lunes, 16 de noviembre de 2009

Sensaciones reales

Dos veces. Dos veces me apuntaron a la cabeza con un arma. El frío del hierro y el aire del hueco por donde pasa la bala todavía los siento en la frente. Esa sensación y la de que la vida se puede terminar de un segundo a otro me acompañan en mi cotidianeidad como una herida de guerra.

AAAAMañana teníamos un casamiento de día en Chivilcoy. Por la distancia y el estado de agotamiento que supone la participación activa en tal evento, mis papás habían tomado la decisión de alquilar una combi con chofer que nos buscaría a primera hora de la mañana del sábado y nos traería de vuelta con el sol despidiéndose hasta el día siguiente. Por este motivo, esa noche, la del viernes, Sebastián –con quien estaba de novia hacía casi dos años- iba a venir a dormir a mi casa para salir todos juntos, en grupete, a la hora en que el pasto todavía está mojado por el rocío.
AAAASe había hecho tarde. Yo lo tenía que pasar a buscar pero, él todavía estaba trabajando en la computadora y no terminaba. Yo también. Digo, yo también aproveché para quedarme haciendo un trabajo para el profesorado; y así se hicieron las dos de la mañana, horario en el que lo fui a buscar a la casa. Agarré mi cartera –qué error, por Dios- y salí.
AAAALa calle de la casa de mis papás es casi una calle sin salida, digo “casi” porque no lo es, sólo da esa apariencia. Si bien de día puede parecer una verdadera reserva natural, de noche -por falta de luz y una vegetación exuberante- cobra la apariencia de un lugar espeluznante que, de niña y con una imaginación a medida de la que escribe, convertía a los troncos y las ramas de los árboles en monstruos sufrientes dispuestos a sacar sus raíces de cuajo y correrte ante la menor muestra de terror. Y hoy sigue así, dándome miedo de noche y con los mismos pozos siempre. Por este motivo (el de los pozos –aunque para mí también el de los monstruos-) lejos, muy lejos está de ser una calle transitada.
AAAACuando doblo para tomar esa calle veo que un auto me copia la maniobra. Lo vi. Seguro. Pero mi tendencia natural a ser más bien confiada y más bien bienpensada me hizo creer que quizá se tratara de un remise, de un vecino o de quien fuera. Pero por otro lado, mi sexto sentido me tiraba señales claras de peligro que, mezcladas con los otros sentimientos, dieron por resultado la vaga duda de que tal vez no fueran justamente gente de bien. Tendría que haber avanzado, aumentado la velocidad y dado la vuelta a la manzana, haber ido a la comisaría, no sé. Pero, no. Sólo atiné a bajar la velocidad para ver qué rumbo tomaban. No quise estacionar, ni poner el auto de trompa para no evidenciar que ésa era mi casa porque si no llegaban a ser gente de bien, lo menos que quería era que entraran a casa.
AAAANo habrían pasado ni tres segundos del instante en el que apoyé el pie en el freno cuando el auto, un Fiat Uno de un raro color lila metalizado y vidrios polarizados, acelera a fondo emboscándonos. Dos tipos se bajan a la vez, casi coreografiados, y uno, el del arma, se para justo en frente de mí y me apunta directo a la cabeza. Mi primera reacción fue tomar la palanca de cambios y meter reversa. Cuando Sebastian se da cuenta de lo que hago me agarra del brazo con firmeza y me dice tajante: “¿Qué hacés? ¿Estás loca?” Si no estaba con él mi impulso hubiera sido salir arando para atrás corriendo el riesgo de terminar convertidos, el parabrisas y yo, en verdaderos coladores. “Ya está”, concluyó. Tenía razón.
AAAAEl muchacho del arma vino conmigo y me apuntó en la cabeza con ese frío hierro, hasta que vio lo que bajaba del asiento del acompañante y consideró más prudente ir a apuntarlo a él. Así, el que estaba desarmado se quedó conmigo.
