lunes, 28 de septiembre de 2009

Vacaciones pluscuamperfectas

Imposible olvidar aquellos días en los que salir de vacaciones y en enero (gracias a la Feria Judicial) era casi un mandato. Recién hoy pienso en todo lo que implicaba nuestra gran salida. No sólo para que el programa resultara lo más rentable posible mis papás alquilaban nuestra propia casa –con todo el movimiento equivalente al de una mudanza cualquiera- sino que nos llevábamos todo lo necesario para pasar el mes, más todo lo que se nos pudiera antojar. Sólo de pensar en sábanas y toallas para siete ya tenemos dos valijas llenas; sweaters, remeras, medias, zapatillas, buzos, trajes de baño, camperas ya hacían otras dos o tres valijas más. Por supuesto que nadie se va a la playa sin baldes, palas, moldes, heladera, termo familiar, juegos de mesa, sillas de playa y tablas de barrenar (“No, bueno, las tablas las podemos comprar allá”). Si a esto le sumamos que mi mamá probablemente en otra vida fue sobreviviente de la Gran Guerra y arrastra en ésta el constante terror al desabastecimiento, al inventario hay que sumarle todo alimento no perecedero de la alacena de la cocina y cualquier artículo de perfumería que se pueda necesitar, más un neceser con todos los analgésicos, ungüentos, antibióticos y vacunas que se hayan inventado alguna vez. Claramente, trasladarnos siete con tremendo acoplado era físicamente imposible; entonces, el flete pasaba a ser un ítem más en la lista del presupuesto de las vacaciones. “¿Podemos llevar las bicicletas?”, y claro, después de todo, qué le hace una mancha más al tigre. Y como los Reyes, lógicamente, también pasan por Miramar en el camión partía entonces una caja con pesebre y arbolito de tamaño reducido, especialmente comprados para la ocasión.
AAAADe la misma forma salimos cada verano durante diez años a la costa atlántica hasta que, alentados por la sangre transandina de mi mamá y beneficiados por el “milagroso” uno a uno, empezamos a ir a Chile. Los primeros años íbamos hasta Mendoza en un tren que salía de Constitución y que, además de llevar pasajeros, llevaba autos cargados en sus últimos vagones. Los viajes en ese tren eran fantásticos, el sentido de la aventura estaba a la orden del día y, como debíamos pasar una noche en el mismo, mis papás alquilaban dos camarotes con lugar para tres personas cada uno. Sí, si éramos siete ¿dónde es que dormía el pobre séptimo? Bien, la pobre séptima era yo, y no por mi número dentro de la familia (ya que soy la del medio) sino porque el papel de mártir de buena voluntad ya desde chica me quedaba muy bien y, además, mis otros cuatro hermanos tenían “buenos” argumentos para no poder dormir en el maletero que se ubicaba inmediatamente arriba de la cama cucheta: Los dos más grandes, que no les entraba el cuerpo, el que me sigue sencillamente cual dictador se acomodó en uno de los catres y listo, y la más chica, cumpliendo a pie de la letra su rol de malcriada ilustre, se negó contundente a dormir en ese lugar no apto para seres humanos. Después, cada vez que repetimos el viaje, el debate ni siquiera se abría; ya ponían cualquier bártulo que me perteneciera en el maletero del camarote, como si ese lugar tuviera escrito con luces de neón mi nombre, sobrenombre y apellido. De todas formas, no recuerdo no haber podido dormir; el sueño siempre fue en mi vida un buen aliado.
AAAAUna de las cosas más increíbles de las que tengo memoria es que, al poco tiempo de salir el tren de la Estación, gritábamos como locos cuando papá nos avisaba que estábamos por pasar por la esquina de casa. Eso era fascinante; y para qué explicar lo que nos sucedía cuando pasábamos por el mismo punto pero en el viaje de regreso: no podíamos entender por qué teníamos que viajar como una hora más cuando la puerta de nuestra casa pasaba frente a nuestras narices (como si tirarse del tren con todo y auto fuera remotamente posible). ¿Qué era eso que en el medio del inicio de tamaña aventura nos hacía apilarnos a los cinco contra una ventana sólo para ver pasar la fachada de nuestra casa? La infancia está llena de esas cosas que, confusas en la mente, se traducen diáfanas en el alma.
AAAAHoy pienso en ese explosivo acto espontáneo, me conmuevo y, a través del cristal de cierta adultez, entiendo todo.
AAAASi bien la familia que tiene la posibilidad económica de salir de vacaciones resulta verdaderamente privilegiada, las vacaciones están más asociadas con el descanso, el reposo y el recreo cotidiano que con eso de partir de casa hacia un lugar lejano. Porque quince días en el año (o a veces un mes) no pueden ni deben alcanzar para recuperar energías ni para recomponer lazos.
AAAALa vida cotidiana está llena de potenciales vacaciones, de posibles descansos. Sólo hay que ser muy concientes de ellos para que no nos pase aquello de life is what happens to you wile you are busy doing other things. Así, una comida en familia; un café con una amiga; un momento que dejamos de trabajar o de ordenar la casa para jugar con un hijo sediento de atención paterna; un prender algunas velas y abrir un vino para comer algo mínimamente elaborado al aire libre con nuestra pareja una noche de verano, son todas formas distintas de vacaciones y hasta quizá más productivas. Vacaciones es frenar un minuto para responder un mail o llamar a nuestra abuela; es juntarnos una tarde a tomar el té con hermanos y sobrinos; y puede ser también, renunciar a tanta vida social un domingo o un sábado sólo para quedarnos en casa a dormir acurrucados una siesta larga todos juntos, en la cama grande. Vacaciones es un “te amo” inesperado, un ramo de flores fuera de calendario, un mirar a los ojos del otro como si fuera la primera vez que lo vemos, dejándonos maravillar por tanta belleza. Es conmoverse hasta las lágrimas y reír hasta las lágrimas. Es intentar ser niños otra vez y tratar de recobrar nuestra capacidad de asombro. Es abrir las puertas de nuestra casa a todos los que quieran pasar por ella, y tener siempre algo rico para ofrecer, con olor a café recién colado y pan recién amasado.
AAAAEl mundo de los pequeños detalles es vasto, vastísimo. Y al igual que los ladrillos de arcilla ubicados cada uno en su correcto lugar y momento, los pequeños instantes de la cotidianidad se apilan para forjar una estructura familiar fuerte, firme y cálida.

