martes, 30 de marzo de 2010

Jueves santo (I y II)


I
Yo era uno de los doce. Así nos llamaban muchos. De los doce que íbamos con Jesús para todos lados. Pero, no era tanto que nosotros habíamos elegido seguirlo como que Él nos había elegido a nosotros. Así creo que lo sentíamos todos, o así al menos lo sentía yo.
Como todos los años, a luna llena, robusta y luminosa, junto con la brisa propia de los primeros calores de Israel, anunciaban la llegada la Pascua ese día. La noche estaba seca y fresca, como era habitual en esa época, o mejor dicho, como era habitual casi todas las noches del año. Caminábamos todos a la casa del señor en la que el Maestro nos había convocado para celebrar esa fiesta. Quizá había más viento del habitual y por eso la arena y el polvo se metían de manera inconveniente en los ojos y en los pliegues de la ropa. Era jueves o algo por el estilo. No hablábamos demasiado, quizá por el presentimiento de aquello de lo que sólo Jesús hablaba y ninguno quería realmente pensar. La idea inicial que teníamos de Salvador había mutado tanto en el tiempo que ya no teníamos más opción que aceptar la tragedia que se asomaba. Supongo que por eso no hablábamos: no entendíamos nada; por eso, y porque la cena a la que el Señor nos había convocado olía más a despedida que a fiesta. Normalmente, la Pascua se celebraba a lo grande; se elige el cordero o chivo macho que mejor ha crecido y se ha desarrollado para sacrificarlo y rociar con su sangre los postes y dinteles de las casas y así recordar el paso del Señor por Egipto; luego se pone esa carne al asador y comemos y bebemos hasta bien entrada la noche. No existe quién no espere la noche de Pascua durante todo el año, sin embargo, esta noche llegaba como un mal presagio.
El dueño de casa nos recibió y a simple vista podía observarse su dedicación en cada detalle. Los platos, cuidadosamente dispuestos, y las copas, anticipaban sobre la mesa la excusa de una reunión. El olor de los panes chatos recién horneados, mezclado con el de las verduras amargas, habían impregnado la sala de ese aroma para mí tan característico de la fecha que se celebra. Se notaba a simple vista que el buen hombre realmente se sentía halagado por haber sido elegido como anfitrión para un huesped tan importante. Jesús ya era famoso y conocido en todos lados; no tal vez como lo que verdaderamente era pero, nada de lo que hacía pasaba desapercibido. Tenía el don de embellecer el paisaje al andar y de alegrar un alma con una sola mirada. Cada vez que hacía un milagro la gente no reventaba sólo porque no es físicamente posible pero, de haber podido elegir entre creer o reventar, la mayoría habría elegido reventar; porque, créanme, es más difícil creer en los milagros cuando se ven que cuando te los cuentan.
No nos hizo esperar mucho; nunca lo hacía. Llegó sencillo como era. Con su túnica lo suficientemente limpia y sus infatigables sandalias; el bastón sí que nunca se lo había visto; quizá le devolvió la salud al hijo de alguien camino a la cena y en agradecimiento se lo regalaron; no lo sé ni me animé a preguntarle porque no me salían las palabras. Nos miró y nos sonrió como lo hacen los padres con sus hijos cuando tratan de disimular frente a ellos su tristeza, o cuando sólo el hecho de verlos los conmueve. Le dimos la bienvenida como si nada y empezamos con el sacrificio del cordero.
Si bien para ese entonces yo ya era un hombre grande, no me acostumbraba a ver morir al animal fuera en el nombre de quien fuera. Sus ojitos y pataleos desesperados me hacían un nudo en la garganta y el estómago pero, no duraban mucho ya que las manos expertas de los siervos asestándole una sola puñalada, terminaban con el chillido, con su miedo y con la vida. ¿Ignoraba yo en ese instante que la imagen de este cordero grande, perfecto y poderoso a punto de ser sacrificado se me presentaría contundente ante mis ojos al día siguiente? No puedo recordarlo. La sangre del animal caía por todos lados y ese olor medio dulce lo llevo pegado en la memoria; con esa misma sangre marcamos cada uno a su turno los postes y los dinteles de las puertas, y luego de lavarnos cuidadosamente las manos, nos sentamos a la mesa, dejando espontáneamente los lugares que a cada uno le correspondía.
