jueves, 1 de abril de 2010

Jueves santo (III y IV)


III

Judas se habría convencido de que Jesucristo era un embustero; y de éste convencimiento habría sacado la seguridad y fortaleza necesarias para su transacción. Así fue al encuentro de los pontífices y sumos sacerdotes diciéndoles cómo y en dónde encontrarían a Jesús para que éste no se les escapara. Éstos consideraron prudente, tal vez, armar una suerte de ejército para apresar a una personalidad como ésta. Si este hombre era capaz de resucitar muertos, qué no podría hacerle a aquéllos que intentaran apresarlo; claramente desconocían su naturaleza y el motivo de su presencia en el mundo. Así que acabaron por formar un grupo de gente armada de lo más variada, unida por un objetivo en común: darle a ése demente que se creía hijo de Dios su merecido. El mismísimo Judas capitaneaba el grupo, y seguramente fue él quien sugirió atrapar al Señor de noche y en las afueras de la ciudad donde él sabía iba a rezar con los apóstoles, para evitar la resistencia de la gente que de día lo seguía en el pueblo.

Nosotros apenas acabábamos de despertarnos y hablábamos con Jesús cuando sentimos un barullo proviniente de más abajo. Varias luces de linternas y un bullicio general nos pusieron en alerta pero, a medida que se acercaban, fue la presencia de Judas a la cabeza de todos ellos la que a Pedro y a mí nos despabiló por completo. Había llegado la hora y lo que el Señor había predicho ahora se estaba cumpliendo. Judas se acercó a Jesús diciéndole "¡Dios te guarde, Maestro!" pero, él, sabiendo que ésa era la señal de su entrega y para demostrarle que iba a la muerte por voluntad propia, salió a su vez a su encuentro y a recibir ese beso; y quizá como para dejarle claro que él sabía del origen de este gesto le respondió con amorosa ironía: "Judas, ¿con un beso entregás al Hijo del Hombre?"; y todavía agregó: "Amigo, ¿a qué viniste?". No pudo ni supo responder. Seguramente su alma titubeó ante tal gesto de amor sincero. Seguramente lo hizo. Pero no eligió desandar el camino recorrido tal vez por temor a que fuera él a quien colgaran. Pero, como seguía sin responder, Jesús decidió hacerse cargo de lo que le correspondía y preguntó a toda esa gente con voz firme e imponente: "¿A quién buscan?", y uno de la multitud le respondió: "A Jesús el Nazareno". "Soy yo". Tal fue la fuerza de esas palabras, fuerza de seguridad, de certeza, de destino y de divinidad que todos retrocedieron y cayeron al suelo, Judas incluido. No creían que él fuera el Nazareno, ¿qué clase de persona se entregaba voluntariamente al calvario? Probablemente creyeron que alguien se hacía pasar por él y quizá por eso volvieron a preguntar por Jesús el Nazareno. Llegados a este punto el Maestro reiteró que se trataba de él mismo y pidió por favor que a nosotros, sus apóstoles, nos dejaran en paz.
Un tal Malco se avalanzó sobre el Señor para apresarlo, cosa que vilentó mucho a Pedro, quien rápidamente sacó su espada y le cortó una oreja mientras el resto todavía le pedíamos permiso a Jesús para atacar y, como era de esperarse, lo único que éste dijo fue "Basta, basta. ¿No ven que al que a espada mata, a espada muere?". Y sintiendo piedad por los alaridos de Malco, cuya cabeza no paraba de sangrar, se acercó a él y sólo tocándole la herida ésta se curó por completo.
De esta forma volvió a dejar en claro que esto no era una guerra y que él tenía que hacer lo que tenía que hacer para que se cumplieran las escrituras. Si hubiera querido defenderse no necesitaba más que abrir la boca e invocar a su Padre pero, no era así como estaba escrito. Y así se entregó y así lo prendaron. Pocas cosas en mi vida me resultaron tan impactantes como ver a mi Señor encadenado, caminando por las calles como un ladrón, apresado en el medio de la noche. ¿Habría existido o existiría alguna vez una persona más perfecta que él, más amorosa, más misericordiosa? ¿Cómo era posible que el maestro de los maestros fuera atado como una fiera peligrosa a la que había que enjaular? La luz que faltaba y el alboroto general me permitieron llorar unas lágrimas finas que nadie vio que, seguramente el Señor supo pero, no las vio. Íbamos camino al desamparo, al desamparo más absoluto que pudiéramos conocer alguna vez. Y, nosotros, uno a uno, presos del terror de terminar como Cristo, empezamos a huir. Yo me habría quedado pero, el miedo me ganó, como me gana la vergüenza ahora al escribirlo.
IV
El Sanedrín era el consejo de ancianos que reunía sesenta y dos jueces; y esa noche, dándole poca importancia a las altas horas, se reunió espontáneamente en la casa de su presidente y sumo pontífice, Caifás; habían aprendido -finalmente- a aquél que se decía Rey de los judíos, y no veían la hora de dictar sentencia sobre él.
Si bien nuestro primer impulso fue el de escapar, no pasó mucho tiempo hasta que Pedro y yo nos miramos sin decir nada. No hizo falta. Teníamos que seguir a Jesús, no podíamos abandonarlo de esa manera; teníamos que seguirlo aunque más no fuera de lejos; y así lo hicimos.
El juicio fue injusto; si es que es digno de llamarse juicio. Fue, mejor dicho, un recorrido sobre la vida adulta de Jesús buscando las mejores excusas para condenarlo. Tergiversando lo que fuera necesario tergiversar y presentando tantos testigos falsos como hicieran falta. Pero, esta tarea de recolección de motivos o razones no fue fácil ante la mansedumbre y sabiduría del Señor. Tanto su silencio como su voz eran terriblemente eficientes y adecuados; tanta parsimonia, tanta entrega, tanta paz de espíritu en una situación humanamente tan perturbadora los desconcertaba. Y fue un gran momento de desconcierto de Caifás, ante una respuesta terriblemente atinada y verdadera del Señor, el que impulsó a un siervo a darle una bofetada a Jesús; una bofetada que no logró quitarle la serenidad ni tampoco amansar la Verdad que traía en el alma dispuesta a manifestarse hasta las últimas consecuencias; así que miró al siervo a los ojos y le dijo: "Si hablé mal, decime en qué pero, si respondí bien, ¿por qué me pegás?"
Ya le había advertido Jesús a Pedro que lo negaría tres veces antes de que el gallo cantara y, aunque éste se resistiera a creerlo y trataba de convencerlo de lo contrario, efectivamente lo negó; y cuando el galló cantó el Señor lo miró y mi amigo no tuvo consuelo y se echó a llorar amargamente. El Maestro seguro tampoco lo tuvo. Probablemente esa noche encerrado fue la noche más solitaria y cruda de su corta vida; probablemente por su naturaleza humana se preguntó, como lo hacemos todos en situaciones límites, por el sentido real, profundo y verdadero de todo lo que estaba pasando; aunque conociera los motivos de memoria, aunque no quisiera estar en otro lugar.

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