AAAAFoto aérea: un Hyundai Excell bordó, parado en la mitad de la calle con las dos puertas de adelante abiertas y dos cuerpos, el de un hombre grande y una mujer pequeña acostados sobre la tierra, uno a cada lado del auto. No había nadie. No había más ruido que el de nuestras propias voces y el arrullo de las hojas -estimuladas apenas por una brisa discreta- de las tantas moreras que escoltan toda la calle Paraná. Sólo una noche cerrada y un susto indescriptible. Recuerdo mi invocación silenciosa y repetitiva a mi Ángel de la Guarda pero, tan asustada estaba que mi oración no podía pasar de “Ángel de mi guarda, dulce compañía…, Ángel de mi guarda, dulce compañía…, Ángel de mi guarda, dulce compañía…, Ángel de mi guarda, dulce compañía…”. La impotencia de no saber qué era lo que pasaba del otro lado con el malviviente armado y el único hombre que podría llegar a tener la gentileza y el coraje de casarse conmigo me llenaba de pavor. “La billetera, la billetera, nena, la billetera” me decía el tipo que estaba conmigo mientras me palpaba los bolsillos del pantalón. “Está todo adentro del auto, en mi cartera”, le decía yo pero, él parecía no escucharme y me seguía palpando y ahí me calenté: “¡No soy pibe, flaco! ¡No llevo la billetera en los bolsillos del pantalón! Te dije que adentro del auto, en el asiento de atrás tenés una cartera muy femenina y muy cara que adentro tiene una billetera también muy femenina…” Y muy sin plata, y un perfume recién comprado muy grande y muy lleno, y mi celular, y mi cartuchera preferida y ¡mi cartera!…pensaba yo. Ya el temor a la muerte mía o de mi único potencial marido se había trasladado al duelo que me esperaba por la pérdida de mi cartera.
AAAAClaro, los que me conocen saben lo que esto significó en mi vida. Soy una loca de las carteras: las colecciono, las cuido y soy capaz de andar vestida como una linyera pero, siempre adornada por una linda cartera. Y esta cartera no era cualquier cartera. Era ni más ni menos que una Louis Vuitton original que mi mamá había comprado en el uno a uno y que, muy generosamente, me había regalado. Una de las grandes, con forma de medialuna.
AAAAEn estos pensamientos andaba yo cuando de golpe veo que el sujeto armado viene para mi lado y se sube al auto y sale marcha atrás a toda velocidad. Lo miro a Sebastián y compruebo que para mi tranquilidad estaba vivo. Pero poco me duró la tranquilidad. Cuando miré para el otro costado comprobé que el Fiat Uno en frente de mí, ahora manejado por el pibe que tanto me había costado que dejara de palparme, no me iba a esquivar en su proceso de fuga. Mejor dicho, me iba a pisar. Ahí nomás volví de la frivolidad de la cartera a la religiosidad más devota, a pedirle al Señor mi Dios que por favor el auto no me pisara la cintura, la cabeza o algo por el estilo. Es más, como vi que el hecho de que me pisara era inevitable, le pedí específicamente que me hiciera el favor de lograr que las ruedas me pasaran por arriba de las rodillas ya que, mal que mal, boca abajo, son un punto de flexión. Y Dios me escuchó y –aunque nunca voy a entender por qué se empecina en ser tan dadivoso conmigo- las ruedas laterales izquierdas me pasaron exactamente por arriba de las rodillas mientras Sebastián me miraba lleno de un odio y una impotencia que no se le irían en semanas.
AAAA“¿Qué pasó? ¿Qué pasó? Yo sabía que estaba pasando algo”, dijo mi hermano casi en calzoncillos mientras abría la puerta de calle. Pero, claro, no importaba lo que él hubiera sospechado porque estos hechos no dan tiempo a nada. Suelen pasar muy rápido, en apenas pocos minutos. Duran un instante y quizá, por eso mismo, algunos cometen la torpeza de confundir tal breve suceso con una sensación.

