lunes, 9 de noviembre de 2009

Mariachi Loco

Oscar Marcos Crespo O.M.C Refrigereación, dos teléfonos celulares y una lista de talentos por demás prometedora: Aire acondicionado, Servicio técnico, Split, Heladeras – freezer, Cámaras frigoríficas. La tarjetita blanca con letras azules elegantes había hecho su aparición frente a mis ojos, casi de manera providencial. El dato del domicilio que culminaba con Los polvorines me dio la pauta de que se trataría de algún conocido de Sebastián. Mejor aún.
AAAAEl verano pasado, el primero en la nueva casa, lo pasamos sudando como sapos porque, con todos los arreglos que hubo que hacerle al nuevo inmueble, nunca quedó plata suficiente para trasladar el aire acondicionado que tanta falta nos hacía de la vieja casita del fondo. La demorada llegada de la primavera este año nos estaba dando tregua pero, tampoco había que abusarse, de un día para otro ese conocido calor insoportablemente húmedo y sostenido de Buenos Aires podía hacer su aparición estelar sin anuncios previos. Así que, sin mayores preámbulos, llamé al señor Oscar Marcos y le pregunté de cuánta plata estaríamos hablando. Nada, prácticamente un vuelto para lo que cobra cualquier agencia de colocación de aires acondicionados. Pusimos fecha, pusimos hora y llegó Sebastián y le conté la novedad: “¿Llamaste a Mariachi Loco?” preguntó. “¿Cómo que Mariachi Loco? ¿Quién es Mariachi Loco?”. “Mi amigo, el bondilero. Está haciendo un curso de colocación de aires acondicionados o ya lo terminó. No sé, creo.” Ahh, buenísimo, pensé yo pero, dándole un poco de crédito me dije: todos empezaron de alguna manera, ¿qué tan difícil puede ser cambiar un aire de lugar?
AAAATiempo después supe que el apodo de Mariachi Loco se lo había ganado por su forma de manejar el bondi. Su líena era la 371 pero, no la de cartel blanco sino la de cartel verde; ésa que pasa cada muerte de obispo y que casi no lleva pasajero alguno. Así que, Mariachi no tardó mucho en hacerse íntimo de la mayoría de los pasajeros que eran habitué del circo rodante verde, rojo y blanco que manejaba: de diez pasajeros, cinco –por lo menos- no pagaban pasaje: “Pasá, pasá” decía orgulloso de su generosidad. Si llegaba a la parada en la que usualmente se subía la profe de gimnasia y ésta todavía no había llegado, el buen señor, viéndola a más de una cuadra y media de distancia, apagaba el motor con pasajeros y todo, se asomaba para chiflarle y gritarle: “¡Vamos, nena, que Mariachi se va!” y la profe agradecida corría a toda velocidad pero, claro, el resto se retrasaba. Entonces, una vez en marcha de nuevo, Sebstián le dicía al conductor: “¡Pero vamos, Mariachi, mirá la hora que es! Son las ocho y veinte: llego tarde”. Y ahí nomás y como si le hubieran dicho las palabras mágicas, Mariachi apretaba a fondo el acelerador y empezaba a pasar cambios, camiones y autos a toda velocidad, a la vez que repetía: “Ehhh, ¡el Mariachi se volvió loco! ¡El Mariachi se volvió loco!”. Y yo había llamado a este demente para confiarle la vida del único aire acondicionado que tenemos en casa.

