martes, 30 de marzo de 2010

Jueves santo (I y II)


I
Yo era uno de los doce. Así nos llamaban muchos. De los doce que íbamos con Jesús para todos lados. Pero, no era tanto que nosotros habíamos elegido seguirlo como que Él nos había elegido a nosotros. Así creo que lo sentíamos todos, o así al menos lo sentía yo.
Como todos los años, a luna llena, robusta y luminosa, junto con la brisa propia de los primeros calores de Israel, anunciaban la llegada la Pascua ese día. La noche estaba seca y fresca, como era habitual en esa época, o mejor dicho, como era habitual casi todas las noches del año. Caminábamos todos a la casa del señor en la que el Maestro nos había convocado para celebrar esa fiesta. Quizá había más viento del habitual y por eso la arena y el polvo se metían de manera inconveniente en los ojos y en los pliegues de la ropa. Era jueves o algo por el estilo. No hablábamos demasiado, quizá por el presentimiento de aquello de lo que sólo Jesús hablaba y ninguno quería realmente pensar. La idea inicial que teníamos de Salvador había mutado tanto en el tiempo que ya no teníamos más opción que aceptar la tragedia que se asomaba. Supongo que por eso no hablábamos: no entendíamos nada; por eso, y porque la cena a la que el Señor nos había convocado olía más a despedida que a fiesta. Normalmente, la Pascua se celebraba a lo grande; se elige el cordero o chivo macho que mejor ha crecido y se ha desarrollado para sacrificarlo y rociar con su sangre los postes y dinteles de las casas y así recordar el paso del Señor por Egipto; luego se pone esa carne al asador y comemos y bebemos hasta bien entrada la noche. No existe quién no espere la noche de Pascua durante todo el año, sin embargo, esta noche llegaba como un mal presagio.
El dueño de casa nos recibió y a simple vista podía observarse su dedicación en cada detalle. Los platos, cuidadosamente dispuestos, y las copas, anticipaban sobre la mesa la excusa de una reunión. El olor de los panes chatos recién horneados, mezclado con el de las verduras amargas, habían impregnado la sala de ese aroma para mí tan característico de la fecha que se celebra. Se notaba a simple vista que el buen hombre realmente se sentía halagado por haber sido elegido como anfitrión para un huesped tan importante. Jesús ya era famoso y conocido en todos lados; no tal vez como lo que verdaderamente era pero, nada de lo que hacía pasaba desapercibido. Tenía el don de embellecer el paisaje al andar y de alegrar un alma con una sola mirada. Cada vez que hacía un milagro la gente no reventaba sólo porque no es físicamente posible pero, de haber podido elegir entre creer o reventar, la mayoría habría elegido reventar; porque, créanme, es más difícil creer en los milagros cuando se ven que cuando te los cuentan.
No nos hizo esperar mucho; nunca lo hacía. Llegó sencillo como era. Con su túnica lo suficientemente limpia y sus infatigables sandalias; el bastón sí que nunca se lo había visto; quizá le devolvió la salud al hijo de alguien camino a la cena y en agradecimiento se lo regalaron; no lo sé ni me animé a preguntarle porque no me salían las palabras. Nos miró y nos sonrió como lo hacen los padres con sus hijos cuando tratan de disimular frente a ellos su tristeza, o cuando sólo el hecho de verlos los conmueve. Le dimos la bienvenida como si nada y empezamos con el sacrificio del cordero.