Así fue como me senté a la derecha del Señor, como siempre lo hacía y como él siempre quería que lo hiciera. El bullicio era general y los temas de conversación de los más variados. Yo, si bien no soy de mucho hablar, aquella noche estaba más callado que de costumbre. Además, siempre fui muy perceptivo, y aunque no podía imaginar ni remotamente lo que nos tocaría vivir en los días subsiguientes, sabía que esto era el comienzo de una larga noche, más bien fría y más bien oscura; que tendríamos que atravesarla, aunque fuera aferrados a la certeza de que tarde o temprano amanecería y el sol abrigaría todo aquello que padeció a la intemperie.
Un leve carraspeo de la voz del Maestro bastó para que se produjera el más absoluto de los silencios y, con él, las más terribles declaraciones: "Amigos, quise ardientemente comer con ustedes esta Pascua, antes de padecer. Siempre estuvieron conmigo sin abandonarme y por eso van a estar conmigo también cuando triunfe". La idea que él tenía de "padecer" no era exactamente la que nosotros nos hacíamos. ¿Cuánto podía padecer aquél que habíamos visto resucitar a los muertos? Y continuó con una afirmación que nos dejó a todos envueltos en el peor de los estados: "Y lamento decirles que uno de ustedes, mis elegidos, me va a entregar". Eran doce pares de ojos mirando en todas las direcciones, buscando unos en otros el más leve indicio de traición. Muchos le preguntábamos "Señor, ¿puedo ser yo?"; no porque lo creyéramos realmente sino para tener la certeza de que él sabía que no se trataba de uno. Pero, por supuesto que Jesús no iba a decir públicamente su nombre ya que todos reaccionaríamos de la manera más salvaje, así que se reservó el dato pero, no se cansó de repetir con honda pena siempre que pudo que uno de los suyos, uno de los que él había elegido entre muchísima gente, lo iba a vender por unas monedas, lo iba a entregar a las fieras. El Maestro estaba perdiendo a uno de los suyos y era justamente eso lo que más apenaba su alma porque, con o sin entregador, él no dejaría de subir a la cruz pero, ésta sí tendría un poco más de sentido si su hijo se arrepentía. Quería ablandarlo, mostrarle que él ya sabía lo que haría, mostrarle que nunca es tarde para arrepentirse pero, abrazarlo tal vez y decirle que lo amaba pero, no hubo caso, Judas Iscariote seguía inmutable.
Las migas de los panes ácimos esparcidas por toda la mesa y las tinajas livianas daban cuenta de la buena cena que habíamos comido. Fue entonces cuando Jesús, poniéndose de pie, le pidió al dueño de casa que le sostuviera la túnica y le acercara una toalla; luego nos pidió que nos sentáramos y nos sacáramos las sandalias porque él iba a lavarnos los pies. Ahora sí que no entendíamos nada de nada. ¿Por qué, Señor, vas a lavarnos vos a nosotros los pies? Tan desproporcionado nos parecía el acto de amor que Pedro se negó rotundamente a que Jesús le lavara nada: "Señor, ¡lavarme vos a mí los pies!" le increpó rojo de indignación; a lo que el Maestro con mucha paciencia le dijo que ahora no lo iba a entender pero, que esto no era más que el recordatorio de la esencia de su mensaje: que Él había venido al mundo no para ser servido sino para servir. No necesitó agregar nada más. Pedro y todos -Judas también- dejamos que nos lavara los pies. Cuando sus manos y el agua fresca tocaron la piel de los míos no pude evitar conmoverme y entender. Entender que un gesto así de claro era necesario para no olvidar nunca su mensaje aquéllos que decidamos transmitirlo. Ese gesto era la expresión de amor más pura que alguna vez me hubiera tocado presenciar. El Señor me miró sabiendo todo lo que pasaba por mi alma, y esto lo alegró y me lo hizo saber con la más franca y amplia sonrisa. Lo que yo ignoraba, y entiendo recién ahora reflexionando al respecto, es que aquella noche, antes de morir, la principal preocupación de Jesús era dejar asentado en actos lo que tendríamos que recordar para siempre. Y eso fue lo que sucedió con la institución del Sacramento.
