Se llevaban diecisiete años y cinco meses y aquella noche salieron del caos al cosmos como si nada; salieron del Teatro Ciego a la calle Zelaya como si nada. Salieron de la misma forma en que habían entrado: como profesor y como alumna que se admiraban mutuamente.
Había pasado todo pero, no había pasado nada. Porque no se vio nada. La ceguera total del ambiente y la presencia de testigos ausentes le restaban el carácter de realidad al asunto. Lo que tanto en la cabeza de él como en la de ella había sido siempre una fantasía inconfesa, ahora lo seguía siendo aunque quizá más intensa y estimulada por lo que (no) había pasado. Podían mirarse a los ojos así sin más, porque aquello en la memoria no tenía una forma concreta. Eran sólo sensaciones, recuerdos del tacto, algunos olores, algunas palabras susurradas al oído y silenciadas abruptamente por repetidos besos precipitados de años -años- que venían esperando su turno. Manos que subían y bajaban queriéndolo abarcar todo, hacerlo propio, guardarlo en algún lado para poder llevarlo hacia algún otro lado o, mejor dicho, hacia todos lados.
Jamás habían sido más libres. El caos, la oscuridad que inicialmente oprimía, ahora liberaba, al punto de quitar hasta el último punto de apoyo. Flotaban, volaban. Recién ahora -se daban cuenta- conocían la libertad; y era hermosa (por favor que era hermosa, qué hermosa era).
Jamás habían sido más libres. El caos, la oscuridad que inicialmente oprimía, ahora liberaba, al punto de quitar hasta el último punto de apoyo. Flotaban, volaban. Recién ahora -se daban cuenta- conocían la libertad; y era hermosa (por favor que era hermosa, qué hermosa era).
No tenían, en el enredo y la velocidad, la certeza objetiva de que uno en realidad fuera uno y el otro fuera el otro. Ni la tuvieron tampoco cuando salieron. Sólo el presentimiento, el pálpito. Porque aquella fantasía en la oscuridad de la ceguera se había disipado de la realidad, tal como lo hicieron la rosa, la granada y la pipa de Adán cuando éste cerró los ojos.
Por eso caminaban por Jean Jaures como si nada, como profesor y como alumna que se admiraban mutuamente. Porque la luz de los faros los dibujaba y el agua de lluvia los recortaba, volviéndolos reales, tan reales como el resto del grupo. Por eso levantaron las cejas y sonrieron con una mueca apenas perceptible, para despedirse como siempre.
Él y ella, los dos, volvieron felices a sus casas, sin más indicio que el de algún aroma ajeno y reciente impregnado por ahí en la ropa. Volvieron felices, tal y como se regresa de un buen sueño. Ése que se siente de mañana pero, abiertos los ojos, ciegos de luz, resulta imposible de recordar.
Él y ella, los dos, volvieron felices a sus casas, sin más indicio que el de algún aroma ajeno y reciente impregnado por ahí en la ropa. Volvieron felices, tal y como se regresa de un buen sueño. Ése que se siente de mañana pero, abiertos los ojos, ciegos de luz, resulta imposible de recordar.