jueves, 13 de octubre de 2011

En el tren


Las dos mujeres habían coincidido en el mismo vagón de tren, probablemente, de regreso a sus casas. A las dos las separaba, además de varios años de edad, un abismo social. En realidad el abismo era especialmente intelectual, aunque a la mujer mayor este abismo la separaba de casi todo el resto del mundo, porque pocas personas “normales” dedican su vida al estudio como ella lo hiciera. Para ser justos, las dos eran hermosas mujeres bien distintas. Estaban una sentada casi enfrente de la otra, excepto por una fila de asientos intermedia, la más joven del lado de la ventana y la mayor del lado del pasillo. Se miraban de vez en cuando solo para matar el aburrimiento y no rendirse al acompasado arrullo mecánico de las dos de la tarde.
La mujer mayor venía enojada consigo por no haberse acordado de meter en su bolso a Dona Flor, capaz de evadirla de cualquier realidad por más desagradable que esta fuera y para colmo ni siquiera había conseguido ese libro que el terapeuta de pareja les había digamos “recetado”. Su matrimonio era un desastre fosilizado y con los años y la parálisis ella se había fosilizado también. Pero, poco importaba eso ahora. La cuestión era que en ese instante no tenía nada para leer y no le quedaba otra que escuchar a los vendedores ambulantes, a los chantas, los chiquitos esos sucios. En verdad los detestaba a todos en general y ninguno lo conmovía. En realidad ya casi nada la conmovía.
Tejiendo y destejiendo pensamientos, de pronto reparó en la conversación telefónica de esa mujer, la otra mujer, la más joven.  Qué sorpresa se llevó cuando descubrió que esa chica, a quien hubiera tildado de peruana, hablaba un portugués fluido o, mejor dicho, un fluminense fluido. Eso ella podía saberlo no solo porque había vivido en Brasil muchos años sino especialmente porque era una reconocida antropóloga lingüística. Bueno, reconocida por los otros dos o tres que hacen lo mismo en el país, porque lo que es su familia jamás ninguno supo apreciar sus logros intelectuales, ni siquiera su marido. Ahora, si lo de ella hubiera sido inventar y patentar el destapador sería una verdadera iluminada, especialmente porque toda la familia viviría de eso. Pero, ¿qué hace acá esta brasilera? Claramente no venía de paseo; y a trabajar acá… eso sí que como único fin era imposible por ser un pésimo negocio.  Dedujo entonces que un argentino degenerado seguramente la enamoró y la hizo dejar allá a toda su familia. O no, seguro que trajo consigo a la hermana porque esta gente nunca viaja sola. Eso es muy común en esos grupos sociales.
La observó con detenimiento, como observaba siempre sus objetos de estudio. La pobre iba cargada con todo el invierno encima y llevaba en brazos uma criança que suponía de dos años y siete meses, que se durmió en menos de cinco segundos. Ahora que la miraba bien se recriminaba a sí misma el haber pensado en algún momento que pudiera ser peruana. Una peruana jamás se haría dos finas trenzas cosidas paralelas a la altura de la coronilla dejando el resto del pelo totalmente suelto; ni tampoco podría tener en sus ojos ese brillo de zamba que siempre le gana a cualquier contratiempo.
                Los vendedores en verdad la irritaban. Algunas veces la divertían pero, las más de las veces le quemaban la cabeza. Y una fracción de segundo bastó para saber que lo que venía en camino era lo que ella llamaba “un buen vendedor”. Y vendía libros. La mueca le salió directo de la soberbia cuando lo vio entrar: “…un libro revelador, un libro único que habla del amor y de las relaciones de pareja, un libro tan necesario en nuestros días… Es cierto que de los errores se aprende pero, más aún se aprende siendo precavido, y este libro le dice cómo...”. Sencillamente no lo podía creer, ¡un libro para la pareja! Y ella que venía necesitando uno. Casi se rió pero, no le salió, quedó adentro, como todo lo demás. “Hay que ser abiertos, señoras y señores. Hay que tener una actitú abierta al cambio si no, si uno está muy seguro en sus ideas, el libro no le va a servir de nada, señora/señor”. En esto último ella sí que estaba de acuerdo. Y el hombre pasó a esa parte en la que a todo el mundo se le pone en la mano o en la falda o donde sea el producto a vender. Parte que ella detestaba porque siempre decía “No, gracias” y siempre le dejaban igual lo que fuera apoyado en las piernas: “… puedan leer el índice en la página 206 y mirar su contenido sin compromiso de compra”. Igualmente esta vez no hubo rechazo de su parte ya que ella añoraba más que nunca cualquier cosa que se pudiera leer. El amor de la nueva era. Novísimas precisiones astrológicas. La puta… pensó y hubiera revoleado el libro por el mismísimo aire si no fuera que no le pertenecía. Odiaba la astrología en todas sus formas. Ella era una mujer empirista, qué me van a venir con estas pavadas, pensaba con frecuencia.
Sin embargo se quedó con el libro en las manos pero, no leyéndolo sino mirando con súbita fascinación y por encima de este cómo la brasilera lo miraba e indagaba con concentración y hambre. Lo miraba con deseo como si allí se le fuera a revelar algo que viene buscando hace tiempo. Lo miraba como se supone que debe mirarse un libro, con amor, con pasión, con deseo. De entre todo el bulto que era ella, su invierno y su hijo, sus dos manos se asomaban sosteniendo el ejemplar mientras sus ojos leían lento y concentradamente el contenido del índice. Y pasaba de una página del principio, a una del final buscando algo, una respuesta, una solución, una verdad aunque más no sea una. Y la mujer mayor no podía soltarle la vista a ella como ella no se la podía soltar al libro. La mujer mayor, que amaba leer más que nada en todo el universo, estaba recibiendo una lección primordial y no podía evitar sentir que algo se movía adentro. El libro supera al contenido.
El vendedor enseguida notó el interés que la señorita sentía por su material así que con paciencia la dejó mirar, remirar y vuelta a mirar. Realmente quería ese libro y así fue como le dijo al vendedor, apenas con un gesto, que lo llevaría. Y en ese momento se iniciaron los segundos más largos del mundo; esos segundos en los que la brasilera, tratando de no despertar a su pequeño, empieza a bucear dentro de su abultada mochila los diez pesos necesarios para pagar el libro que quería comprar. Primero por un costado, después por el otro, después por los bolsillos, después la mano hasta el fondo pero, cuidado, se despierta el niño. Toda sonrojada por lo largo del minuto aquel, sonrió con desilusión y le devolvió el libro al vendedor.
                Y en ese instante, algo en los ojos de la señora se quebró por completo. Algo se hizo blando, débil, fuerte e insoportablemente hermoso. Algo la conmovió tanto que sacó tan rápido como pudo diez pesos de su cartera y compró el ejemplar. Lo compró sin importarle la vergüenza enorme que significaba que cualquiera pudiera pensar que compraba ese libro para ella; lo compró sin importarle nada más que la necesidad de entregarle en mano a la brasilera ese libro que tanto quería. Y así lo hizo. Cuando se hubo marchado el vendedor, la mujer deslizó su brazo entre los dos asientos de adelante y acercándole el libro le dijo: “Tomá”. Al principio lo rechazó pero cuando la mujer le dijo “Lo compré para vos” todo cobró sentido, y en su sonrisa y su mirada se pintó un tímido gracias.  
                La mujer se quedó en paz. Por la brasilera que tenía su libro, y porque los libros le recordaron que en realidad todavía sentía.    