Nos llamó nuevamente a la mesa y allí mismo tomó un pan sin fermentar de los que habían quedado y nos dijo muy serio y mirándonos a cada uno a los ojos: "Amigos míos, éste es mi cuerpo que voy a entregar por ustedes y por toda la humanidad", luego lo partió y lo repartió entre todos los que allí estábamos y, en un acto de sincronicidad involuntaria, comimos cada uno nuestra ración vaya a saber Dios pensando exactamente qué. Estaban sucediendo demasiadas cosas juntas y todas muy importantes como para poder procesarlas en la medida de su grandeza. Pero esto no terminaba ahí. Tomó el vino, llenó su copa y nos dijo, nuevamente mirándonos a cada uno a los ojos, sondeando hasta lo más profundo de nuestras almas: "Y ésta es mi sangre, la que voy a derramar en la cruz por ustedes y por todos los hombres". Tomamos de esa copa, cada uno a su turno y Jesús agregó: "De ahora en más repitan ustedes esto en memoria mía y de lo que está por suceder". El misterio nos sobrepasaba; a mí me sobrepasaba. La cabeza no tenía lugar en ese momento ni podía tenerlo; sólo se trataba de sentir, en mi caso, un amor desbordante.
Cuando todos creíamos que del asunto del traidor no se iba a hablar más, el Maestro volvió a mencionarlo, casi para sí, como quien piensa en voz alta, ya con la voz entrecortada de llanto contenido, seguramente resignada por aquello que se dice en vano o que intentamos sacar porque adentro duele: "De verdad les digo que uno de ustedes me va a entregar"; y no terminó de decirlo que pareció él mismo sorprenderse de haber pronunciado esas palabras en voz alta, y nos miró a todos con los ojos llenos de dolor. Y nuevamente en el bullicio causado por las acusaciones desesperadas, Pedro me hizo señas para que me acercara a él. Cuando llegué a su lado me dijo "Juan, ¿por qué no le preguntás vos al Señor quién es el que lo va a traicionar? A vos seguramente te lo diga"; y así lo hice. Cuando me senté a la mesa otra vez, me apoyé en el hombro del que yo sentía como mi padre y le pregunté quién era el que lo iba a traicionar, y me respondió: "Al que le entregue este pan mojado en mi plato. Ése es el que me va a entregar". Y cuando se acercó a Judas, que en realidad no estaba lejos, le entregó el pan y, para terminar de comprimir mi alma del todo, escuché que le decía: "Ya llegó mi hora. Andá a hacer lo que tengas que hacer". Cómo fue que Judas pudo no conmoverse, cómo fue que ahí nomás se levantó de un salto y salió de la casa para ir a entregar a Jesús, cómo pudo sobreponerse a la mirada clementina del Señor que le ofreció hasta el final infinitas oportunidades de arrepentimiento; la verdad es que no existe una respuesta precisa para tal cuestión, el alma de una persona en su relación con Dios representa siempre un misterio indescifrable para los demás. Lo único que me queda decir es que los años me enseñaron que al mal del mundo no le cuesta nada tomar forma de dinero, subirse a un altar y hacerse adorar por fieles y ciegos seguidores capaces de cualquier cosa por sus beneficios. Es muy probable que algo así le haya sucedido al pobre Judas. Pobre Judas; no era necesaria su traición para que el Señor redimiera al mundo.