AAAAA mis rodillas más que cobrar la apariencia de las de un elefante, en color y en forma, no les pasó absolutamente nada. “Tenés huesos de fierro” me dijo todo el desfile de traumatólogos que mi mamá me obligó a visitar. Nada, ni siquiera sangre me salió. Ni Sebastián ni yo pudimos dormir esa noche. Muy en contra de las reglas de mi casa me fui al cuarto donde él estaba durmiendo y le pregunté desde la puerta: “¿Podés dormir?”. “No” me respondió masticando odio. “¿Me abrazás?” Y así, absolutamente en contra de todas las reglas de mi casa nos dormimos abrazados. No había otra forma de hacerlo.
AAAASoñé durante años con mi cartera. Soñé que la encontraba en distintas ocasiones y en variados contextos, incluso soñé una vez que la mujer del chorro la tenía de accesorio de su vestido de domingo y sus tacos aguja. Un buen día entendí que no era la pérdida de la cartera en sí lo que tanto me afligía, sino lo que ella representaba. De alguna forma la cartera era la versión material del bien más preciado que había perdido esa noche y que se fue sentadita y mirándome apenada en el asiento de atrás: era la paz, el enorme lujo de vivir en paz. Nunca más volví a ser la misma y nunca más lo voy a ser. A partir de esa noche supe lo que significa vivir con miedo.

AAAAPero, dos veces. Dije antes que habían sido dos las veces que sentí ese fierro helado, con un huequito de aire en la frente. ¿Qué sucedió? Ésa sería otra historia. Por ahora, con una sola que cause sensación ya tenemos suficiente.

lunes, 9 de noviembre de 2009

Mariachi Loco

Oscar Marcos Crespo O.M.C Refrigereación, dos teléfonos celulares y una lista de talentos por demás prometedora: Aire acondicionado, Servicio técnico, Split, Heladeras – freezer, Cámaras frigoríficas. La tarjetita blanca con letras azules elegantes había hecho su aparición frente a mis ojos, casi de manera providencial. El dato del domicilio que culminaba con Los polvorines me dio la pauta de que se trataría de algún conocido de Sebastián. Mejor aún.
AAAAEl verano pasado, el primero en la nueva casa, lo pasamos sudando como sapos porque, con todos los arreglos que hubo que hacerle al nuevo inmueble, nunca quedó plata suficiente para trasladar el aire acondicionado que tanta falta nos hacía de la vieja casita del fondo. La demorada llegada de la primavera este año nos estaba dando tregua pero, tampoco había que abusarse, de un día para otro ese conocido calor insoportablemente húmedo y sostenido de Buenos Aires podía hacer su aparición estelar sin anuncios previos. Así que, sin mayores preámbulos, llamé al señor Oscar Marcos y le pregunté de cuánta plata estaríamos hablando. Nada, prácticamente un vuelto para lo que cobra cualquier agencia de colocación de aires acondicionados. Pusimos fecha, pusimos hora y llegó Sebastián y le conté la novedad: “¿Llamaste a Mariachi Loco?” preguntó. “¿Cómo que Mariachi Loco? ¿Quién es Mariachi Loco?”. “Mi amigo, el bondilero. Está haciendo un curso de colocación de aires acondicionados o ya lo terminó. No sé, creo.” Ahh, buenísimo, pensé yo pero, dándole un poco de crédito me dije: todos empezaron de alguna manera, ¿qué tan difícil puede ser cambiar un aire de lugar?
