martes, 14 de diciembre de 2010

Blanca y radiante

No sé por qué estaba yo con un vestido de raso blanco. Aunque al llegar al recinto y ver que era enorme, como una especie de palacio romano, lleno de columnas y arcos de medio punto, me di cuenta de que se trataba de una fiesta muy formal. Llamaba la atención la falta de cielorraso pero, más aún el pavor entre la multitud concurrente. Llevaba el pelo dorado recogido con un par de jazmines amarrados del lado derecho. En verdad tenía yo la apariencia de una novia y los labios rojos. Mi confusión oscilaba entre mi atuendo y la pavura reinante. Luego de unos pasos solitarios por el salón, donde el eco del taconeo femenino de mis zapatos -uno adelante del otro- imponía una presencia singular, noté la causa de tanto terror generalizado. Allí, en una suerte de claro formado por el espanto, pude ver a Frankenstein monstruo -no Frankenstein Víctor- de espaldas con los brazos colgando cuales péndulos sincronizados. Ahí estaba el protagonista de la noche, infundiendo incomodidad a todos, rozándolos con su presencia, raspándolos como un oso desesperado. Yo también me asusté cuando giró. Sobretodo cuando percibí en su balanceo torpe un claro objetivo, una búsqueda, un deseo dirigido: yo. Me quedé quieta, entre desafiante y petrificada. Cuando se hubo acercado lo suficiente, entendí que su deseo pasaba por sus manos que, al igual que la noche, eran grandes, grises y muy tibias y que sólo querían tomarme por el cuello, como para ahorcarme pero sin nunca terminar de hacerlo. 
Miré con horror mi vestido y entendí que yo era la novia y que él estaba ahí para casarse conmigo para siempre. Si bien la gente dejaba entrever cierta conmiseración con mi situación, también opinaba que estaba bien que una sola persona se inmolara por el bien de toda una comunidad. Yo era el mal menor y él me había elegido a mí. Decidí correr la vista hacia los ficus suspirantes de las columnas laterales en busca de reposo; y allí descubrí que de alguna manera yo también lo había elegido a él, ¿de qué otra forma podría haber estado vestida de novia tan bellamente arreglada? No lo sé, sólo sé que yo era efectivamente la novia de Frankenstein, su alimento, su medicina y  su necesidad. Lo único que debe hacer, señalaba la señora de la capellina, acompañando su discurso con una mano inquieta, es dejarlo ahorcarla todos los días de su vida, cada vez que él quiera, hasta que la muerte por fin la separe. Lo decía, lo juro, con indolente liviandad. 
En medio de sus manos, entre el placer y el miedo, entre el blanco y el negro y una parálisis casi absoluta, descubrí la forma de cambiar mi tortuosa realidad, de cambiar mi destino. Y ese panorama, en apariencia tan irreversible como la corriente de un río, empezó a cambiar su tono, su color y con él, mi cara. Mis ojos volvieron rápidos y de un pestañeo a los de él, con un brillo particular y una sonrisa triunfante, que él entendió seductora. Pero era el brillo de la inteligencia que, en medio de mi aparente fragilidad, había sabido encenderse. 
Así que ya era un proyecto, una promesa. Si no me moría ahí mismo, si esa cosa me iba a dejar con un poco de aire que pudiera pasar todavía al cerebro y de allí a mis piernas, lo único que debía hacer era esperar a que él terminara por hoy, para correr, correr y correr y encontrar, en medio de ese recinto inmenso y desconocido, mi computadora. Tenía que hallarla antes de que él me hallara a mí. Así podría yo escribir esta historia y devolverlo a él a la ficción a la que pertenece, haciéndolo existir solamente entre letras; y así podría yo volver a volar, taconear y serpentear, igualmente blanca, igualmente radiante pero, esta vez libre.

jueves, 9 de diciembre de 2010

Muertaviva

Tú no eres el fantasma: ¡el fantasma soy yo!
A.N.

Hay días verdaderamente complicados. ¿Viste? La ropa, el quilombo y yo que no sé si estoy viva o muerta. Y empiezo a pellizcarme para ver qué onda. ¿Viva? ¿Muerta? Y me duele tanto el pellizco, como cuando estoy engripada, que enseguida me pongo a llorar; lo que en realidad es una cagada, porque no termino de definir qué significa eso: si lloro porque estoy viva o si lloro porque estoy muerta.
Vos estás durmiendo así que no puedo consultarte qué opinás del asunto. Quizá sos viudo y yo ignorante. Así que me levanto, medio persona medio fantasma, me lavo la cara y por las dudas me pongo ropa y por las dudas también voy a trabajar. A ver si todavía estoy viva y me despiden por "abandono de trabajo".
No me queda claro si el colectivo frena por mí o por los cinco que están conmigo en la parada. De éstos ninguno me saluda ni hace contacto visual porque, quiero pensar, cada cual está en lo suyo. Al chofer le digo Buenos días con una sonrisa pero, lo único que dice es, Un pasito para adelante, por favor. No pagué el boleto, o porque estoy muerta o porque nunca llegué a la máquina, todo depende.
Hoy es uno de esos días, com-pli-ca-dí-si-mos. Fijate que vuelvo a casa y cuando me acerco a darte un beso, no me ves ni me sentís en absoluto. Me acerco mucho, a por lo menos a quince centímetros de tu cara y no: el aire es libre y vos seguís en lo tuyo. Dudo en hablarte pero, ¿qué puedo decirte? Los labios me quedan rebotando, inseguros, secos, dolidos. Y ahí nomás me doy cuenta de que sos viudo y yo, un fantasma.
Y me voy al cuarto a leer un rato a Saramago. Y le doy gracias a Dios que nos permita a los muertos leer y, sobretodo, que no tenga un Index de libros prohibidos (de otra forma jamás podría agarrar justo a Saramago). Porque, no vayas a creer, no es nada sencillo darte cuenta de que estás muerta; es más, es bastante triste. De esa tristeza que te hace tragar saliva dos por tres. Que los que más querés no te vean es cosa seria. Y cuando yo estoy triste me da por leer, ¿sabés? Hay gente que la da por comer helado y esas cosas pero, a mí no. A mí se me cierra el estómago y me da por leer. No sé por qué.
Y en eso estoy, pensando en todas las preguntas incómodas que le voy a hacer a Dios ni bien lo vea, cuando de pronto escucho desde el cuarto de abajo un jubiloso y vivo ¡Hola, mamá!
Salto de la cama, yo y mi corazón. Corro por el pasillo descalza y bajo las escaleras a toda velocidad, sólo para abrir esa puerta y descubrir, en un abrazo apretado, lleno de besos y lágrimas, que estoy viva, todo lo viva que necesito estar.
Y vuelvo a nacer, como lo hago cada vez que esa voz dice mi nombre: mamá.