Del otro lado de la habitación, cada tanto aparecía apoyada en el marco de la puerta y con los brazos cruzados sobre su vientre, María, mi tía y madre de Jesús. Miraba muy seria toda la situación, a su hijo con un amor muy especial, a todos los que estábamos allí presentes, y el milagro que sucedía a cada instante. Miraba esperando su momento para poder abrazar, una vez más como tantas veces lo había hecho, a su hijito amado. Seguramente no lo quería interrumpir; los años le habrían enseñado a diferenciar cuándo podía ser su hijo, y cuándo era ese Maestro que se ocupaba de los asuntos de su Padre. Pero, llegada la hora de salir, con rotunda determinación, caminó al encuentro de su hijo y se abrazaron tiernamente. Ella le acariciaba el pelo y sólo podía repetirle una y otra vez cuánto lo amaba, hijo mío, cuánto lo amaba. No sé cuántas veces ni tampoco creo que importe porque, seguramente, todas esas veces se le hicieron pocas.
II
Jesús nos dijo que su hora había llegado y nos pidió que lo acompañáramos a pocos kilómetros de allí, al Monte de los Olivos, para orar antes de padecer. En el camino nos explicaba que sería una noche larga y que nos necesitaba a su lado. Si bien no dijo expresamente que estaba asustado, no era difícil darse cuenta de que claramente lo estaba. Nos recordó que éramos sus amigos y que nos necesitaba despiertos y rezando para tener la fortaleza de enfrentar su hora. Llegados a un punto, le pidió a ocho de nosotros que se quedaran allí rezando, y a Pedro, a Santiago y a mí nos solicitó que lo acompañáramos más adentro del Huerto de Getsemaní. La consigna era la misma: rezar y no dormirse, acompañar. Nos acomodamos y el el Señor, apartándose un poco más para mayor privacidad, comenzó su oración. Una oración que me aterrorizó porque vi al Maestro aterrorizado; incluso él mismo decía que sentía una angusita y un miedo de muerte. Jesús lloraba y yo no podía ni rezar siquiera porque no lograba entender lo que sucedía. Su cuerpo entero temblaba sobre sus rodillas y juraría que lo vi sudar sangre. Era el miedo del mundo concentrado en una persona; hoy lo entiendo mejor: era el pecado del mundo entero concentrado en una sola persona; toda la miseria humana del mundo concentrada en una sola persona.
Y, más como si fuera una suerte de exabrupto que algo profundamente meditado, el Señor gritó mirando al cielo, envuelto en el llanto más desesperado, el más lleno de terror: "Padre mío, de ser posible apartá este cáliz de mí" y lo repetía una y otra vez: "apartá este cáliz de mí", "apartá este cáliz de mí". Pero, como si la respuesta le hubiera sido soplada al oído y sabiendo él de antemano que tal cosa no podía suceder agregó, quizá resignado: "Pero, que se haga tu voluntad y no la mía". Era muy difícil ver desarmado y suplicante al hombre que en un abrir y cerrar de ojos había resuelto el hambre de miles con dos panes y cinco peces. ¿Era el mismo? ¿No podía él solo apartarse de su propio cáliz? Sentí tantas veces ganas de interrumpirlo con estas preguntas con el fin de calmar su angustia pero, sabía que no tenía sentido que lo hiciera. Pero, con éstas y otras inquietudes, al igual que mis compañeros me quedé dormido, escuchando de lejos el lamento del Maestro, que luego de un rato amainó -dicen- gracias a la aparición de un ángel enviado por Dios para consolarlo.
En verdad quise quedarme despierto pero, no pude y no tanto porque el sueño me venciera sino porque quizá necesité evadirme de tanta desgracia; tanto de la vivida como de la venidera. Nuestro consuelo, el de los ya once, fueron ese par de horas de sueño. Si bien Jesús nos había despertado una vez, no volvió hacerlo; quizá porque entendió esto, que todo lo que estaba sucediendo nos superaba en entendimiento y, probablmente, también en fe.

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