domingo, 9 de octubre de 2011

Revolver

Aquella mañana se levantó con la firme determinación de ir a comprar un revolver. Había ahorrado y agotado ya por completo su fantasía navegando por distintos sitios de internet y no tenía ya más remedio que pasar a la acción. Era impensado o impensable, mejor dicho, para cualquier vecino imaginar que aquella mujer, aquella señora mayor fuera capaz de subirse junto a tres de sus siete gatos a su Renault 12 celeste con el fin de comprarle un revolver a "Tony38". Algo chiquito, le había especificado ella en una suerte de chateo codificado.
    En esa compulsión que tienen todos los vecinos de llenar de contenido los incesantes vacíos argumentales que necesariamente representan la vida de esa gente de la que se sabe poco o nada, Romina se decía a sí misma que Susy seguro estaba llevando a los gatos de mierda al veterinario. Y de paso les deseó que tuvieran alguna enfermedad incurable y que, pobre Susy, se viera en la obligación de tener que sacrificarlos ahora mismo o, si no era eso, que al menos se cayeran por la ventana del auto andante y los pisara el 740 de la mano de enfrente. Cómo odiaba Romina a esos bichos pero, no era su culpa. Era culpa de Susy. Ella nunca había tenido nada en contra de los animales hasta que le tocó convivir con una vecina solterona dedicada a levantar de la calle a cuanto cuadrúpedo necesitado de algo se le presentara. Y los perros -cinco- se la pasaban ladrando al lado de la ventana del pobre Santi y despertándolo a cada rato de sus siestas; y los gatos mugrientos, descarados, se paseaban por su jardín como si fuera el de ellos. Romina hubiera deseado tener una gomera para tirarle a los bichos pero, no la tenía y tampoco la iba a ir a comprar, no era cuestión. Fantaseó muchas veces con ponerles comida con veneno pero, veía muchas series policiales y sabía que por cómo esta mujer quería a sus bichos era capaz de pagarles una autopsia y no podría negar su evidente culpa... Igual tampoco sabía si se hubiera animado. Así que no tenía más remedio que descargar su ira a escobazos, patadas, gritos e insultos contra los animales cuando estos sinvergüenzas se cruzaban a su territorio y, a propósito -seguro- dejaban sus desgracias en la puerta de atrás, justo para que ella las pisara al salir a la mañana. Pero cuando la veían aparecer a Romi se iban los bichos, rajados como podían, a la calle o a lo de Susy. Era una guerra no declarada, silenciosa pero, abierta y feroz la que libraban los doce bichos y Romina. 
    Es que Romina no entendía. Seguro que tampoco hacía el esfuerzo pero, no entendía. Y si se tiene en cuenta que su indiferencia por los animales se terminó convirtiendo en aversión, menos aún podía lograr entender a Susy. Sin embargo hubo un instante, una advertencia: y esto fue cuando, a través de la cerca, Romina la vio a Susy dándole a los perros galletitas de leche Manón, como las que ella le daba a Santi. Susy la vio y le sonrió, porque entre ellas el trato fue siempre de lo más cordial. Le sonrió y, en esa sonrisa, le trató de explicar que todo ese bicherío era su familia. Romina también sonrió pero, nada servía. Ya había llegado a un punto en el que esa misma imagen la violentaba, así como también la enloquecía el ver a los perritos en invierno pavonearse por el barrio con un saquito tejido y cara ser humano.
    Sin embargo nunca un roce entre ellas, ni por ese asunto ni por ningún otro. Cuando se pasaban los perros y Susy los venía a buscar esta última se deshacía en disculpas y Romina le decía "no pasa nada, está todo bien". A Romina no le gustaba pelear con nadie, era una conciliadora de pura cepa, a la que todo rencor le navegaba en circuito cerrado por dentro. Prefería sufrir hasta desaparecer antes de verse metida en una discusión. Así se pasaba la vida cediendo y aguantando.