AAAATiempo después supe que el apodo de Mariachi Loco se lo había ganado por su forma de manejar el bondi. Su líena era la 371 pero, no la de cartel blanco sino la de cartel verde; ésa que pasa cada muerte de obispo y que casi no lleva pasajero alguno. Así que, Mariachi no tardó mucho en hacerse íntimo de la mayoría de los pasajeros que eran habitué del circo rodante verde, rojo y blanco que manejaba: de diez pasajeros, cinco –por lo menos- no pagaban pasaje: “Pasá, pasá” decía orgulloso de su generosidad. Si llegaba a la parada en la que usualmente se subía la profe de gimnasia y ésta todavía no había llegado, el buen señor, viéndola a más de una cuadra y media de distancia, apagaba el motor con pasajeros y todo, se asomaba para chiflarle y gritarle: “¡Vamos, nena, que Mariachi se va!” y la profe agradecida corría a toda velocidad pero, claro, el resto se retrasaba. Entonces, una vez en marcha de nuevo, Sebstián le dicía al conductor: “¡Pero vamos, Mariachi, mirá la hora que es! Son las ocho y veinte: llego tarde”. Y ahí nomás y como si le hubieran dicho las palabras mágicas, Mariachi apretaba a fondo el acelerador y empezaba a pasar cambios, camiones y autos a toda velocidad, a la vez que repetía: “Ehhh, ¡el Mariachi se volvió loco! ¡El Mariachi se volvió loco!”. Y yo había llamado a este demente para confiarle la vida del único aire acondicionado que tenemos en casa.

AAAATal como lo había prometido, apareció con su caja de herramientas y su hijo de diez años, el viernes a las cuatro y media de la tarde. Entendí rápidamente por qué le decían Mariachi: era petiso y fornido, morocho de pelo bien lacio, ojos negros enormes como huevos, y un cuello casi inexistente sobre el que se sostenía una notable cara de luna en la que se dibujaba un bigote barba candado que le daba la vuelta a toda la boca. Entró de lo más jocoso y a los gritos. Sebastián, ya de escucharlo nomás, empezó a reírse de él y de mi cara de pocos amigos. No, si le faltaban el sombrero y la viola. “¿Así que ésta es la casa de mi novio?”, me pregunta en un chillido a mí que me quedé mirándolo con cara absolutamente desencajada hasta que me acordé: Éste era el tarado que Sebastián me decía que cuando iba al Registro del Automotor a patentar algún auto, entraba con voz de piolín y muñecas quebradas, haciéndose el bala y preguntando por su novio. Me hice la que me hizo gracia con el menor de los esfuerzos y me fui. Ya me había caído mal. Y, salvo honrosas excepciones, el que me cae mal de entrada difícilmente pueda revertir su situación.
AAAANo habían pasado ni cinco minutos de la llegada de Mariachi que Sebastián me trae a Clementina y me dice: “Ocupate vos que yo tengo que ayudar a Mariachi”. Claro, qué clase de persona va a colocar un aire acondicionado llevando como único ayudante a un nene de niño de diez años que lo máximo que podía hacer era pasarle las herramientas. Difícil no fue sacarlo, el tema ahora era ponerlo. “Pili, ¿dónde lo ponemos?”, “Y, ¿no habíamos quedado que en tu escritorio?” El espacio daba justito, justito. Ni un centímetro más, ni uno menos. Ahí nomás agarró Mariachi la escalera y empezó a agujerear la pared elegida no con poca dificultad. Hace los tres agujeros para sostener el aparato y ahora le quedaba el más complicado: el que va de lado a lado de la pared para hacer pasar el caño. Yo temía lo peor, y esto era que el buen hombre no pudiera con las paredes antiguas de treinta de esta casa, gracias a las cuales yo rompí un taladro y por las que tengo que llamar a un profesional cada vez que quiero colgar un cuadro.
