viernes, 2 de abril de 2010

Viernes santo (VII, VIII y IX)


VII

Luego de que Poncio Pilato declarara jurídicamente culpable a Jesús, todo sucedió verdaderamente rápido; el proceso de ejecución del Señor fue rápido. Así que, luego de que lo humillaran, torturaran y le pusieran una corona de espinas, le hicieron cargar una cruz en la que Pilato había mandado a escribir en hebreo, latín y griego la causa de su muerte: “Jesús, el rey de los judíos”. Claro que a la gente no le gustó que dijera así; decían que tenía que decir "Jesús, el que se llamaba a sí mismo rey de los judíos" pero, Pilato –presintiendo vaya a saber uno qué cosa- se limitó a decir: “Lo escrito, escrito está”.

El camino al Gólgota fue largo; y no tanto por la distancia de la sala del pretorio al Calvario sino porque la cruz era muy grande, mi Maestro estaba tan maltratado que su rostro ya no parecía el de una persona, y era mucha la gente que se había reunido en torno a él para hostigarlo y hacer todavía más difícil su andar. Cada paso parecía una hora; una hora larga en la que daba la impresión de que un segundo le pedía permiso al otro para pasar. El camino era en subida y yo lo hice junto con María y las otras mujeres que la acompañaban; de los míos, mis compañeros, no había quedado ni uno solo; ni siquiera Pedro. Sólo yo.
Era tanta la gente que estar cerca de Jesús resultaba muy complicado. Apenas hubo un momento en el que logramos acercarnos. Mejor dicho, quien lo logró fue María. Mi Maestro, vencido de cansancio cae bajo esa cruz enorme que cargaba; y gobernada por una fuerza que nosotros, los hombres, nunca vamos a conocer, su madre se abrió paso entre la multitud para estar junto a su hijo. No le dijo nada; nada al menos que yo haya escuchado, y aunque eso me desconcertó un poco, luego entendí que lo único que hizo ella fue sobreponerse a su propio dolor para darle la fuerza esa que viene del amor incondicional de madre, amor infinito, amor que renueva. Y eso le bastó a Jesús, una sola mirada de amor, la mirada de amor por excelencia para ponerse de pie y seguir su destino.
Pero, como habían visto los centuriones que Jesús solo no llegaría con la cruz sin desfallecer primero, éstos tomaron al azar a un hombre que se veía robusto, un hombre de campo, para que cargara la cruz con él. Yo lo conocía de vista; su nombre era Simón de Cirene. Sentí envidia de que lo hubieran elegido a él y no a mí para cargar su cruz. Todo el tiempo quise hacerlo pero, no lograba mi cuerpo responder al impulso que sentía mi alma. Me daba pánico que me reprendieran y hasta que quizá, también a mí, me crucificaran.

