sábado, 19 de septiembre de 2009

Felicidad

Hacía mucho más frío del habitual para ser Buenos Aires. María volvía de un encuentro que estaba planeado en su corazón hacía por lo menos ya más decuatro meses. Todo había salido tan bien que no lo podía disimular. Su cuerpo entero lo expresaba, las manos, los dedos, las mejillas rojas y brillantes, y ¡los ojos! Parecían salirse de órbita, dejando escapar una que otra lágrima de alegría. Se mordía incrédula el labio inferior, al tiempo que intentaba entrar por la ventana de su cuarto considerando que la puerta se caracterizaba por ser delatora de rebeldes. Claro, eran las cuatro de la mañana de un jueves. No se rompió un menisco con los rieles de la ventana de casualidad, tampoco le importó demasiado porque ¿qué iba a hacer? No podía dormir, menos llamar a una amiga sin matarla en el intento. Se sacó los zapatos y empezó a caminar en redondo. Para un lado y para el otro. Empieza a bailar sin música y a dar vueltas de todo tipo. Y justo ahí se choca con el espejo del pasillo. Daba asco lo contenta que estaba. Todo hablaba de su felicidad. Su pelo, totalmente despeinado, lo decía con elocuencia. Por lo abierto de sus ojos y las ganas de seguir sacándole el sabor a aquella noche, supo que no se iba a dormir. Igualmente, corrió a ponerse el pijama (su papá podría aparecer de un momento a otro) y empezó la ceremonia del café. La jarra de la cafetera estaba casi llena, pero la vació en la pileta; no sólo quería café recién hecho y no recalentado, sino que, como a esa hora el tiempo corre más lento que lo habitual y ella estaba básicamente desvelada, prefería esperar, oler y ver cómo bajaba el café por aquel insólito aparato.
AAAAY así, sentada en un banquito azul que primero fue verde y que tiene más años que ella misma, le dio gracias a Dios y comenzó a llorar pero, esta vez en serio. Los vapores del café en proceso llenaban la cocina. Aspiró profundamente su olor como si quisiera guardarlo para siempre y se reconoció feliz en su interior y frente a Dios. Ya con la taza en sus manos compartiendo su calidez, llevó sus rodillas al pecho y cruzó sus pies. Ya no había que moverse mucho. Tenía un sweater grande de lana que embolsaba sus piernas y, sobre la mesita que improvisaban con esta posición sus rodillas, el café se apoyó cómodo, aunque con ayuda. Los movimientos eran mínimos y en sus ojos, en esos enormes ojos fijos en algo que suponemos sería agradecimiento, la razón de ese instante.

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