AAAA“¿Por acá pasa un caño?” Preguntaba Mariachi a los gritos y yo lo escuchaba desde mi cuarto. “No, Sebas, acá no se puede agujerar, por acá pasa un caño” sentenció después de haber hecho todos los agujeros. “Decime otro lugar, ¿dónde lo ponemos?” Ahí me mandaron llamar de nuevo y yo ya no hacía el menor esfuerzo por disimular mi furia viendo la pared del escritorio convertida en un queso gruyere. “Bueno, pónganlo en el living”. Va Mariachi al living y con cara de médico a punto de pronunciar el peor diagnóstico dice: “No. Imposible. Este aire es muy chico para este living”. Genial, bueno, “En el cuarto de Clementina, entonces”. Mira el cuarto y repite: “No. Imposible. Está el tapa rollo”. “Bueno”, dije yo ya a punto de mandar al diablo a Mariachi, a su hijo y a mi marido que, silenciosamente, gozaba viéndome brotar ya sin disimulo, e imaginando la historia que escribiría al respecto. “Entonces pongámoslo en el escritorio pero en otra pared”, sugerí. “No” dice contundente una vez más Mariachi, “porque el compresor no entra en otro lugar, ¿viste?, por el alero del techo”. Ahí me calenté y, dueña de esa ironía venenosa que tengo, dije mirando a Sebastián: “Bueno, mi amor, entonces ¿por qué no lo dejamos así: la pared agujereada como está, el aire desarmado como está y lo vendemos por Mercado Libre? Porque parece que en una casa de ciento cincuenta metros cuadrados no hay un solo lugar donde ponerlo”. Mariachi me mira tocado por lo ácido del veneno y levantando los hombros me dice “Eh… No, bueno pero, ¿qué querés que haga?” “No sé”, le respondí de un solo golpe y continué: “Cuando llamás a alguien para que te coloque un aire acondicionado vos podés elegir dónde ponerlo sin pensar en que tiene que ser una pared en la que justo atrás se pueda ubicar el compresor”. “Ah, bueno, pero para hacer eso se necesitan más metros de caño”, me respondió con cierto desdén como queriéndome demostrar que los efectos del veneno ya se sentían intensos. “Bueno, hagan lo que quieran” les dije y me fui. “Tu señora me va a matar. Es terrible, ¿eh? ¡Papito que te la conseguiste brava!”, escuché que le decía Mariachi a Sebastián, quien le celebraba a risas llanas y poco contenidas cada una de sus acotaciones.
AAAAYa eran como las siete de la tarde y de tanto en tanto me asomaba para ver en qué rayos iba a terminar el emprendimiento imposible y, cuando lo hacía, yo no preguntaba mucho porque me parecía ver al pobre chango sudar sangre con cada una de mis apariciones. Pero, supuestamente lo habían resuelto: insistirían en la pared ya agujerada, sólo que harían pasar el caño por otro lugar, luego de cortar la chapa sobre la que se apoya el equipo. Dele picar otra vez, yo opté por bañar a Clementina, darle de comer y tratar de tranquilizarme pensando que, quizá, de un momento a otro se tendría que ir. “Se quedan a comer, Pili, ¿no te jode?”, demás está decir que éste es uno de esos chistes que mi marido cree graciosos cuando a mí ya no me queda ni media pizca de humor. "No me hables. Por favor, no me hables".
AAAANo terminaban. Ya eran las nueve de la noche y todavía no terminaban. Traté de hacer dormir a la pequeña -porque su hora ya se había pasado bastante- pero, claro, tal cosa representaba una tarea soberbia: en su cuarto, ubicado al lado del escritorio, resonaban todos ruidos de herramientas y los alaridos chabacanos de Mariachi Loco. Lo mío ya era un rezo. Lo quería echar, sacarlo a patadas para ser más exacta. Listo, ya estaba claro que el señor todavía no sabía exactamente cómo hacer bien su nuevo trabajo.
AAAAA las nueve y media de la noche Clementina -por instinto de supervivencia si se quiere- logró transformar el ruido del percutor en canción de cuna y entrar en ese sopor envidiable que es el sueño de un bebé. Yo, por mi parte, fui a relajarme a mi propia cama con mi libro de Pavón en mano, cuando Sebastián se apersona en la puerta y me dice tratando de contener la risa: “Che, Pili, los voy a llevar a su casa porque, pobres, están a gamba”. Mis ojos se asomaron incrédulos por arriba del libro. “¿Vos me estás cargando?” Sebastián no podía parar de reírse y yo, muy a mi pesar, no pude evitar el contagio.