AAAATodo eso mirábamos por la ventana del tren, por supuesto sin saberlo. Todo eso queríamos atrapar con los gritos, movimientos de manos y miradas azoradas. Quizá con la intención de confirmarlo o quizá con la intención de no perderlo en la travesía. No importaba adónde nos llevara ese tren o de qué paraíso terrenal volviéramos porque, de todos los lugares que visitáramos, nuestra casa, ésa impregnada de olores y sabores tan propios, era nuestro lugar preferido en el mundo. Si bien nuestras vacaciones representaban toda una aventura, la verdadera aventura era la otra que vivíamos a diario y que ignorábamos hacerlo: la de la vida cotidiana que nos esperaba inmutable en esa casa que pasaba frente a nuestros ojos, tanto de ida como de vuelta y que, al vitorearla con candor infantil, parecía con un guiño casi invisible devolvernos gentilmente el saludo.

lunes, 21 de septiembre de 2009

De errores y terrores

“Superación” pareciera ser uno de los términos más difundidos no sé si por la psicología, la religión, la tendencia o qué pero, presente en todas partes como la ropa de moda, a uno le resulta imposible hacerle el quite y por eso llega a sentirse en la obligación casi constante de tener que superarse. Algo más o menos así fue lo que en distintos momentos de mi vida me movió a hacer alguna que otra estupidez.
AAAAYo soy una persona miedosa por definición. Soy sensible y muy miedosa. Miedosa no con todo, por supuesto (para ciertas cosas tengo un nivel de temeridad capaz de paralizar a más de uno), pero sí con cuestiones muy puntuales como ser películas de terror y parques de diversiones con juegos que impliquen terminar patas para arriba. Lo primero no me trajo muchos inconvenientes en mi vida porque en mi casa jamás se consumió ese tipo de cine pero, lo segundo sí, porque siempre que fui a un parque de diversiones me quedé con la horrible sensación de que me había perdido de muchas cosas, ya que si me subía a las tazas y al pulpo me podía dar por hecha. Terca hasta la médula, cada vez que me iba me proponía que la próxima vez me subiría a la montaña rusa (“el rulo pasa rápido”, me decían mis amigas con ánimo de alentarme), así mis acompañantes tuvieran que arrastrarme.
AAAACon el grupo de Comedia habíamos terminado el último show y para festejar fuimos al Showcenter de Panamericana. Mis amigos de Comedia eran la mejor compañía para que yo pudiera superar ése mi gran miedo. Así, inhalando una bocanada importante de coraje ficticio me subí a la montaña rusa, con dos rulos. No me pregunten cuál era el problema real que tenía ese aparato porque no lo sé, sólo sé que no sólo no superé un carajo mis miedos sino que me bajé con una contractura y unos dolores físicos equivalentes al de un ser recién atropellado por un camión en el medio de la ruta; obviamente, combinación de un pánico irrisorio con una máquina vieja y para nada bien aceitada. “Tuviste mala suerte” me consolaban mis amigos, “No te tenés que quedar con esta impresión”. Por las dudas, como ejercicio terapéutico, lo de la montaña rusa quedó suspendido indefinidamente.
AAAAOtro episodio memorable está relacionado con el “terror – terror”, ése de las películas y de la “Casa del terror”, también ubicada en los parques de diversiones. Fue un día común y silvestre en el mismo Showcenter. Habíamos ido con mis amigas al cine a ver una película. Camino a la salida nos encontramos con “La casa del Terror” y ni una sola persona en la cola. “¿Entramos?”, creo que si la idea no fue mía le pega en el poste. “¿Vamos?”, “Vamos…”, “Dale…”, “¡Vamos!”, “Bueno”, “¡Dale!”. Cuestión que sacamos cuatro entradas y nos acercamos a la puerta: “¿No hay nadie para este juego?”, “No” nos dice la chica de los boletos, “Lean bien el cartel antes de entrar”. Lo de siempre: que si estás embarazada, que si sos cardíaco, epiléptico, asmático, reumático, etc… pero ahí abajo la nota lapidaria: Una vez cruzado este punto tiene que seguir hasta el final; no puede retroceder bajo ningún punto de vista, ni separarse nunca del grupo. A todas se nos frunció el alma; lamentablemente Agus y Mili lo manifestaron antes que yo y dieron por perdida la plata de la entrada sin el menor pesar. Después de putearlas un rato, Caro