AAAATal como lo había prometido, apareció con su caja de herramientas y su hijo de diez años, el viernes a las cuatro y media de la tarde. Entendí rápidamente por qué le decían Mariachi: era petiso y fornido, morocho de pelo bien lacio, ojos negros enormes como huevos, y un cuello casi inexistente sobre el que se sostenía una notable cara de luna en la que se dibujaba un bigote barba candado que le daba la vuelta a toda la boca. Entró de lo más jocoso y a los gritos. Sebastián, ya de escucharlo nomás, empezó a reírse de él y de mi cara de pocos amigos. No, si le faltaban el sombrero y la viola. “¿Así que ésta es la casa de mi novio?”, me pregunta en un chillido a mí que me quedé mirándolo con cara absolutamente desencajada hasta que me acordé: Éste era el tarado que Sebastián me decía que cuando iba al Registro del Automotor a patentar algún auto, entraba con voz de piolín y muñecas quebradas, haciéndose el bala y preguntando por su novio. Me hice la que me hizo gracia con el menor de los esfuerzos y me fui. Ya me había caído mal. Y, salvo honrosas excepciones, el que me cae mal de entrada difícilmente pueda revertir su situación.
AAAANo habían pasado ni cinco minutos de la llegada de Mariachi que Sebastián me trae a Clementina y me dice: “Ocupate vos que yo tengo que ayudar a Mariachi”. Claro, qué clase de persona va a colocar un aire acondicionado llevando como único ayudante a un nene de niño de diez años que lo máximo que podía hacer era pasarle las herramientas. Difícil no fue sacarlo, el tema ahora era ponerlo. “Pili, ¿dónde lo ponemos?”, “Y, ¿no habíamos quedado que en tu escritorio?” El espacio daba justito, justito. Ni un centímetro más, ni uno menos. Ahí nomás agarró Mariachi la escalera y empezó a agujerear la pared elegida no con poca dificultad. Hace los tres agujeros para sostener el aparato y ahora le quedaba el más complicado: el que va de lado a lado de la pared para hacer pasar el caño. Yo temía lo peor, y esto era que el buen hombre no pudiera con las paredes antiguas de treinta de esta casa, gracias a las cuales yo rompí un taladro y por las que tengo que llamar a un profesional cada vez que quiero colgar un cuadro.
AAAA“¿Por acá pasa un caño?” Preguntaba Mariachi a los gritos y yo lo escuchaba desde mi cuarto. “No, Sebas, acá no se puede agujerar, por acá pasa un caño” sentenció después de haber hecho todos los agujeros. “Decime otro lugar, ¿dónde lo ponemos?” Ahí me mandaron llamar de nuevo y yo ya no hacía el menor esfuerzo por disimular mi furia viendo la pared del escritorio convertida en un queso gruyere. “Bueno, pónganlo en el living”. Va Mariachi al living y con cara de médico a punto de pronunciar el peor diagnóstico dice: “No. Imposible. Este aire es muy chico para este living”. Genial, bueno, “En el cuarto de Clementina, entonces”. Mira el cuarto y repite: “No. Imposible. Está el tapa rollo”. “Bueno”, dije yo ya a punto de mandar al diablo a Mariachi, a su hijo y a mi marido que, silenciosamente, gozaba viéndome brotar ya sin disimulo, e imaginando la historia que escribiría al respecto. “Entonces pongámoslo en el escritorio pero en otra pared”, sugerí. “No” dice contundente una vez más Mariachi, “porque el compresor no entra en otro lugar, ¿viste?, por el alero del techo”. Ahí me calenté y, dueña de esa ironía venenosa que tengo, dije mirando a Sebastián: “Bueno, mi amor, entonces ¿por qué no lo dejamos así: la pared agujereada como está, el aire desarmado como está y lo vendemos por Mercado Libre? Porque parece que en una casa de ciento cincuenta metros cuadrados no hay un solo lugar donde ponerlo”. Mariachi me mira tocado por lo ácido del veneno y levantando los hombros me dice “Eh… No, bueno pero, ¿qué querés que haga?” “No sé”, le respondí de un solo golpe y continué: “Cuando llamás a alguien para que te coloque un aire acondicionado vos podés elegir dónde ponerlo sin pensar en que tiene que ser una pared en la que justo atrás se pueda ubicar el compresor”. “Ah, bueno, pero para hacer eso se necesitan más metros de caño”, me respondió con cierto desdén como queriéndome demostrar que los efectos del veneno ya se sentían intensos. “Bueno, hagan lo que quieran” les dije y me fui. “Tu señora me va a matar. Es terrible, ¿eh? ¡Papito que te la conseguiste brava!”, escuché que le decía Mariachi a Sebastián, quien le celebraba a risas llanas y poco contenidas cada una de sus acotaciones.