Si bien para ese entonces yo ya era un hombre grande, no me acostumbraba a ver morir al animal fuera en el nombre de quien fuera. Sus ojitos y pataleos desesperados me hacían un nudo en la garganta y el estómago pero, no duraban mucho ya que las manos expertas de los siervos asestándole una sola puñalada, terminaban con el chillido, con su miedo y con la vida. ¿Ignoraba yo en ese instante que la imagen de este cordero grande, perfecto y poderoso a punto de ser sacrificado se me presentaría contundente ante mis ojos al día siguiente? No puedo recordarlo. La sangre del animal caía por todos lados y ese olor medio dulce lo llevo pegado en la memoria; con esa misma sangre marcamos cada uno a su turno los postes y los dinteles de las puertas, y luego de lavarnos cuidadosamente las manos, nos sentamos a la mesa, dejando espontáneamente los lugares que a cada uno le correspondía.
Así fue como me senté a la derecha del Señor, como siempre lo hacía y como él siempre quería que lo hiciera. El bullicio era general y los temas de conversación de los más variados. Yo, si bien no soy de mucho hablar, aquella noche estaba más callado que de costumbre. Además, siempre fui muy perceptivo, y aunque no podía imaginar ni remotamente lo que nos tocaría vivir en los días subsiguientes, sabía que esto era el comienzo de una larga noche, más bien fría y más bien oscura; que tendríamos que atravesarla, aunque fuera aferrados a la certeza de que tarde o temprano amanecería y el sol abrigaría todo aquello que padeció a la intemperie.
Un leve carraspeo de la voz del Maestro bastó para que se produjera el más absoluto de los silencios y, con él, las más terribles declaraciones: "Amigos, quise ardientemente comer con ustedes esta Pascua, antes de padecer. Siempre estuvieron conmigo sin abandonarme y por eso van a estar conmigo también cuando triunfe". La idea que él tenía de "padecer" no era exactamente la que nosotros nos hacíamos. ¿Cuánto podía padecer aquél que habíamos visto resucitar a los muertos? Y continuó con una afirmación que nos dejó a todos envueltos en el peor de los estados: "Y lamento decirles que uno de ustedes, mis elegidos, me va a entregar". Eran doce pares de ojos mirando en todas las direcciones, buscando unos en otros el más leve indicio de traición. Muchos le preguntábamos "Señor, ¿puedo ser yo?"; no porque lo creyéramos realmente sino para tener la certeza de que él sabía que no se trataba de uno. Pero, por supuesto que Jesús no iba a decir públicamente su nombre ya que todos reaccionaríamos de la manera más salvaje, así que se reservó el dato pero, no se cansó de repetir con honda pena siempre que pudo que uno de los suyos, uno de los que él había elegido entre muchísima gente, lo iba a vender por unas monedas, lo iba a entregar a las fieras. El Maestro estaba perdiendo a uno de los suyos y era justamente eso lo que más apenaba su alma porque, con o sin entregador, él no dejaría de subir a la cruz pero, ésta sí tendría un poco más de sentido si su hijo se arrepentía. Quería ablandarlo, mostrarle que él ya sabía lo que haría, mostrarle que nunca es tarde para arrepentirse pero, abrazarlo tal vez y decirle que lo amaba pero, no hubo caso, Judas Iscariote seguía inmutable.
Las migas de los panes ácimos esparcidas por toda la mesa y las tinajas livianas daban cuenta de la buena cena que habíamos comido. Fue entonces cuando Jesús, poniéndose de pie, le pidió al dueño de casa que le sostuviera la túnica y le acercara una toalla; luego nos pidió que nos sentáramos y nos sacáramos las sandalias porque él iba a lavarnos los pies. Ahora sí que no entendíamos nada de nada. ¿Por qué, Señor, vas a lavarnos vos a nosotros los pies? Tan desproporcionado nos parecía el acto de amor que Pedro se negó rotundamente a que Jesús le lavara nada: "Señor, ¡lavarme vos a mí los pies!" le increpó rojo de indignación; a lo que el Maestro con mucha paciencia le dijo que ahora no lo iba a entender pero, que esto no era más que el recordatorio de la esencia de su mensaje: que Él había venido al mundo no para ser servido sino para servir. No necesitó agregar nada más. Pedro y todos -Judas también- dejamos que nos lavara los pies. Cuando sus manos y el agua fresca tocaron la piel de los