me miró inquisidora “Obvio que vamos nosotras, ¿no?”, “Siií” le dije con el hilo de voz que me quedaba tratando de disimular el curso natural de un preinfarto. Íbamos a entrar solas, ¡solas!, a la casa del terror, no había nadie más que nosotras dos. Como ya no había vuelta atrás, creímos conveniente planificar una suerte de estrategia como para al menos no morir en el primer tramo y llegar con algo de vida al último. “¿Vanguardia o retaguardia?” le pregunto a Caro, “¡Vanguardia!”, buenísimo porque yo siempre pensé que si me van a matar que lo hagan por la espalda me resultaría relativamente bien porque no sufriría de antemano, en cambio eso de ver lo que me va a pasar, me puede enloquecer.
AAAAAsí entramos las dos solas y como en trencito: Caro adelante y yo atrás. La jaula con Hannibal Lecter que casi desvanece a mi amiga a mí no me produjo mayores traumas porque, lógicamente, yo no había visto la película y, además, estaba enjaulado. No recuerdo con detalle todas las apariciones porque como yo no “manejaba”, casi que hice todo el viaje con los ojos cerrados. Lo que sí recuerdo fue un momento en el que entramos a una morgue y entre los fiambres colgantes apareció uno medio vivo que, para mi gusto se nos acercó demasiado. Haciendo uso de lo que me quedaba de racionalidad increpé al moribundo diciéndole que él no era más que un actor y que si se acercaba medio centímetro más le iba a hacer juicio a la empresa, a él y a toda su descendencia.
AAAANunca supe cuánto tiempo estuvimos adentro pero, para mí fueron días. El final del trayecto fue el peor porque tocó mi flanco: se prende una motosierra con toda la furia y siento en la nuca el viento de su hoja girando a toda velocidad. Si Caro no moría descuartizada por el aparato seguramente lo haría por el estallido inminente de sus tímpanos. Grité como nunca y, siguiendo la consigna de no separarnos, casi que la alcé mientras corría como alma que lleva el Diablo. Se abrieron las puertas y, además de Agus y Mili matándose de risa, vimos para nuestro eterno papelón y exponiéndose en una tele a la vista de todo el mundo, una foto congelada de las dos saliendo de la casa a grito pelado con caras deformadas y rodillas por el pecho. Me divierto con la historia pero, al igual que con la montaña rusa, no lo volvería a hacer.
AAAAPero, lejos, mi peor error e intento de superación sucedió al querer hacerle frente a las películas de terror que como buena cinéfila resultaron siempre una materia pendiente en mi vida.
AAAAEstaba de novia con Sebastián e ir al cine era un programa periódico. La prima de él se había sumado al programa y cando llegamos al complejo descubrimos que en cartel no había nada de lo que usualmente nos gusta mirar. Una de las opciones era la remake de un clásico del terror llamado La masacre de Texas. “¿Vemos ésta?”, preguntó Matilde con bravura adolescente. Pensé que si originalmente se trataba de un clásico que había cambiado la forma de hacer cine de terror, y que si yo ya estaba más grandecita y por lo tanto más valiente y, mal que mal, contenida por Sebastián, nada tan terrible podría sucederme.
AAAAError número mil. No sólo me tuve que levantar a tomar un café y a fumar un cigarrillo en la mitad de la película sino que las imágenes pornográficamente sangrientas me quedaron impresas en la cabeza hasta hoy. Creo que no pude dormir durante una semana completa. Luego de tanto reflexionar sobre los efectos del terrible error que fue ver esa película, descubrí que una de las cosas que más me afectó fue el hecho de que se tratara de un suceso verídico. Mi sensibilidad es algo tan delicado que durante el tiempo que duró el film no hice más que ponerme con una facilidad inaudita en el lugar de las víctimas y pensar en lo que no le pasaría a mi pobre psiquis de vivir yo una situación como esa.
AAAALuego de pasar unos tres días sin dormir llegué a la conclusión de que si bien hay cosas que uno puede y debe hacer el intento de superar, hay males que son simplemente genéticos y contra los que es mejor no luchar ya que hacerlo puede causar daños irreversibles en nuestra naturaleza. Así fue como, a fuerza de terquedad, estupidez y varios malos tragos, logré aprender la lección.