AAAAYa eran como las siete de la tarde y de tanto en tanto me asomaba para ver en qué rayos iba a terminar el emprendimiento imposible y, cuando lo hacía, yo no preguntaba mucho porque me parecía ver al pobre chango sudar sangre con cada una de mis apariciones. Pero, supuestamente lo habían resuelto: insistirían en la pared ya agujerada, sólo que harían pasar el caño por otro lugar, luego de cortar la chapa sobre la que se apoya el equipo. Dele picar otra vez, yo opté por bañar a Clementina, darle de comer y tratar de tranquilizarme pensando que, quizá, de un momento a otro se tendría que ir. “Se quedan a comer, Pili, ¿no te jode?”, demás está decir que éste es uno de esos chistes que mi marido cree graciosos cuando a mí ya no me queda ni media pizca de humor. "No me hables. Por favor, no me hables".
AAAANo terminaban. Ya eran las nueve de la noche y todavía no terminaban. Traté de hacer dormir a la pequeña -porque su hora ya se había pasado bastante- pero, claro, tal cosa representaba una tarea soberbia: en su cuarto, ubicado al lado del escritorio, resonaban todos ruidos de herramientas y los alaridos chabacanos de Mariachi Loco. Lo mío ya era un rezo. Lo quería echar, sacarlo a patadas para ser más exacta. Listo, ya estaba claro que el señor todavía no sabía exactamente cómo hacer bien su nuevo trabajo.
AAAAA las nueve y media de la noche Clementina -por instinto de supervivencia si se quiere- logró transformar el ruido del percutor en canción de cuna y entrar en ese sopor envidiable que es el sueño de un bebé. Yo, por mi parte, fui a relajarme a mi propia cama con mi libro de Pavón en mano, cuando Sebastián se apersona en la puerta y me dice tratando de contener la risa: “Che, Pili, los voy a llevar a su casa porque, pobres, están a gamba”. Mis ojos se asomaron incrédulos por arriba del libro. “¿Vos me estás cargando?” Sebastián no podía parar de reírse y yo, muy a mi pesar, no pude evitar el contagio.
AAAANo sólo los llevó a la casa sino que no volvió hasta una hora y media después. Mariachi lo había invitado a pasar, a comer unas empanadas y tomar un vinito picante para descargar un poco la enorme tensión que había sido poner ese aire acondicionado: “Te juro, Sebas, que nunca me había pasado algo así”, le decía haciendo gestos enormes con las manos que terminaban bien abiertas y apoyadas arriba del pecho en pose de inocente. No -por supuesto- cómo le podría haber pasado algo así alguna vez si lo de él era manejar bondis como un enajenado y no colocar aires acondicionados sin experiencia ni ayuda. “Tu mujer me odia. Me miraba con una cara que ¡Dios mío! Qué miedo. Bravita te la buscaste, ¿eh?, bravita….” Y Sebastián, experto en consolar lo inconsolable, le decía “No te preocupes, Mariachi, esas paredes son terribles para todos los que vienen a hacer un trabajo a casa. En serio. Y mi mujer, ¿qué te puedo decir? Es mucho ruido y pocas nueces.”
AAAAAsí me quedé yo con mi noche especial de viernes: sin marido con quien comer y con un aire acondicionado que, así como quedó, se ve incapaz de tapar todos los agujeros que hizo Mariachi Loco en los varios intentos frustrados que realizó para colgarlo. “Naaaaa, con un poquito de yeso y enduido te queda hermoso. Ni se va a notar”. Calro, lo que Mariachi ignoraba es que eso no era algo de lo que Sebastián se fuera a ocupar ya que a la hora de las herramientas y la construcción, la que se da toda la maña soy yo. Una ganga, el bondilero.
AAAAAh, ¿si funciona el aire acondicionado? Dicen Sebastián y Mariachi que sí. Yo, por las dudas, no quise ni probarlo; por lo menos no hasta que esta furia monstruosa se disipe en el tiempo.

3 comentarios:

  1. ja, ja muy bueno !! muy divertido..
    Imagino perfecto a Sebas !!! juaaa
    Y a vos?!?!? ni te digo !!
    Y que onda? lo prendiste?
    Besos
    Agus

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  2. Al día siguiente, el pobre Mariachi tenía que estar a las 4 Am arriba para iniciar el rutinario recorrido bondileril. ¿Se imaginan como durmió esa noche?

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  3. pero una cosa de locos cómo se ensañó conmigo esta mujer... hasta me dedica unas líneas...

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