míos no pude evitar conmoverme y entender. Entender que un gesto así de claro era necesario para no olvidar nunca su mensaje aquéllos que decidamos transmitirlo. Ese gesto era la expresión de amor más pura que alguna vez me hubiera tocado presenciar. El Señor me miró sabiendo todo lo que pasaba por mi alma, y esto lo alegró y me lo hizo saber con la más franca y amplia sonrisa. Lo que yo ignoraba, y entiendo recién ahora reflexionando al respecto, es que aquella noche, antes de morir, la principal preocupación de Jesús era dejar asentado en actos lo que tendríamos que recordar para siempre. Y eso fue lo que sucedió con la institución del Sacramento.
Nos llamó nuevamente a la mesa y allí mismo tomó un pan sin fermentar de los que habían quedado y nos dijo muy serio y mirándonos a cada uno a los ojos: "Amigos míos, éste es mi cuerpo que voy a entregar por ustedes y por toda la humanidad", luego lo partió y lo repartió entre todos los que allí estábamos y, en un acto de sincronicidad involuntaria, comimos cada uno nuestra ración vaya a saber Dios pensando exactamente qué. Estaban sucediendo demasiadas cosas juntas y todas muy importantes como para poder procesarlas en la medida de su grandeza. Pero esto no terminaba ahí. Tomó el vino, llenó su copa y nos dijo, nuevamente mirándonos a cada uno a los ojos, sondeando hasta lo más profundo de nuestras almas: "Y ésta es mi sangre, la que voy a derramar en la cruz por ustedes y por todos los hombres". Tomamos de esa copa, cada uno a su turno y Jesús agregó: "De ahora en más repitan ustedes esto en memoria mía y de lo que está por suceder". El misterio nos sobrepasaba; a mí me sobrepasaba. La cabeza no tenía lugar en ese momento ni podía tenerlo; sólo se trataba de sentir, en mi caso, un amor desbordante.
Cuando todos creíamos que del asunto del traidor no se iba a hablar más, el Maestro volvió a mencionarlo, casi para sí, como quien piensa en voz alta, ya con la voz entrecortada de llanto contenido, seguramente resignada por aquello que se dice en vano o que intentamos sacar porque adentro duele: "De verdad les digo que uno de ustedes me va a entregar"; y no terminó de decirlo que pareció él mismo sorprenderse de haber pronunciado esas palabras en voz alta, y nos miró a todos con los ojos llenos de dolor. Y nuevamente en el bullicio causado por las acusaciones desesperadas, Pedro me hizo señas para que me acercara a él. Cuando llegué a su lado me dijo "Juan, ¿por qué no le preguntás vos al Señor quién es el que lo va a traicionar? A vos seguramente te lo diga"; y así lo hice. Cuando me senté a la mesa otra vez, me apoyé en el hombro del que yo sentía como mi padre y le pregunté quién era el que lo iba a traicionar, y me respondió: "Al que le entregue este pan mojado en mi plato. Ése es el que me va a entregar". Y cuando se acercó a Judas, que en realidad no estaba lejos, le entregó el pan y, para terminar de comprimir mi alma del todo, escuché que le decía: "Ya llegó mi hora. Andá a hacer lo que tengas que hacer". Cómo fue que Judas pudo no conmoverse, cómo fue que ahí nomás se levantó de un salto y salió de la casa para ir a entregar a Jesús, cómo pudo sobreponerse a la mirada clementina del Señor que le ofreció hasta el final infinitas oportunidades de arrepentimiento; la verdad es que no existe una respuesta precisa para tal cuestión, el alma de una persona en su relación con Dios representa siempre un misterio indescifrable para los demás. Lo único que me queda decir es que los años me enseñaron que al mal del mundo no le cuesta nada tomar forma de dinero, subirse a un altar y hacerse adorar por fieles y ciegos seguidores capaces de cualquier cosa por sus beneficios. Es muy probable que algo así le haya sucedido al pobre Judas. Pobre Judas; no era necesaria su traición para que el Señor redimiera al mundo.