sábado, 19 de septiembre de 2009

Primavera

Era 23 de septiembre y, por esas cosas de la vida, ella estaba en la casa de sus padres -en la que no vivía oficialmente desde hacía un año y medio- y con una taza de café con leche recién batido entre sus manos siempre frías -el café de filtro no existía en esa casa-.
AAAAEn fin, era muy temprano considerando que no pensaba ir a ningún lado aquella mañana; y en un movimiento desprevenido, en un movimiento cualquiera, ese olor a mañana primaveral mezclado con ese conocido aroma a café batido, la trasportaron hacia ya tres primaveras atrás, hacia aquel sitio en el que se sintió amada y en el cual realmente amó por primera y única vez a una persona.
AAAAEn pijama y con las piernas cruzadas frente a la computadora, recordó cómo el ruido de la vieja conexión telefónica a internet era Pompa y Circunstancia en sus oídos. Una relación que comenzó por las letras y a través del e-mail. Solo el que gusta de escribir sabe del irresistible poder de seducción que tiene la palabra dirigida a otro que también gusta de escribir.
AAAACon un sutil movimiento de la mano agitaba la poca espuma que quedaba en el fondo de la taza. No supo escuchar consejos, estaba loca de amor, pensaba en verdad que perdería el juicio de todo lo que lo quería. Le daba miedo, tanto miedo. Y en el centro del poco café que quedaba en la taza, enmarcado por los restos de espuma, su boca se reflejó: eran iguales, peligrosamente iguales y cada uno reflejaba del otro aquello que no quería ver.
AAAAEse abrazo, esa mirada de fascinación, esa canción, esas ocurrencias. Todo esto ya no la hacía llorar pero, a veces sí.

