martes, 28 de febrero de 2012

Lluvia

Se largó a llorar con todo en Buenos Aires y la casa se empezó a inundar. El agua que entró primero lo hizo por la vieja filtración del techo de la cocina cuyo arreglo siempre postergamos; luego, empezó a entrar, suave pero constante, por debajo de la puerta ventana del living. Yo corrí con un trapo seco y unos baldes para evitar el desastre pero, no hubo caso. Lloraba demasiado en Buenos Aires. Mucho y salado lloraba aquella noche. Y cuando me quise dar cuenta, ahí estaba yo, entre las cajas, que al principio se resistían a flotar, mojándome los pies descalzos y las botamangas arremangadas de un viejo jean. Los ojos, mis ojos, ya no eran los mismos porque por ahí también había una gran pérdida. ¿Cómo puede llorar tanto en febrero? Todo lo que alguna vez estuvo en su lugar ahora navegaba de un ambiente a otro, incluso los baldes y los trapos; los dibujos llenos de témperas de colores se empezaban ahora a desteñir y a teñir todo. Y, para colmo, pensaba, sin los cuadros, las cortinas y los estantes... sin un solo alimento ni elemento para cocinar, la casa se veía enorme y yo, todavía, mucho más chica. Casi tan chica como mi propia hija, a la que no le gusta que llore tanto, porque los truenos le dan miedo (¿a quién no?). Era una especie de naufragio -de eso estoy segura-, así que decidí que lo mejor era meterme en la cama, pequeña gran balsa contenedora. Pero, el golpe fue fatal: descubrí, midiendo con los brazos el colchón que vos no estabas ahí y que yo estaba sola, como siempre o más que nunca. ¿Por qué nunca estás cuando llora en Buenos Aires?, me pregunto furiosa. Y la cama así se volvió más grande y yo, así también, me volví todavía más chiquita. Y entonces otra vez, una vez más, se largó a llorar con todo, pero esta vez, arriba de la cama, y desde allí hacia el suelo y del suelo hacia todo alrededor. Otro día, algún otro día, volvería a construir todo de nuevo pero, primero tenía que parar de llorar y salir el sol, ese que secaría todo, incluso las lágrimas.

lunes, 20 de febrero de 2012

Alas

Ella no corría. Volaba. Y entre la multitud de corredores se destacaba precisamente por eso. Iba más rápido que todos y la humedad aplastante del día más caluroso de todo febrero no parecía afectarle. Era de noche y solo volaba. Apenas, si uno miraba con atención, apenas podía notar que las puntas de esas viejas zapatillas tocaban el asfalto del corredor. Lo demás era todo alas, unas alas enormes, blanquísimas que no hacían más que destilar un aroma irresistible, endorfinas, probablemente, y destacar su pelo rubio e inconstante. Sí. Alas y transpiración, mucha transpiración. Se le empapaban la cara, el pelo, los hombros, las piernas, la ropa pero, ella parecía no sentirlo o no importarle porque algo la hacía volar hacia un lugar determinado con un objetivo preciso.
    Sin embargo, por momentos bajaba la marcha. Y las alas como dos gigantes heridos, jadeaban al compás de su paso, frenando su aleteo pero no tanto. Y no era agotamiento, juro que no era agotamiento porque se notaba en su mirada luminosa y su sonrisa desafiante, que esto era solo el comienzo. En esa marcha pausada, sonoramente respirada ella, que ahora no volaba, seguía atrayendo todas las miradas, devorándolas a cada paso. Porque no estaba descansando, estaba juntando más de eso que necesitaba para en tres, dos, uno despegar, todavía más rápido, más segura para esta vez elevarse mucho, muchísimo más alto. Y así lo hizo y cómo lo hizo.  
   No hay palabras para describir ese instante. Simplemente, después de correr algunos metros, sus alas comenzaron a crecer, a agitarse y se elevó y voló. Voló tan alto, tan alto que ella no podía más que disfrutar. Así que, dejándose acariciar por la brisa espesa de esa noche de febrero, no pudo más que mirar bien alto para gozar de cómo pasaban, también volando, las copas de los árboles sobre su cabeza, a la manera de la luz parpadeante de los viejos proyectores de cine. Tan agradable era esa sensación que ella se dejó suspendida en el aire, divertida, planeando y girando como los pájaros, hacia un lado y hacia el otro. 
    Ella sabía bien lo que la esperaba y no daba la impresión de sentir miedo; todo lo contrario. Esa imagen de tierna ave voladora se confundía con la de una suerte de guerrera espartana. Porque abajo, unos metros más adelante la estaba esperando el fin mismo. Apuntándole. Y ella lo sabía y, luego de sus pausas y sus juegos, cuando vio que se acercaba, voló encantada directamente hacia ese destino. A propósito, a conciencia. 
    La adrenalina y el sudor se multiplican tanto que ya no queda espacio para el miedo. Es de noche y no siente miedo. Ve la luz colorada que le apunta directamente al pecho, que la va a matar y no siente miedo. Al contrario: ahora la mira desafiante y va hacia ella cortando el aire mismo a su paso. Sabe que está batiendo todos sus records y se siente feliz. 
    Y la luz se va agrandando en el pecho, o al menos ella así lo siente, y al otro lo ve cada vez mejor, cada vez más cerca. Solo él sabe cuándo va  a disparar. Ella, en cambio, solo sabe que eso va a suceder pero no puede precisar cuándo; sabe que a partir de determinada distancia es cuestión de segundos. Así que para no demorar lo inevitable corre todavía más fuerte, más fuerte, más fuerte y muere... como en una pausa eterna. Las alas se expanden y ella toda, como un pañuelo blanco que flamea, cae desde lo alto, desde lo más alto cae, liviana y constante, hasta desplomarse en el suelo. Y así se queda: despeinada, salada de transpiración y con las mejillas totalmente rosas. 
    Las alas, inertes, cual lecho de muerte la hacían todavía más hermosa. Todos se acercaban a verla porque era imposible no hacerlo, no sentirse atraído. Pero, no eran las alas níveas, ni el sudor, ni la muerte misma lo que los atraía. Era la sonrisa que le había quedado dibujada en el rostro. Era la sonrisa de felicidad más genuina que se pudiera haber visto; era una sonrisa de puro triunfo que atravesaba la sensibilidad de todo aquel que la mirara o simplemente pasara cerca. Ella, por fin, había logrado en vida el que siempre había sido su único objetivo: perderle el miedo a la muerte.