martes, 21 de septiembre de 2010

Desnudez

Me acuerdo cuando Pepa a los doce años decía que cuando ella tuviera edad de hacer el amor, lo haría con corpiño y remera bien puestos. A mí me hizo gracia y a ella no le pareció gracioso. Yo le pregunté por qué decía eso y ella me dijo que porque le daba vergüenza. Me pareció que algo de lógica tenía su argumento pero, yo no me imaginaba haciendo el amor con corpiño. Bah, yo no me imaginaba haciendo el amor.

No teníamos idea, por ese entonces, de que los momentos más lindos de la vida se darían en plena desnudez y desprendimiento. Golosos placeres... Insignificantes y gigantes placeres... El pesado bolso que cae, los zapatos que vuelan por el aire después de una fiesta, el corpiño que prometemos no volver a usar por incómodo y que, una vez suelto, cede el paso a la libertad más exquisita; ésa de la sangre que vuelve a correr. Sacarse un par de aros, una gomita del pelo. Y eso que no hablo de sexo por... ¿obvio? (supongo). Golosos placeres... Ese pis insoportablemente contenido que no deja vivir, y ése que a los hombres les encanta hacer al aire libre (ah, sí, no saben la suerte que tengo de haberlo comprobado con mis propios ojos; extraño placer).

Con Pepa no pensábamos en el obvio componente erótico de la cuestión esa de hacer el amor. Hasta donde sabíamos ese acto era algo parecido a un sacrificio necesario para tener hijos y bueno, habría que inmolarse nomás. Los bebés eran tan lindos... y siempre eran parte del elenco estable de nuestros juegos de "familia tipo", desarrollados mayormente en dos Ford Sierra estacionados en el jardín de la casa de Pepa. El mío era el gris plata canchero -pobre de Pepa que no me lo cediera-. A ella siempre le tocaba hacer de madre multípara con la break verde agua. Incluso abría el baúl para hacer bajar a una parte de su prole.

Por suerte crecimos y todavía crecemos. Todos, ¿no? Y, día a día, mes a mes, año a año, nos vamos sacando más y más cosas de encima, a veces con dolor y otras con placer y a veces confundiéndonos un sentimiento con otro. Como esos zapatos odiosos y ese vestido que cae y ese pelo que se suelta al andar, siempre andando. Y nos sentimos más grandes, más libres, más seguros, más felices y mejores personas. 

O sino mejores, al menos sí más honestas, transparentes, más hermosas y livianas.