Felicidad

Hacía mucho más frío del habitual para ser Buenos Aires. María volvía de un encuentro que estaba planeado en su corazón hacía por lo menos ya más decuatro meses. Todo había salido tan bien que no lo podía disimular. Su cuerpo entero lo expresaba, las manos, los dedos, las mejillas rojas y brillantes, y ¡los ojos! Parecían salirse de órbita, dejando escapar una que otra lágrima de alegría. Se mordía incrédula el labio inferior, al tiempo que intentaba entrar por la ventana de su cuarto considerando que la puerta se caracterizaba por ser delatora de rebeldes. Claro, eran las cuatro de la mañana de un jueves. No se rompió un menisco con los rieles de la ventana de casualidad, tampoco le importó demasiado porque ¿qué iba a hacer? No podía dormir, menos llamar a una amiga sin matarla en el intento. Se sacó los zapatos y empezó a caminar en redondo. Para un lado y para el otro. Empieza a bailar sin música y a dar vueltas de todo tipo. Y justo ahí se choca con el espejo del pasillo. Daba asco lo contenta que estaba. Todo hablaba de su felicidad. Su pelo, totalmente despeinado, lo decía con elocuencia. Por lo abierto de sus ojos y las ganas de seguir sacándole el sabor a aquella noche, supo que no se iba a dormir. Igualmente, corrió a ponerse el pijama (su papá podría aparecer de un momento a otro) y empezó la ceremonia del café. La jarra de la cafetera estaba casi llena, pero la vació en la pileta; no sólo quería café recién hecho y no recalentado, sino que, como a esa hora el tiempo corre más lento que lo habitual y ella estaba básicamente desvelada, prefería esperar, oler y ver cómo bajaba el café por aquel insólito aparato.
AAAAY así, sentada en un banquito azul que primero fue verde y que tiene más años que ella misma, le dio gracias a Dios y comenzó a llorar pero, esta vez en serio. Los vapores del café en proceso llenaban la cocina. Aspiró profundamente su olor como si quisiera guardarlo para siempre y se reconoció feliz en su interior y frente a Dios. Ya con la taza en sus manos compartiendo su calidez, llevó sus rodillas al pecho y cruzó sus pies. Ya no había que moverse mucho. Tenía un sweater grande de lana que embolsaba sus piernas y, sobre la mesita que improvisaban con esta posición sus rodillas, el café se apoyó cómodo, aunque con ayuda. Los movimientos eran mínimos y en sus ojos, en esos enormes ojos fijos en algo que suponemos sería agradecimiento, la razón de ese instante.

Tierra mojada

Algo en el aire me había paralizado. Había llovido a cántaros aquella mañana en Londres y el sol apretado buscaba la manera de salir abriéndose paso entre las nubes. Cerré los ojos y unos segundos más tarde lo comprendí: era el olor a tierra mojada. Cómo me gusta el olor a tierra mojada. Y sin embargo, algo llamaba poderosamente mi atención. En efecto, el olor a la tierra mojada de Londres era particularmente distinto al de Bella Vista. Y ahí nomás empezaron su circo las letanías de mis pensamientos.
AAAA¿Por qué el olor era distinto? O, mejor dicho, ¿por qué yo sentía distinto aquel olor? Teniendo en cuenta que mi hermana se había ido a buscar una casa de cambio, me acomodé abrigada en un banco, enrosqué un poco más mi bufanda verde, dejando que mis siempre agotadoras letanías fluyeran a su manera desde ésos sus rincones más inhóspitos.
AAAAMi tierra son mis calles, mis caminos, mi hogar. Mi tierra son esas desgraciadas baldosas rotas que, los días de lluvia, cumplen la función de “trampa para zapatos abiertos”. Mi tierra es asfalto hirviendo con sensación de brea derritiéndose. Un litoral de tierra pasada por agua, al mismo tiempo que es tierra madre de miles y miles de semillas que esperan ser planta. Y, cómo negarlo, una tierra que se dobla de angustia e impotencia frente a un país que se desarma poco a poco. Hectáreas y hectáreas de campos solitarios, sin más atención que la del sol y de la noche.
AAAAEn todas sus facetas, definitivamente, un olor muy distinto al de la siempre más húmeda Londres. Nostalgia, mucha nostalgia. Mi tierra, mi casa. Por ahí pasaba el delgado hilo que unía mi recuerdo olfativo a aquella tierra querida. Por ese lugar pude ver con claridad que la tierra es muchas cosas pero, por sobre todas aquellas, es ese lugar donde alguna vez nuestros padres pusieron los cimientos de una casa. Casa por la que pasaron y pasarán muchas generaciones, y hasta quizá de familias distintas. ¡Si mi tierra hablara!
AAAA“Del polvo vienes y al polvo volverás”. En ceniza o en mortaja, es la tierra, nuestra tierra, la que elegimos, la que nos dará en su frío abrazo perpetuo, el abrigo del nunca más o el para siempre. Nos guardará como una madre abriga a su niño en el seno de su vientre.
AAAAAllende el mar estaba mi tierra. Si hubiese podido trasportarme en ese mismo instante, juro que me habría inclinado y la habría besado con todas las curvas de mi rostro. Habría amado su sabiduría. Ella, testigo silenciosa de la historia. Allende el mar, la habría amado, la habría besado.
AAAAMi tierra. Tierra que huele distinto, tierra que sabe distinto. La tierra que me vio nacer, y que guarda misteriosa, y en el más delicado de los silencios, el secreto de mi vida.

