lunes, 9 de agosto de 2010

Ida y vuelta Monserrat

Hacía más de diez horas que había salido de casa y lo único que quería era llegar, por Dios, llegar. Como de costumbre, Clari y Abelito, los dos más chicos de una prole de seite, junto con Bomer, el perro que su suegra le regaló a los chicos y que ella nunca quiso tener, apoyaron sus narices en el ventanal del living para recibirla. Sin embargo, un magnífico diluvio, que supo contenerse a lo largo del viaje de regreso, hizo toda su descarga a una cuadra de su hogar dulce hogar. Y cuando digo magnífico digo guarango, gigante, obsceno; capaz de inundarlo todo, de rebalsar todo. Capaz, por lo tanto, de dejarla encerrada en el auto, a pocos metros de su casa.

La lluvia golpeaba recia contra los cristales y, sin embargo, las escobillas iban y venían en un infatigable y estoico volver a empezar. El encierro dentro del auto, con el peor calor de febrero que había explotado en un montón de agua, comenzaba ahora a sofocarla. Como en un ascensor parado entre dos pisos, Monserrat sintió que el silencio, cual plaga, copaba el espacio y que el tiempo aminoraba su marcha.

Quería bajar pero, no podía, no con ese clima. Quería ver ya a sus bebés. Cada segundo que pasaba le dolía el corazón pero, no podía bajar como una loca, empaparse ella y empapar toda la casa por no postergar unos abrazos. Héctor la iba a tildar de loca, de boluda, bah, de pendeja.

La humedad (sí, la humedad), el olor, el no poder abrir la ventana... Se le estaba yendo el aire, ¿y si se le acababa? Se iba a morir ahí mismo. Sí, le estaba faltando el aire. Pero, no, no era el aire. Eran las escobillas. Esas escobillas descaradas, insolentes y perseverantes que limpiaban el vidrio siempre con la misma velocidad, con la misma alegría y burlándose de ella, la angustiaron. Cómo se burlaban... Ellas, presas de la peor rutina, volvían a empezar cada movimiento con la misma energía renovada. Esas escobillas se parecían en mucho a las mujeres perfectas de las portadas de los manuales de Joe Bonomo o a su propia madre: Nunca un rulo fuera de lugar, las perlas sobrias pero siempre distinguidas, el carmesí fresco en los labios y las uñas recién hechas, ¿Cuándo fue la última vez que me hice las uñas? “Así se hacen las cosas, Monse, ¿no ves lo fácil que es?” Parecían decirles sobradoras. Y de pronto la lista de cuarenta y cuatro años de cosas pendientes para hacer le cayó encima como una biblioteca de roble bien alta, imposible de aguantar. Ya estaba. La tarea era inabarcable, siempre inabarcable. No había forma de abordarla. A esas mujeres no se les acumulaba nada porque eran prácticas, expeditivas, entregadas a su vocación de esposa y madre. No eran vagas... Qué feliz hubiera sido Héctor con una Bonomo de verdad, ¿no? Porque a ella, en cambio, cada vez que llegaba la hora de parir a un integrante más de la hermosa foto familiar, tenían que llevarla al arrastra a la clínica, aterrada. Héctor no podía entenderla porque para él, los asuntos relacionados con la voluntad de Dios no eran negociables. Y ahora la sangre le bombeaba más fuerte en las sienes. “Lo único que tenés que hacer es ocuparte de tus hijos, Monse querida. No podés quejarte. Ojalá a mí me hubiera tocado esa función.” Monserrat sentía que la cabeza le iba a explotar por no entender… Si Dios me creó para tener tantos hijos, ¿por qué yo siento cada mañana y cada noche que me quiero morir?

Moon river empezó a sonar en la radio y algo había cambiado en ella: ya no quería bajar del auto. Así que se apoyó pesada en el respaldo del asiento, entrelazó suavemente sus manos sobre su panza, abrió un poco sus piernas relajadas y se entregó a esa decisión que de pronto la había tomado toda, como nunca antes.

La lluvia de afuera ya había cesado un poco -sólo un poco- y pudo ver, a lo lejos, las figuras de Clari, Abelito y Bomer pegadas al paño de vidrio: medían lo mismo en altura y, ahora también, en afecto. Fue un segundo el que le llevó abrir la cartera y sacar aquello que la liberaría de la biblioteca aplastante. Abelito parecía llamarla pero, ella no lo podía escuchar. Fue otro segundo el que le llevó meter en su boca lo intragable, seguido de un bonobón. Ahí los volvió a mirar y una sola lágrima salió pero, no queda claro en honor a quién, si a los chicos, al perro, a la canción o a ella misma.