AAAANo sólo los llevó a la casa sino que no volvió hasta una hora y media después. Mariachi lo había invitado a pasar, a comer unas empanadas y tomar un vinito picante para descargar un poco la enorme tensión que había sido poner ese aire acondicionado: “Te juro, Sebas, que nunca me había pasado algo así”, le decía haciendo gestos enormes con las manos que terminaban bien abiertas y apoyadas arriba del pecho en pose de inocente. No -por supuesto- cómo le podría haber pasado algo así alguna vez si lo de él era manejar bondis como un enajenado y no colocar aires acondicionados sin experiencia ni ayuda. “Tu mujer me odia. Me miraba con una cara que ¡Dios mío! Qué miedo. Bravita te la buscaste, ¿eh?, bravita….” Y Sebastián, experto en consolar lo inconsolable, le decía “No te preocupes, Mariachi, esas paredes son terribles para todos los que vienen a hacer un trabajo a casa. En serio. Y mi mujer, ¿qué te puedo decir? Es mucho ruido y pocas nueces.”
AAAAAsí me quedé yo con mi noche especial de viernes: sin marido con quien comer y con un aire acondicionado que, así como quedó, se ve incapaz de tapar todos los agujeros que hizo Mariachi Loco en los varios intentos frustrados que realizó para colgarlo. “Naaaaa, con un poquito de yeso y enduido te queda hermoso. Ni se va a notar”. Calro, lo que Mariachi ignoraba es que eso no era algo de lo que Sebastián se fuera a ocupar ya que a la hora de las herramientas y la construcción, la que se da toda la maña soy yo. Una ganga, el bondilero.
AAAAAh, ¿si funciona el aire acondicionado? Dicen Sebastián y Mariachi que sí. Yo, por las dudas, no quise ni probarlo; por lo menos no hasta que esta furia monstruosa se disipe en el tiempo.

lunes, 2 de noviembre de 2009

Reencuentro

La soltería, como cualquier otro estado civil, tiene mucho de bueno, de malo, de aburrido, de divertido y de insólito. Pero, a diferencia de cualquier otro estado, tiene una dosis importante de exquisita libertad y otro tanto de pesada soledad. Tal era el estado civil de Rita Espinelli al momento de suceder esta historia; historia que sólo puede explicarse, justamente, por esas dos particularidades de la soltería.

AAAASe iba a encontrar con él después de dieciséis años sin verlo. Empezó como algo casual, fruto de esos milagros capaces de producir sólo ese insólito bolichín virtual que es el facebook, por donde asoman personajes que uno dice “Ahhh, no te lo puedo creer. ¿Este pibe sigue existiendo?”, con la misma sorpresa con la que descubriríamos que, finalizados los cuentos, la vida de los protagonistas no termina allí donde el autor colocó el último punto. Así, Ignacio Alves apareció sugerido como amigo en la web de Rita Espinelli. Había sido su primer novio, ése de la casi preadolescencia, el de los trece o catorce años. Lo aceptó. Ignacio sugirió un reencuentro. Lo aceptó también.
AAAAHacía diez años ya que Rita vivía en Buenos Aires, capital. La vida en Adrogué había quedado reducida a meras visitas a su familia o amigas del colegio los fines de semana. Si hay algo que tiene claro desde que se mudó es que ese pueblo chato no merece que ella pase ahí más de una o dos noches. Simplemente la deprime, aunque internamente no logre definir si lo que la deprime es el pueblo en sí o ella en él. Por este motivo, para que tal encuentro se produjera, Ignacio tuvo que viajar al centro ya que su casa y su trabajo de arquitecto se habían quedado por allá, en Provincia. Por otro lado, tampoco tenía auto, así que no tuvo más remedio que tomar el famoso Roca y soportar con relativa entereza que el tren cortara su servicio a mitad de camino, dejándolo a pata y buscando bondis a capital en pleno Lanús. Mensaje va, mensaje viene, lo que había sido una cita para las cinco de la tarde a tomar un café, se había convertido por esos caprichos del destino en un encuentro para tomar un trago largo a las siete y media de la noche.