jueves, 17 de septiembre de 2009

La boda y la muerte

Era 14 de diciembre de 2005. Madrugué para irme a depilar porque el día anterior -como no podía ser de otra forma- todas las mujeres de la ciudad habían decidido que era hora y momento de despelarse y, teniendo en cuenta que noche mediante me casaría, la espera se me había hecho insoportable. A las nueve tenía turno en la peluquería, aunque más no fuera para conseguir un liso un poco más perfecto del que ya tiene mi pelo. Mi tía que había venido de Chile, mi mamá y yo fuimos a ese santuario femenino de pueblo que olía a mañana de verano y a pelo de los múltiples gatos que Mickey y Carlos adoptan compulsivamente, en el afán de formar una familia.
AAAAConmigo y mi juventud fue con la primera que terminaron. Hechas las uñas, hecho el brushing no podía quedarme mirando cómo hacían para arreglarles la cabeza a mis compañeras; entonces, como el día estaba verdaderamente primaveral y en absoluto caluroso, decidí volver a casa caminando. No recuerdo haber pensado nada en particular, sólo recuerdo las voces de unos obreros que trabajaban en una obra pública y que a lo largo de por lo menos media cuadra me decían cosas desde la vereda de enfrente como “¡Algo así no se ve en mi barrio!”. Confieso que no pude evitar sonreírme ni sonrojarme. El arrebato de ese señor se ganó una pequeña parcela en el vasto territorio de mi memoria.
Todos listos y alborotados -al mejor estilo Medina- partimos hacia el Registro Civil de San Miguel donde, gracias a los contactos de mi suegro, el juez Villalonga había accedido a casarnos un miércoles, día en el que nunca se celebran matrimonios, al menos no en ese Registro.
AAAASebas llegó caminando: alto, buen mozo, portando el único traje que se compró en su vida y con un puñado de nervios bien escondido entre los labios. "¿Dónde dejaste el auto?", le pregunté. "Dejé a mi mamá y mi hermana en la peluquería y vine caminando porque no quería llegar tarde". Ése iba a ser mi marido. Menos mal que el día estaba lindo porque si no, no habría sido capaz de sacarse de encima el olor a caminata de diez cuadras largas bellavistenses a pleno rayo de sol.
AAAAUna mujer con cara de rutina nos pide a los novios y testigos que entremos a su despacho. Acto seguido, nos pide a todos y cada uno los documentos. A ver: ¿Cómo iba a explicar, sin quedar como una verdadera imbécil, no que me había olvidado el documento sino que no lo había traído a propósito porque pensé que no era necesario? ¿Qué clase de persona va al registro civil siquiera a averiguar algo sin el documento? Ninguna, por supuesto, salvo yo. Lo miré a Sebas con esa cara tan mía en la que él reconoce que, no importa cuántos años vayan a pasar, nunca lo voy a dejar de sorprender con la barbaridad que pueda salir de mi boca, y por la que, probablemente, siempre me va a amar.
AAAAMi cuñado se subió muy rápido a su rol de superhéroe y sacó su camioneta de entre los autos estacionados y, girando en u y a los tiros, volvió a casa a rescatar mi DNI para que yo pudiera casarme. Por supuesto que en los cuarenta y cinco segundos que le llevó hacer esta maniobra me propinó toda clase de insultos sobre mi estupidez y me mandó a terapia por mi evidente deseo inconciente de no querer casarme.