Del otro lado de la habitación, cada tanto aparecía apoyada en el marco de la puerta y con los brazos cruzados sobre su vientre, María, mi tía y madre de Jesús. Miraba muy seria toda la situación, a su hijo con un amor muy especial, a todos los que estábamos allí presentes, y el milagro que sucedía a cada instante. Miraba esperando su momento para poder abrazar, una vez más como tantas veces lo había hecho, a su hijito amado. Seguramente no lo quería interrumpir; los años le habrían enseñado a diferenciar cuándo podía ser su hijo, y cuándo era ese Maestro que se ocupaba de los asuntos de su Padre. Pero, llegada la hora de salir, con rotunda determinación, caminó al encuentro de su hijo y se abrazaron tiernamente. Ella le acariciaba el pelo y sólo podía repetirle una y otra vez cuánto lo amaba, hijo mío, cuánto lo amaba. No sé cuántas veces ni tampoco creo que importe porque, seguramente, todas esas veces se le hicieron pocas.
II
Jesús nos dijo que su hora había llegado y nos pidió que lo acompañáramos a pocos kilómetros de allí, al Monte de los Olivos, para orar antes de padecer. En el camino nos explicaba que sería una noche larga y que nos necesitaba a su lado. Si bien no dijo expresamente que estaba asustado, no era difícil darse cuenta de que claramente lo estaba. Nos recordó que éramos sus amigos y que nos necesitaba despiertos y rezando para tener la fortaleza de enfrentar su hora. Llegados a un punto, le pidió a ocho de nosotros que se quedaran allí rezando, y a Pedro, a Santiago y a mí nos solicitó que lo acompañáramos más adentro del Huerto de Getsemaní. La consigna era la misma: rezar y no dormirse, acompañar. Nos acomodamos y el el Señor, apartándose un poco más para mayor privacidad, comenzó su oración. Una oración que me aterrorizó porque vi al Maestro aterrorizado; incluso él mismo decía que sentía una angusita y un miedo de muerte. Jesús lloraba y yo no podía ni rezar siquiera porque no lograba entender lo que sucedía. Su cuerpo entero temblaba sobre sus rodillas y juraría que lo vi sudar sangre. Era el miedo del mundo concentrado en una persona; hoy lo entiendo mejor: era el pecado del mundo entero concentrado en una sola persona; toda la miseria humana del mundo concentrada en una sola persona.
Y, más como si fuera una suerte de exabrupto que algo profundamente meditado, el Señor gritó mirando al cielo, envuelto en el llanto más desesperado, el más lleno de terror: "Padre mío, de ser posible apartá este cáliz de mí" y lo repetía una y otra vez: "apartá este cáliz de mí", "apartá este cáliz de mí". Pero, como si la respuesta le hubiera sido soplada al oído y sabiendo él de antemano que tal cosa no podía suceder agregó, quizá resignado: "Pero, que se haga tu voluntad y no la mía". Era muy difícil ver desarmado y suplicante al hombre que en un abrir y cerrar de ojos había resuelto el hambre de miles con dos panes y cinco peces. ¿Era el mismo? ¿No podía él solo apartarse de su propio cáliz? Sentí tantas veces ganas de interrumpirlo con estas preguntas con el fin de calmar su angustia pero, sabía que no tenía sentido que lo hiciera. Pero, con éstas y otras inquietudes, al igual que mis compañeros me quedé dormido, escuchando de lejos el lamento del Maestro, que luego de un rato amainó -dicen- gracias a la aparición de un ángel enviado por Dios para consolarlo.
En verdad quise quedarme despierto pero, no pude y no tanto porque el sueño me venciera sino porque quizá necesité evadirme de tanta desgracia; tanto de la vivida como de la venidera. Nuestro consuelo, el de los ya once, fueron ese par de horas de sueño. Si bien Jesús nos había despertado una vez, no volvió hacerlo; quizá porque entendió esto, que todo lo que estaba sucediendo nos superaba en entendimiento y, probablmente, también en fe.