AAAAEstaba igual –frase trillada si las hay pero, tan trillada como justa en este caso-. Exactamente igual que hacía dieciséis años. Nunca tuvo mucha gracia física. Ella lo miraba y se preguntaba qué había sido exactamente lo que le había atraído de él porque, repito, físicamente era un tipo que no decía absolutamente nada: ojos chicos, flaco, mediana estatura, tez canela, pelo castaño y lacio, y expresiones en su mayoría insignificantes. Sólo un par de detalles, revelados por él, así como al pasar, evidenciaban la inagotable marcha del tiempo, y eso era que el sujeto tenía averiados por lo menos dos de los cinco sentidos: veía poco y nada sin anteojos y, por no sé qué enfermedad, se estaba quedando sordo.
AAAAElla, en cambio, había cambiado mucho. Tanto física como espiritualmente. Siempre fue una chica hermosa, quizá demasiado petisa pero curvilínea y de rasgos faciales armoniosos. Pelo casi lacio y castaño y unos enormes ojos almendra. Tenía presencia y sonrisa compradora. Quizá al momento del encuentro su belleza estaba un poco menguada por razones que no se justificaría explicar en esta historia pero, nunca lo suficiente como para no mirarla. Él no lo podía entender. No podía entender cómo después de tantos años su poder seductor seguía tan vigente. Claro, Rita es una de esas mujeres (de las cuales yo sólo conozco dos en el mundo) que tienen un encanto similar al de una sirena: simplemente fascinan al hombre que seducen y su efecto resiste sin la menor dificultad los tiempos y las distancias más prolongados. Pobres, ellos.
AAAATanto tenían para contarse (un poco más de media vida) que se terminaron haciendo las casi dos de la mañana, un horario más que considerable si se anota que todo esto sucedió la noche de un miércoles cualquiera y que Rita estaba bastante cansada. Era contadora en una empresa de eventos y, ciertos días del mes, el trabajo requería de ella un ritmo y lucidez capaces de desmayar a cualquiera. Aquél era uno de esos días. Así que, más que satisfecha con el reencuentro, le dice directamente: “¿Vamos yendo?”. Ignacio lanza como para el aire una mirada de “Qué fiaca” imposible de esquivar y que bastó y sobró para tirarle encima a Rita veinte kilos de culpa. También –pobre chico- no sabía si ya habrían arreglado el tren o si para volver tendría que hacer, a esas horas de la madrugada, la travesía de los bondis. Con menos ganas que alegría por la situación le propuso: “Bueno, si querés, podés quedarte en el sillón de casa y te vas mañana a la mañana”. Se iluminó haciéndose el sorprendido como si no hubiera sido él mismo con su pinta de pollo mojado quien la indujo a hacer semejante ofrecimiento “¿En serio? Si no tenés drama yo te lo agradezco de verdad. Supongo que mañana, tipo siete, el Roca ya va a estar andando”. Ok, ok pensó ella, vamos nomás. Y fueron.
AAAALa noche estaba húmeda, tanto como corresponde en Buenos Aires. Esto no tenía ni pies ni cabeza. Rita ya se estaba arrepintiendo de todo: de haberlo aceptado como amigo en el facebook, de haberse juntado a “tomar un café” y –sobretodo- de haberle permitido pasar la noche en el sillón de su departamento. ¿Es que este chico acaso no tiene amigos? ¿Qué clase de persona que vive en Provincia no tiene en capital al menos un amigo que pueda ofrecerle un lugar donde caer muerto en situaciones como ésta? Pensó en preguntárselo sutilmente pero, después de repasarlo un rato se dio cuenta de que no había forma sutil de sugerir o preguntar algo así sin quedar como un animal. En fin, no importaba cuántos rivotriles se tuviera que tomar, ella iba a dormir igual. Necesitaba dormir igual.