Tony38 no estaba en el cuchitril pero, le había dejado el recado a Lucho de lo que quería la señora. Lucho no se sorprendió en absoluto de Susy; estaba acostumbrado a venderle armas a las personas más insólitas e increíbles que uno pudiera pensar. Eso sí, había un detalle, un rasgo, un gesto que a Lucho nunca se le escapaba y que era, precisamente, el que le indicaba quién iba a matar con esa arma que se llevaba o, mejor dicho, quién se llevaba el arma específicamente para matar. Y Susy era una de ellas. ¿A quién iría a matar? El vendedor, al igual que los vecinos, también siente la necesidad de llenar de contenido los vacíos argumentales que se le presentan. Esa mujer iba a matar a alguien y no podía más que verlo como un error enorme, o como un impulso de eso que se llama, creía, emoción violenta. Se moría por averiguar algo, por quizá persuadirla de alguna manera pero, temía también quedar pegado. Si esta mujer no se deshacía del arma como correspondía iban a llegar hasta ahí y lo iban a interrogar. No sería la primera vez pero, si llegaba a saber algo más... "Es para mi seguridad. Vivo sola hace muchos años, desde que fallecieron mis padres, y no me siento tranquila. El barrios se puso peligroso..." Y según se le agotaba la inventiva, la voz se le iba apagando. Por eso mismo quiso irse de ahí lo más rápido posible. "Deme una caja de balas para esto" dijo algo nerviosa mientras buscaba más plata en su monedero. Pagó, metió todo adentro de su enorme cartera y se fue.
    Los gatos habían meado todo el auto y el olor era insoportable, incluso para Susy. Los maullidos cual coro de tragedia griega también eran cada vez más insoportables. Y el calor... el calor de los últimos días de diciembre siempre tendiendo a potenciar todo, a hacerlo más terrible. Por qué la gente no podía entender su amor por sus hijitos. Por qué ella sufría por ello. Nadie, absolutamente nadie valoraba todo lo que ella hacía. Ni siquiera los que también tenían mascotas. Por ejemplo Cristina -otra vecina- apenas se ocupaba de alimentar a Tarzán pero, ¿vacunarlo?, ¿desparasitarlo?, ¿bañarlo? Ah, no, señor. No. Solo ella lo hacía. Pero con Romina algo nuevo se había despertado, algo que la consumía día a día como un cáncer hambriento e imposible de extirpar. Fue cuando la miró incrédula, inconmovible, darle las galletitas a sus bebés. Ese día cruzó la barrera de la incomprensión a la que estaba más o menos acostumbrada para convertirse en algo distinto. Sí. Para convertirse en lástima. Sí, lástima era la palabra, una lástima burlona. Ay, cómo le dolía ese veneno, por Dios. Tenía que sacarlo de alguna manera. Ese "pobre mujer inadaptada en este barrio lleno de gente llena de familia". Era fuego, un vómito hecho todo de fuego constantemente al caer, al salir; un vómito de lava hirviendo tal vez. Susy podía soportar la incomprensión, vivir en la soledad que le generaba esta pero, ¿la lástima? No. Si quería seguir viviendo debía cortar ahora con ese sentimiento invasivo si quería seguir viviendo.
    Y así fue. Romina y los que estaban ahí no pudieron creer verla a Susy sacar de su enorme bolso floreado de plástico una pistola en plena vereda. ¿Qué hacés, Susy? Llegó a decirle Romina pensando, tal vez, que quizá fuera una pistolita de juguete que pensaba relgalarle a Mati. Nunca le habían gustado los regalos bélicos -ya se lo había dicho una vuelta que le regaló una bolsa llena de G.I.Joe- pero, bueno tal vez no reparó mucho en eso. Pero un solo segundo bastó para notar que la pistola no era de juguete. Con el primer disparo bastó. El primero de los doce que Susy descargó. Exactamente uno por cada animal.