lunes, 8 de marzo de 2010

Día de la mujer, what?


El día de la mujer me irrita como me irritan la mayoría de los "día de...". El único día que siento en la sangre es el de la madre y ni siquiera lo siento en octubre sino el día del cumpleaños de mi hija -¡la pucha que eso sí es convertirse en algo de la noche a la mañana!-; y también, por supuesto, el día del amigo, quizá porque Dios me bendijo con muy buenas amigas y porque no puedo dejar de fascinarme con la movida urbana que representa ese día para toda la gente. Pero después, el día del niño, del padre, del abuelo, del arquero, del maestro, de la secretaria me tienen sin cuidado. Bah, me irritan.
AAAAAhora, el día de la mujer me irrita particularmente. Me dicen "feliz día", me mandan mensajes de textos y yo sonrío falsa y me pregunto por qué carajo esto de ser mujer es digno de felicitación, al punto de tener un día especial en el calendario. O no termino de entender si en realidad este día no es una forma de insulto.

AAAAEstuve investigando un poquito en internet sobre su origen para hacer mi descargo con una suerte de argumento. Sólo encontré lo que me esperaba: revolución industrial, revolución francesa, revolución femenina, etc., etc. Al fin y al cabo el día de la mujer no es más que la celebración o el recordatorio de los tantos derechos adquiridos, a fuerza de mucha lucha, por la mujer de Occidente con el fin de no ser menos que el hombre: derecho al voto, derecho a trabajar tantas o más horas que el hombre por un sueldo digno y amparo legal.
AAAAPero con ellos, sin que nadie los llamara, aparecieron el derecho a manejar, a cortar el pasto, cambiar cueritos y bombillas, agujerear paredes y colgar cuadros. Ahí sí que nos pusimos contentas, sólo que esta pila de derechos se acopló a nuestras obligaciones más o menos exclusivas del género: como por ejemplo la de embarazarse, andar con un ser humano adentro del cuerpo subiendo y bajando colectivos, dar de mamar cada tres horas, pasar meses sin probar una cerveza y durmiendo de a puchitos, cocinar para que nadie muera de inanición o desnutrición, planchar, limpiar y, de vez en cuando, ir al supermercado (porque mandar al hombre, por más buena voluntad que le ponga, es tirar un valioso bonus a la basura). Y todo esto en el marco de la mayor de las ciclotimias gracias a nuestro complejo sistema hormonal. Como sea, en cuerpo ausente o presente, toda la logística de una casa funciona en torno a nuestra cabeza, nuestro celular y la rapidez de nuestras piernas: lo que se rompe, lo que funciona, lo que hay que arreglar y a quién hay que llamar. Y de yapa todo, absolutamente todo, está a nombre nuestro, entonces resulta ser que no hay trámite que podamos delegar, o que si algún día hay un problema, las que vamos en cana somos nosotras.