AAAAUna vez en el departamento y después de una presentación muy veloz de los escasos ambientes que compartía con dos amigas, se sentaron en la mesa del comedor, –ni siquiera en el sillón, ¿eh?-; ella con la franca intención de cerrar el encuentro con una o dos palabras y hasta el día siguiente pero, él con todas las intenciones de prolongarlo un poco más. Pasados unos minutos Rita mira el reloj con disimulo y ahí nomás se quiere matar: ya eran las tres y media de la mañana de un miércoles, bah, de un jueves. Haciendo uso de la última reserva de cortesía que le quedaba le dijo “Bueno, bueno… Yo me voy a dormir. Mañana me levanto a las siete y te abro abajo. ¿Querés una mantita, algo para taparte? No es que haga mucho frío pero, bueno, qué se yo”. “No, no. Está bien”. Silencio de radio y lanzamiento al aire de cara suplicante, acompañado todo con la frase indeseada de: “Se me fue el sueño”. Rita puso esa sonrisa que parece dibujada con marcador y que esconde tras de sí la más variada y completa clase de puteadas habidas y por haber. “¿Sí?” preguntó casi sin abrir la boca y pestañeando repetidas veces como para que no se notara tanto su falsedad. Silencio de radio, otra vez. “Bueno, voy a hacer mate”. Terrible, esto era terrible desde todo punto de vista. ¿Por qué estaba ese chico en su casa impidiéndole irse a meter a su cama que estaba ahí, a pocos metros de ella, cruzando el pasillo, tan mullida, tan linda? ¿Por qué no se iba? Ya estaba, ya no había vuelta atrás. Ahora, Rita comenzaba a pensar en qué cataclismo podría justificar su ya decidida ausencia al trabajo al día siguiente. ¿Qué otra cosa podía hacer?
AAAAPuso agua a calentar y mentalmente le imploraba al Señor que las horas que quedaban pasaran lo más rápido posible en el curso de una conversación amena. Pero, no, nada más lejos. Resultó ser que, a medida que pasaban las horas –y según Ignacio por falta de descanso-, él escuchaba cada vez menos por ese problema en los oídos, mencionado más arriba. Rita se sentía hablando con su abuela que es sorda como tapia: modulaba inclinada hacia él a la vez que Ignacio, con los ojos a media asta –porque por el cansancio tampoco ya la veía muy bien- empujaba no con poca vergüenza el cartílago de la oreja derecha como para oírla mejor. Tanto la desesperaba la situación que no dudó en apelar a las señas cuando veía que repetía cien veces lo mismo. Igual que con Nina, la abuela. Pero lo que agravaba aún más la situación conversacional era que Rita tampoco lo escuchaba bien porque, como a esas horas a él su propia voz le retumbaba en la cabeza, tenía que hablar muy bajito para que no le doliera. Así que, por lo que pudo sacar en limpio: el muchacho va derecho a una cirugía de oído y, probablemente –aunque quizá no con tanta urgencia-, también a una de ojos.
AAAAYa eran las seis de la mañana y Rita no paraba de repetirse a sí misma que ya no estaba para estos trotes. No sólo estaba literalmente “para atrás” sino que además tenía que esforzarse por dibujarla de que estaba bárbara. Cuando se hicieron las siete cero uno de la mañana y por el ventanal se asomó el primer y casi imperceptible rayo de luz ella dijo sin el menor disimulo: “Bueeeeno. ¡Hora de volver a casa!”. Ahí nomás abrió la puerta, llamó el ascensor y bajaron. “Chau, chau”, dijo ella, y agregó haciéndose la simpática: “Muy bueno el reencuetro pero, la próxima vez venís a almorzar, así para eso de las siete de la tarde ya te estás volviendo, ¿no te parece?, porque esto, nunca más, querido”.
AAAANo le daban las piernas para correr a su apreciada, ansiada y extrañada cama. Una vez allí, tapada hasta la pera y debatiéndose sobre cuál mentira sería mejor lo decidió. Celular en mano, le mandó un mensaje de texto a Ana, su amiga del trabajo: “Ani, comí algo ayer que me hizo cagar toda la noche, no me puedo levantar del inodoro. Hoy no voy”.
AAAAEsa misma tarde, recién levantada de una siesta antológica, de ésas que parecen hechas de anestesia y de las que cuesta mucho levantarse, recibe un mensaje de texto de Ignacio: “Estuvo bueno anoche, ¿no? ¿Cuándo nos vemos de nuevo?” No, no. Lo antológico no había sido la siesta; antológico era lo de este muchacho.