AAAAEn fin, minutos más tarde y como héroe consagrado, mi cuñado trajo mi DNI y la ceremonia comenzó. Nunca supimos bien lo que nos dijo el juez porque nadie lo escuchó. Si nos estaba casando para toda la vida o estaba leyendo para sí el manual de instrucciones de un artefacto que sólo a él podía interesarle, era exactamente igual. Lo mismo se puede decir de la insolente chomba amarilla patito que vistió para la ocasión. Cómo sea, con Sebas nos inclinamos un poco hacia delante y, entornando los ojos, veíamos cómo se movían los labios del juez para saber exactamente cuándo nos tocaba a nosotros decir el famoso “Sí, acepto”. Ahí sí que me emocioné. Fue el único momento en el que realmente me emocioné.
AAAAFuimos todos a almorzar a casa. Los novios no probamos bocado porque el fotógrafo quiso liquidar su trabajo en una hora y media y, para cuando terminó la sesión, ya estaban todos listos y entonados para bailar en patas sobre el pasto frío. Así, a medida que nuestros amigos volvían del trabajo y pasaban a saludarnos, pasó toda la tarde y, así también, llegó la noche.
AAAANunca voy a olvidar esa noche. Fue una de las noches más lindas y tristes que pasé en mi vida. Sebas ya se había ido y en mi casa quedó mi familia y cierto clima festivo. Con las sobras de la comilona del mediodía improvisamos una cena en la mesa del patio. Estaba cálido y quedaba muy poca luz natural, de ésa que hace que el cielo se tiña de un extraño color azul oscuro. Los dos foquitos de pocos watts que pendían del ventilador apagado hicieron el resto. Se respiraba un aire extraño, un aire similar al que ser respira en esas reuniones de seres queridos después de un velorio. Se respiraba vida y muerte. La vida nueva que estaba yo por comenzar pero también, la inevitable muerte de mi lugar dentro de esa casa. En dos noches más ya no volvería a dormir allí, en el único lugar en el que había dormido durante mis veinticinco años de vida. Mi casa, mi única casa iba a dejar de serlo dentro de dos días y para siempre. Recuerdo muy bien haber pensado que la próxima vez que mamá fuera al supermercado ya no tendría que comprar granola, y lo que quedara en la caja después del domingo, se vencería o se echaría a perder.
AAAAEstábamos ahí, riéndonos, todos en círculo alrededor de la mesa, despidiéndonos, sí. Diciéndole adiós a esa infancia tan divertida de cinco hermanos durmiendo bajo el mismo techo, de esos días de madrugar todos juntos para ir cada uno a su colegio (porque mi madre, tan madraza, no tardó en darse cuenta de que no estábamos todos hechos para ir al mismo). Ya habíamos pasado por esto cuando mi hermano Federico se casó pero, la partida de los hijos, uno a uno, representa necesariamente una muerte más lenta. Papá estaba disimuladamente emocionado. Cómo me costaba decirle adiós a tantos años de felicidad, a tantas noches tan cálidas como ésta. Los cinco corriendo los sillones para jugar a “Lucha libre”, morirnos de risa y terminar llorando –o sangrando- por alguna mano encabronada que se zafaba. Los cinco, ya más grandes, moviendo de nuevo el mobiliario pero esta vez para practicar las coreografías de Comedia Musical que a los varones tanto les costaba aprender. Los siete, más cualquier amigo que así lo quisiera, yendo juntos de vacaciones en el mismo auto (o en dos pero en caravana) durante mil horas montaña arriba, montaña abajo, a la misma casa, al mismo lugar.
AAAATodo eso moría un poco más esa noche. Todos lo sabíamos pero nadie lo decía. Nos limitamos a querernos con la mirada y a jurarnos silenciosamente que, a pesar de los distintos caminos que cada uno tome, siempre nos vamos a volver a encontrar, ya sea los domingos al mediodía para comer los asados arrebatados de papá en la casa que nos vio crecer, o en cualquier rincón de la memoria que nuestros recuerdos necesiten evocar.