viernes, 2 de abril de 2010

Viernes santo (V y VI)


V

La mañana estaba más o menos nublada; la mañana ésa en la que vinieron a buscar a Jesús para llevarlo ante Poncio Pilatos. Desde esa mañana en adelante, todo sucedió rápido y lento. A las tres de la tarde de aquél día yo no podía creer que el Señor, ése con el que yo había estado cenando ayer recostado sobre su pecho, ahora estuviera muerto; así de rápido. Pero, cada agresión, cada bofetada, cada paso cargando una cruz gigante eran días, meses, años; así de lento.

La voz se había corrido por todos lados y la plaza del pretorio estaba llena, llena de gente de la que no queda calaro exactamente qué podía tener en contra de Jesucristo; sin embargo allí estaban, arengando para que lo maten, para que lo crucifiquen, para que lo torturasen. Yo miraba incrédulo, lleno de dolor y pavoroso de emitir el menor sonido: llegaba yo a decir algo frente a esta gente furiosa y claramente me comerían vivo a mí también; y todavía no estaba escrito que tal cosa sucediera, así que no tuve más remedio que sufrir la condena de mi Señor a un costado y en silencio.
Poncio Pilato era prefecto de Judea y la última autoridad por la que pasaban los presos a los que se les pretendía aplicar la pena capital, y por este motivo Jesús fue llevado ante él, para que éste le aplicara la condena que creía necesaria. Asimismo, cuando éste descubrió que el Señor era de Galilea se lo envió a Herodes quien por esos días estaba en Jerusalén. Éste se burló de Cristo de la forma más descarada y altanera, y lo trajo de regreso para juzgarlo.

Durante el tiempo que duró el jucio, mientras que a Herodes parecía importarle muy poco lo que sucediera con aquel loco, en más de un instante me dio la impresión de que este Pilato no iba a ser capaz de condenar a Jesús. Se notaba en sus ojos que no estaba convencido de la culpabilidad de Cristo; y no sólo que no estaba convencido sino que incluso ese hombre allí parado frente a él, burlado y maltratado le infundía cierto respeto salido de no sé dónde. Probablmente vio Pilato que su naturaleza no era de este mundo y eso lo llenó de temor pero, simultáneamente, la gente chillaba y pedía la cabeza de Jesús. "¿Quieren que suelte a este hombre o suelto a Barrabás?", preguntaba esperando que el pueblo reaccionara con cierta lógica y deseara soltar a Jesús antes que un homicida como Barrabás pero, no. La costumbre de soltar un preso para las Pascuas tendría esta vez como beneficiario "¡A Barrabás!", gritaba la multitud. "¿Y qué quieren que haga con él?", preguntaba Pilato temiendo la peor respuesta: "¡Crucificalo! ¡Crucificalo!"
Pilato se volvió hacia los suyos, claramente angustiado. Él no encontraba motivos para crucificar a esta persona y algo respecto de llevar tal acto a cabo lo llenaba de temor pero, políticamente no tenía opciones: las revueltas en las provincias romanas eran moneda corriente y Tiberio estaba dispuesto a cobrarse la cabeza de quien no fuera capaz de controlar como corresponde este tipo de manifestaciones que hacían peligrar la salud del Imperio. Así que, en un gesto que hizo supongo yo, para Dios se lavó las manos y dijo "No soy responsable por la sangre de este hombre". Entendí yo por primera vez que, políticamente hablando, el poder real lo tiene la multitud unida y movilizada por una causa en común. Lo que no podrían haber hecho si se hubieran juntado a favor de Cristo, como tantas veces lo habían hecho. ¿Cómo era posible ver las caras de aquéllos que estuvieron junto a él, pidiéndole favores, ahora suplicándole a Pilato por su crucifixión? ¿Se habrían sentido engañados, acaso? O tal vez buscaban la forma de llevar la situación de Jesús al límite para que éste reaccionara y de pronto sacara todo su poder, pusiera a cada uno en su lugar y restaurara el reino que ellos esperaban que restaurara: uno terrenal, uno que los liberara de los romanos. Pero, ése no era mi Maestro: gente con un poder capaz de eguir y destruir reinos terrenales ya habían habido miles -y probablemente hayan muchísimos más- pero, gente capaz de construir un reino eterno desde el amor, la humildad, la generosidad y la caridad, no volvería a aparecer. ¿Por qué estaban tan ciegos si incluso el mismísimo Pilatos podía reconocerlo y no ser capaz siquiera de sostenerle la mirada ante la obviedad de su falta?


VI


En el medio de estas cosas, como si el día no estuviera lo suficientemente nublado y el rostro del Señor los suficientemente desfigurado, nos llega la noticia de que habían hallado ahorcado a Judas, nuestro compañero, uno de los doce, de los doce que íbamos con Jesús para todos lados; porque así nos llamaban. Dicen que intentó devolver a los sumos sacerdotes las monedas que le habían dado a cambio de Jesús y que, lógicamente, no se las aceptaron. ¿Por qué pensaría Judas que el camino de redención de su falta estaría en el dinero? ¿No podía pensar en otra cosa? ¿No podía entender que lo que menos importaba ahí era si se quedaba o no con ese dinero? Aunque le hubieran aceptado ese dinero de vuelta, difícilmente se habría sentido mejor el pobre Judas. Qué pena que no haya podido correr a los brazos del Señor o de María a pedirles perdón; de haberlo hecho tal vez hubiera entendido que el Maestro de todas formas iba a padecer y que su traición, al igual que cualquier otro pecado por el que se siente verdadero arrepentimiento, sería olvidada. Ahora, si puedo yo entender estas cosas, qué no podría entender el Señor en su infinita misericordia encontrándose con aquél que alguna vez eligió entre muchos, y que finalmente no supo actuar como debía.

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