lunes, 16 de abril de 2012

Ruteros

La belleza puede ser un camino. Puede ser, para mí, por ejemplo, subirme al auto y manejar. Manejar, manejar, manejar. Eso es la belleza para mí o al menos una de mis formas preferidas de belleza. Agarrar una ruta sin rumbo, escuchar la música apropiada y andar sin más tiempo que el sol rodando alrededor, dejándome sorprender, poco a poco, por los cambios de paisaje. Sentir el ronroneo del motor suave y amable, casi agradecido de que lo saque a pasear. Porque los dos disfrutamos y nos vamos lejos, bien lejos. Los autos aman las rutas, la ausencia de rebajes, la aceleración sostenida y eso se siente... bien. La belleza puede ser una experiencia única pero, si se comparte, lo único puede convertirse en sublime.

La iniciativa había sido mía, como de costumbre y por esa constante sensación de que si no se aprovecha, la vida es un derroche total. O quizá soy tan loca o tan barroca que siento la muerte ahí, al caer, lista para darme el guadañazo y quiero aprovechar cada minuto como si fuera el último. Como sea, no hacía mucho que salíamos y yo sabía bien que te gustaba manejar tanto como a mí y eso convertía al programa en algo perfecto. Solos vos, la ruta y yo. Tendrías que haberte visto la cara, por favor... Ya había aprendido entonces que a vos te gusta el viaje planificado y que eso de salir sin cronograma no era más que una fantasía improbable, mientras que para mí era un objetivo concreto: hacer camino al andar, con toda la adrenalina, con toda la excitación y emoción que eso supone. Y como algo me conocías vos también, supiste ni bien agarré la 6 con el tanque tan lleno de nafta, que lo del bautismo de Margarita, la hija de mi compañera de trabajo en Campana, era puro cuento. La pregunta Adónde vamos, infatigable y reiterativa, era en vos casi un tic y en mí una razón para la carcajada. Amás verme reír y solo por eso me lo seguías preguntando.

El sol empezaba a virar y vos me dijiste Ya está bien. Me toca a mí. Con cuánto placer te entregué el volante. Nos cruzamos atrás, cerca del baúl y mientras me despegaba los pantalones de las piernas para después estirarme toda, me abrazaste por sorpresa y me besaste tan lindo... exactamente así, como cuando me ponés la mano entre el cuello y la cara. Qué fácil es amarte, te dije o lo pensé. Y lo mejor, de nuevo, estaba por venir. Es que me gusta tanto tu andar... Ir en el asiento del acompañante para mí puede ser tan placentero como manejar. Si me gusta cómo maneja el que maneja podría decir que incluso me agrada más que manejar. Me relajo completamente  y me la paso mirando por la ventana y casi siempre en silencio. Adoro ese momento y lo disfruto. Qué bien que manejás te decía o pensaba, no sé. Pero lo pienso siempre y cada vez que me siento al lado tuyo en el auto, ¿sabés? Como si fuera la primera vez que te veo o la primera vez que me subo. ¿Adónde quiera?, me preguntaste incrédulo. Adonde quieras respondí triunfante. Hiciste bien en elegir la 34. 

Todo el camino fue hablar, conocernos más (todavía un poco más, siempre un poco más), matear, sentir que el cielo es el límite, que podríamos quizá dar la vuelta al globo en ochenta días y volver a horario el lunes para ir a trabajar; subir el auto a un ferry para cruzar mares y estrechos. Fue turnarnos para dormir, pelearnos, confesarnos, callarnos, mirarnos, acariciarnos y volver más enamorados (también un poco más, siempre un poco más). 

jueves, 12 de abril de 2012

Dulce compañía



Es triste, ¿no? Abrir un cajón, abrir una cajita y sacar de ahí un anillo suave, tibio, dorado solo para comprobar que, poniéndolo allí a donde pertenece, en el lugar exacto para el que fue creado, efectivamente, te sentís menos sola, incluso acompañada. Leés el grabado de adentro -como si hiciera falta leerlo...- ¿Te acordás? ¿Te acordás lo que dice allí? Y no podés evitar una lágrima, y después otra y después otra y después... 

Queda mucho por llorar,                                             todavía. 

lunes, 9 de abril de 2012

La oración

Todo por esos días era sollozar. Sollozar en el desayuno, sollozar lavándose los dientes, sollozar en el almuerzo, en el té y en la cena también. Sollozar en una fiesta y suspirar. Imaginarlo llegar, abrazarlo y sollozar. Todo en ella era sollozo y el sollozo era todo en ella; tanto que a veces se confundían. Es que lo extrañaba tanto y el dolor era verdaderamente insoportable. Quién podía, después de todo, vivir sin su corazón y portar, en cambio, en el medio del pecho un agujero gris, por donde entra un chiflete bárbaro, negro infinito como un aljibe ecoso seco, completamente seco. Quizá por eso tanto sollozar, para ver si así, a cuenta gotas saladas, al menos podía llenar con algo ese vacío de pesados adoquines. Pero no había caso; no era nada fácil vivir con el cuerpo por un lado y el corazón por el otro. Así que todo era dolor, silencioso dolor, doloroso dolor. Tan circular, tan desbordante, tan incontrolable era que llegado a su punto máximo, no tuvo más remedio que entregarse al mismo y rezar.
A veces era tan soberbia que se olvidaba de Dios. No por mala sino por estar demasiado convencida de que es ella quien maneja y gobierna todo lo relativo a su vida, sus  emociones, amores y desamores. Pero, oh sorpresa, este dolor la superaba en tanto que, cuando se acordó de Dios, corrió con desesperación a su encuentro, se arrodilló, lo abrazó  y, llorando, le suplicó "Señor mío y Dios mío: si me quiere, que no tarde él en venir a mí; y si no me quiere, que no tarde yo en irme de él, por favor..." 
Y esa fue toda su oración, la que repitió sin cesar, una y otra vez, hasta que se quedó dormida, profundamente dormida, tranquilamente dormida. Y se soñó feliz y en paz en ese Sur preferido, en ese Sur adorado y con el corazón en su lugar. 
Había sido esa, sin dudas, una buena oración.