que fuera 16 de diciembre o 16 de julio? Y de más está decir que cuanto más calor hacía y más acelerabas más calefacción generosamente brindaba. Ay, Jesús. No hay descripción posible para el panorama: Sebastián, plegado en tantas partes como para un humano de un metro ochenta y tanto puede ser posible en el mini Hervy, con el pantalón del traje arremangado hasta las rodillas y resoplando en todos los idiomas posibles contra mi persona, por supuesto, porque yo tengo la culpa del clima, de la calefacción del Hervy, de la quinta que salta y de la ventana que no me decido a terminar de abrir o cerrar pensando en la entereza de mi peinado. Y todavía yo, sólo para joder un poco más, voy diciendo como para mí en voz alta: “siempre tarde, siempre tarde...” Así estábamos, como adentro de un secarropas, acelerando y desacelerando. Yo ya sé cómo se siente la ropa adentro de esa máquina. Yo lo sé.
Por supuesto que llegamos tarde y hechos sopa. No había otra forma de llegar. Igual, ver sudar al novio gotas de agua por la punta de la nariz nos dio la pauta de que, definitivamente, todos estábamos más o menos en la misma situación, salvo por el detalle ese de trasladarse de un lado a otro con la calefacción al mango un día de cuarenta grados de sensación térmica.

Fue la tormenta del año, sin dudas. Y no estoy exagerando aunque esté en mi naturaleza eso de ser exagerada. Se llovió todo. Se cayeron el cielo, la luna, las estrellas y los ocho planetas restantes conocidos. Se inundó el salón y el agua empezó a caer por las paredes. Se cortó la luz y tuvieron que entrar unos mozos con unos escurridores gigantes a tratar de sacar el agua. Nos sacamos los zapatos porque si no quedaban bajo el agua y nos empezó a asustar un poco la idea de, quizás, electrocutarnos pero, bueh. Esa tormenta fue noticia popular y de noticiero. Fue justo un 16 de diciembre a la noche: mucha gente se casó ese día y todos los cuentos decían lo mismo: toldos que se volaban, carpas que se desarmaban, música que se cortaba y demás.
Con mi marido nos miramos entre tentados y aterrados. Twister estaba ahí afuera y nuestro medio de transporte para esa tempestad era nuestro mini Hervy al que si se le mojaba el distribuidor se paraba y, de yapa, traía roto el flotante del limpiaparabrisas. Les juro que la imagen de nuestro auto en este contexto era como tener atado a un muelle un corchito para salir a alta mar. “Esperemos a que deje de llover” me dijo mi marido en su típico comentario sen. “Gordo, puede dejar de llover pasado mañana”, le respondo yo irónica. “Entonces nos vamos pasado mañana. Yo no voy a manejar con este clima y sin limpiaparabrisas”. “Bueno -le digo-, manejo yo. Si a las seis no paró, nos volvemos como sea.” Me dejó, convencido de que era una locura pero, me dejó porque sabe que cuando me empaco, simplemente, me empaco.

¿Alguien manejó alguna vez un auto sin limpiaparabrisas en plena tormenta? Es una sensación rarísima, además de aterradora. El agua cae como cortina sobre el vidrio y no se ve absolutamente nada. Apenas vislumbraba unas luces rojas que me decían que adelante tenía algún auto pero, no más que eso. Así que a los pocos metros nos dimos cuenta de que no había más opción que abrir las ventanas y sacar cada uno la cabeza para verificar, por lo menos, que no nos salíamos de pista. “Esto es cualquier cosa”, decía Sebas cada dos minutos, y yo no podía parar de reírme, porque además, con tanta agua, era imposible dejar la cabeza afuera mucho tiempo. Entonces nos turnábamos para asomarnos y escurrirnos los ojos. No se podía creer la situación. Por lo menos logré que el auto guacho no se parara cuando teníamos que cruzar las calles inundadas, que no son pocas en nuestra ciudad. Era lo que le faltaba a esa noche. Pero, no. Llegamos sanos y salvos; quizá tardamos unos cuarenta minutos yendo a menos de veinte pero, llegamos.

Y así fue la historia del Hervy, que rompió las pelotas hasta el día que lo vendimos. Porque, cuando estaba a la venta, más lo arreglábamos más se rompía. Al punto que me lo llegaron a chocar en lo del electricista cuando recién salía de lo de Rudy, el chapista.
Sin embargo el día que lo entregamos me emocioné. Habían sido diez largos años, los más importantes de mi vida tal vez. Había sido un buen compañero, dentro de sus limitaciones, claro.
“¿Y si vienen, Sebas?”, le preguntaba preocupadísima a mi marido. Los primeros meses después de venderlo tenía terror verdadero de que el nuevo dueño me viniera a reclamar su plata. Me lo imaginaba diciéndome en la puerta: “Pero, señora, ¡este auto tiene vida propia! ¿Qué me vendió?” En serio que pensé que iba a venir pero, no vino. Quizás él también se acostumbró al Hervy. Después de todo, como dije antes, es un auto muy argentino; y con lo argentino, aunque rompa soberanamente las pelotas, uno acaba por encariñarse. No sé por qué.