AAAAAl fin conseguimos lo que queríamos; ser iguales a ellos y mejor que ellos porque nuestras responsabilidades se cuadruplicaron pero, no importa, porque así confirmamos que somos mujeres: porque vamos por la vida como expertas y orgullosas malabaristas, tapándonos las ojeras con kilos de base y con la mejor sonrisa tiesa. Vivimos agotadas, al borde del colapso y añoramos indignadas los tiempos de nuestras abuelas en lo que los embarazos consistían en tejer al crochet mirando el sol de otoño entrar por la ventana, con olorcito a scons horneándose en la cocina, escuchando (quizás) un lindo bolero brasilero.
AAAAPuede que ese modelo a algunas le funcione pero, creo que está en nuestro XX esto de hacer cien millones de cosas a la vez como si fuéramos prestidigitadoras, y por eso nuestras antepasadas lucharon tanto para que lleguemos a este punto, aunque muchas veces lo hagamos con la lengua afuera. Somos felices así, nadie nos obliga a hacer nada (aunque es cierto que muchas no pueden darse el lujo de elegir). Y creo que por eso me irrita que me digan "¡Feliz día!", porque me suena casi a "pésame", los hombres lo dicen como con lástima porque, por supuesto, no entienden cómo hacemos. Al darle relevancia a este insólito día lo único que logran es que tome conciencia de todo lo que hacemos y me sofoque, ¿será eso? No es un logro adquirido ser mujer; es lo que nos tocó y lo hacemos lo mejor que podemos, lo mismo que los hombres, quienes hacen lo mejor que pueden con su naturaleza.

AAAAEste día sí tendría que llamarse "El día de los derechos de la mujer de Occidente"; y de esta forma la celebración sería mucho más justa, lo que se recuerda en un día como hoy, muchísimo más apropiado y, por sobre todas las cosas, a nadie se le ocurriría decirme: "Pili, feliz día de los derechos de la mujer".

miércoles, 3 de marzo de 2010

Mi Chile querido

Camino por la calle Florida porque la vida continúa. Pero, esta vez lo hago con los labios inevitablmente apretados, los ojos vidriosos y arrastrando una piedra del pecho.
A
Voy a escribir los versos más tristes esta noche
A
AAAAMi primer amor fue chileno, en sentido literal y figurado. En sentido literal simplemente porque mi mamá es chilena; una chilena hermosa que vino junto a su numerosa familia a la edad de diecisiete huyendo de la política de Salvador Allende; y en sentido figurado porque el primer varón, joven, muchacho que me quitó el sueño también era un donjuancito chileno.

AAAAEsto es muy difícil. Cada texto que escribo y que publico -salvo algunas excepciones- son el resultado de una germinación interior, que se da en la cabeza y en el el alma. No todos los textos tienen el mismo tiempo de maduración. Casualmente, los que versan sobre los temas que más me importan son los que se cuecen a fuego más lento. Hacía mucho tiempo que tenía en mi cabeza, en estado de cuidadísimo crecimiento mi texto sobre Chile. Mucho tiempo porque sólo los que me conocen bien de cerca saben lo que significa ese país para mí, para mi familia en general. De verdad que nos corre sangre roja, blanca y azul prolijamente mezclada con la blanca y celeste.

AAAAEs de noche. Se corta la luz de mi invernadero literario y, al silencio de mi incertidumbre, le sigue el ruidio, al ruido los gritos, y a los gritos el caos. Mi frasco se cae y estalla y el texto pierde para siempre su forma proyectada y cobra una nueva, muy rara, distinta y dolorosa. Chile está sufriendo y yo sufro con Chile.

AAAANo sé cuántas veces fui a Chile porque fueron muchas, muchísimas. Incluso en la panza de mi mamá yo ya viajaba de aquí para allá, como si eso de cruzar la cordillera en auto o en avión fuera la cosa más natural del mundo. Durante diez años vacacionamos en el mismo lugar y en la misma casa. Ese lugar es ni más ni menos que mi lugar preferido en el mundo: el Lago Vichuquén. No es un lago -es cierto- más hermoso que muchos de los del sur argentino pero, en mi memoria tiene el bucólico aspecto de un Eden personal, lo que en literatura se conoce como locus amoenus (lugar placentero). Mis tíos y primos iban ahí de vacaciones, y fue por ellos que llegamos ahí. Los caminos todos eran de ripio naranja sin mayor señalización que la de algún cartel burdamente pintado a mano. Llico es el pueblo pesquero que está a diez kilómetros del lago y donde nosotros íbamos a cargar nafta, a hacer las compras, a misa y, alguna que otra noche de aventura, a la bailanta del pueblo con banda en vivo. Llico, que huele todo a pan amasado, a pescado fresco, a chilenitos empalagosos y papas fritas hechas en aceite vegetal, quedó devastado: dicen que una ola gigante de no sé cuántos metros de altura se llevó la iglesia de cuajo, destrozó las casitas de de adobe y llegó incluso hasta el Lago... La misma ola gigante que se llevó a la amiga de mi gran amiga chilena, Caro que estaba veraneando. El enero de los chilenos es febrero. Y familias enteras desaparecieron en el mar. Me dicen que mi prima se salvó porque un auto la levantó en el camino y éste le ganó a la ola.