Y comenzó.

Primero fueron las ruedas que de un solo golpe se plegaron sobre sí mismas y como para adentro. La sacudida fue grande. Monserrat no se esperaba eso. La caída abrupta de la altura a la que estaba la asustó y le dio miedo, como una contracción. Se quedó en suspenso, esperando a ver qué pasaba. Cuando pensó que tal vez hasta ahí había llegado el asunto, que quizá algo había fallado; que esto no era un cuento de Stephen King y que por eso tal vez hasta podía bajarse del auto, un chillido metálico espantoso la devolvió a lo inevitable de su acción. La cosa seguía su curso o, peor aún, recién empezaba. Probó de abrir la puerta para bajar pero, ya presentía ella que eso no iba a ser posible: el auto estaba herméticamente cerrado, como de una sola pieza. El chillido ese era espantoso y sostenido, de ésos que hielan la sangre y tensan todos los pelos del cuerpo. Y el auto chillaba y chillaba y chillaba provocándole un erizo insoportable. No quiso mirar que la cola y la trompa se estaban plegando como acordeones. No podía mirar porque sólo podía detestar ese ruido que le perforaba los tímpanos y el esternón.

Pero cómo se desesperó cuando notó que el espacio comenzaba a reducirse adentro. Siempre fue miedosa y ahora estaba ahí, ¡ella! Dios mío, sería conveniente que los chicos no miraran esto pero, siguen ahí. ¿Por qué me quieren tanto? Tendría que tocar bocina o algo así para que Héctor se los lleve y no presencien tremendo espectáculo.

El volante se acercaba de a poco y, como temió quedar allí atrapada, con un movimiento torpe y tembloroso se acomodó en ese espacio libre que dejan entre sí las dos butacas delanteras. Pero, ahora, ahora era el asiento de atrás el que se le acercaba también, y los cristales... Los cristales sobre los que hasta hace pocos minutos bailaran las escobillas burlonas de Joe Bonomo, ahora estallaban en mil pedazos que le saltaban a la cara y a la ropa. Cuántos vidrios tenía metidos entre los pliegues de la ropa. El susto a estas alturas era enorme, inmenso. Y las ganas de salir de allí eran enormes e inmensas también.

Intentó gritar, pedir ayuda pero, nadie podría escucharla por el bendito chillido metálico. De pronto sintió que algo rozaba lenta y suavemente su cabeza. No podía ser, ¿el techo también estaba bajando? Se corrió un poco hacia adelante, ya ovillada en posición fetal y sintió cómo, con un ruido semejante al de las ramas secas, una a una, se le fracturaban las costillas. El dolor era agudo y el grito también. No faltó mucho para que los pulmones se perforaran quitándole el poco aire que le quedaba. Si las costillas duelen así, pensaba, cómo me dolerá el cráneo cuando se me parta. No. Primero se me van a romper las piernas y los brazos. Lamentablemente.

Así, aplastada y sin aire, como en el útero de un embarazo reprimido y de placenta desprendida, pudo ver por una suerte de rendija a Héctor y a los chicos, unas luces y a algo más. Abelito lloraba como un loco. Y en ese instante algo brotó de su boca, ¿sangre?, ¿espuma?, ¿veneno? Seguramente todo eso y también una necesidad urgente de ir a consolar el llanto de su bebé, de ir a prepararles a todos la comida y leerles esos cuentos españoles para dormir. ¿Quién iba a hacer eso si ella se rompía en mil pedazos? Ahora mismo tenía que salir de ahí, ¿cómo se había metido ahí? ¿Cómo? ¿Quién le iba a cambiar el pañal a su bebé? Tenía que salir de ahí, tenía que salir de ahí urgente pero, cada intento de movimiento era un hueso más que se rompía. ¿Qué había hecho? ¿Por qué no salió antes, cuando pudo, aunque se empapara? ¿No había tirado esa mierda de su cartera? ¿No se lo había prometido a Héctor? Dios mío, las viandas para mañana… Tenía que salir, merecía salir, ¿no? Al fin y al cabo Monserrat vivía por ellos, por el momento de encontrarse con sus bebés, de jugar juntos y de hacer montonera de abrazos y tortas de chocolate.

Y en esta imagen, en el recuerdo de esos abrazos y besos, todos hechos de algodón, con la radio sobreviviéndola, se quedó tranquila, sin sentir más nada, sólo algodón, con una amplia y agradecida sonrisa dibujada en su rostro, y un enorme pedido de perdón.