Y el llanto cae al alma, como al pasto el rocío

AAAAMis papás se fueron por tres días para un casamiento que se celebró la misma noche del viernes. "Cuando volvíamos al hotel empezó el terremoto; justo cuando estábamos por subir. No había luz en ningún lado" me dice mi papá en una milagrosa y única comunicación telefónica que logré el sábado a la mañana. Ya en Buenos Aires, mi mamá me cuenta los detalles de ese instante y mi alma se comprime. Porque los imagino perfecto, a mi papá, a mi mamá, a mis tíos, amigos, primos, a todos preguntándose si les habrá llegado la hora, si todavía puede ser peor. A los padres jóvenes como yo, aterrorizados como niños buscando la forma de ocultar su sentir sólo para quitarles un poco de terror a sus hijos. A mi papá y mi mamá juntos pero sin siquiera poder abrazarse ni hablarse, lejos el uno del otro, lejos de nosotros sus hijos; porque no es tu voluntad la que manda sino la tierra la que te mueve. También me imagino esas montañas, que yo siempre contemplé con fascinación desde el patio de la casa de mi tía, como gigantes dormilones desperezándose torpemente, ignorando el enorme daño que causan con su movimiento natural.

AAAATodos mis familiares están bien. Muchos sintiendo hoy el peso de la dispersión. Sólo a una tía se le rajó todo el departamento y tuvo que buscar alojamiento en la casa de otro tío. No puedo imaginar lo que debe sentirse al ver tu hogar destruído o convertido en un montón de escombros.

Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos

AAAACreo que alguna vez le comenté a mi mamá, como una confesión, que yo sentía, por momentos, la necesidad biológica de ir a Chile. Hace tres años ya que no voy y la abstinencia la siento hace al menos dos en los huesos. Porque cuando llego a esa tierra seca siento algo similar a lo que quizá sientieran en otro tiempo, esas estrellas de mar de Llico traídas por la marea, cuando con infantil espíritu samaritano las devolvíamos al mar. Cuando llego siento que algo de siempre me vuleve al cuerpo.

AAAASi en las mejores condiciones esta falta de país cordillerano, esta necesidad de tierra madre y amiga me toma por completo, no es difícil imaginar lo que siento hoy. En mi nudo de garganta y en los andes de mis pupilas, se dibuja la certeza de que, si mi resposabilidad primera no fueran mi familia y mi trabajo, ya habría cruzado la cordillera para ir a ayudar como sea; tal cual lo están haciendo mis primos con la gente que más lo necesita, que es mucha, que tiene miedo, que no tiene nada y que tampoco duerme.

AAAAAyudemos desde acá por favor.

Aunque este sea el último dolor que Chile me cause,

y estos sean los últimos versos que yo le escribo.


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Cómo ayudar: Se necesitan medicamentos (antifebriles, antinflamatorios y antibióticos), pañales, frazadas, leche larga vida o en polvo, agua mineral y alimentos no perecederos.

En Buenos Aires: Parroquia Santo Tomás Moro, Urquiza 1460 - Vicente López (De 10 a 18hs)(Provincia de Buenos Aires) 011 4791 5184. Red Solidaria 011 4796 5828.

www.redsolidaria.org.ar