VIII
No fue tanto el ruido de los martillazos el que se me quedó grabado en la memoria, como sí lo fue el del madero irguiéndose a fuerza de sogas tiradas por varios soldados, con el cuerpo del Señor sostenido por esos tres clavos. Ese ruido de madera crujiente, combinado con los sonidos que emitían los que tiraban de las cuerdas, me impresionó más que toda la sangre con la que el Maestro había venido regando la tierra que pisaba. Y así quedó, en exposición, crucificado entre dos ladrones como un ladrón. La gente que andaba por ahí, que no se cansaba todavía del espectáculo, no cesaba de insultarlo. Seguramente creían que lo habían desenmascarado y que por fin se sabía de él la verdad. Porque entre todos los que lo insultaban, pude reconocer a varios que estuvieron en más de una ocasión sentados a su lado, escuchando su palabra o viendo sus milagros. Le gritaban que si era capaz de reconstruir el templo en tres días por qué más fácil no se bajaba sí mismo de la cruz. Debo reconocer que ni siquiera yo, hasta tiempo después, logré entender el asunto del templo. El templo era él mismo, ése que los otros destruirían y que él restauraría al tercer día resucitando. Pero, claro, esto no era algo fácil de entender y Jesús lo sabía; y como lo sabía escuché que le decía a su Padre: “Perdonalos, no saben lo que hacen”; y no fue una sola vez, sino muchas en las que el Señor, en el colmo del dolor, pidió por aquéllos que lo insultaban.
Uno de los que estaba crucificado con él tuvo el enorme descaro de enojarse e incitarlo a que se bajara de la cruz y de paso hiciera lo mismo con ellos dos. Le dijo que si él era quien decía ser, por qué no terminaba de una vez con ese suplicio. Pero, no fue Cristo el que le respondió sino Dimas, el otro ladrón crucificado a la izquierda del Señor: “¿Es que no te das cuenta? ¿No tenés temor de Dios? Nosotros estamos acá pagando por nuestra culpa pero, éste, éste no hizo nada malo”. Y después corrió su mirada hacia el Señor y lo llamó por su nombre: “Jesús, acordate de mí cuando vayas a tu reino”.
Sentí que la fe de ese buen ladrón era infinitas veces mayor a la mía. Presencié el mayor acto de conversión en el que alguna vez me hubiera tocado estar. Ese hombre entendía menos que yo sobre cualquier asunto relacionado con Cristo, su doctrina y el motivo de su venida al mundo. No tenía de su reino más información que la que rezaba la placa de la cruz en la que estaba colgando; y sin embargo, su fe era inmensa; tanto, que me sirvió de alimento para acrecentar la mía, tan menguada por tanta incertidumbre. Y el Señor, seguramente agradecido por estas palabras que ya le daban sentido a su cruz y a su dolor le aseguró: “Yo te prometo que hoy mismo estaremos juntos en el paraíso”.

IX
Al poco tiempo de haber sido Jesús crucificado, la gente empezó a aburrirse del espectáculo y a marcharse. Por supuesto que algunos guardias se quedaron al pie de la cruz porque no eran pocos los que temían que algún seguidor de Cristo lo descolgara. Así fue como María, acompañada por sus amigas y por mí, logró acercarse a la cruz. No lloró ni habló; sólo apretaba mi brazo con fuerza y miraba, con el rostro demudado y los ojos llenos de un dolor infinito, el cuerpo demacrado y desnudo de su hijo. ¿No tendrá frío?, se habrá preguntado. ¿Y si tiene frío? Me apretaba el brazo con fuerza y yo deseaba desde lo más profundo de mi corazón que esa mujer rompiera en llanto, que gritara, que intentara acercarse a su hijo para taparlo, abrigarlo y acariciarlo; porque de haber sido así, más fácil habría sido mi consuelo. De haber sido así su dolor habría tenido para mí un límite claro y determinado. En cambio así, en el mayor de los silencios, yo no podía siquiera imaginar dónde terminaba su dolor, ni cuán desproporcionado era mi consuelo. Si se escucha por doquier que a un padre le duele al menos tres veces el dolor de su hijo, lo que habrá sido para María haber sido tres veces crucificada aquella tarde.
Jesús nos vio y nos habló. Desde su cruz no habló a nosotros. Le dijo a María: “Mujer, acá tenés a tu hijo”; y me dijo a mí: “Ésta es tu madre”. Supe, no sé por qué, que el verdadero puñal atravesándole el corazón, María no lo había sentido sino hasta ese instante. Instante en el que su chiquito, al que ella lloraba interiormente con dolor de madre, la llamaba ahora “Mujer”. Ella sabía que tenía que ser así; que a partir de este momento y más que nunca su hijo pasaba a ser hijo de Dios y ella Madre de todos. Pero, por supuesto, una cosa por más cierta que fuera, no quitaba la otra.

Los minutos que siguieron fueron terribles. Terribles en el sentido de acompañar la agonía de una persona, de vivir con él los minutos previos a la muerte. Y para nosotros no era cualquier persona; para mí no era cualquier persona. Era mi amigo, mi amigo más querido, mi padre, mi hermano, mi todo. Un ser humano, un ser divino colgado en una cruz llegando al límite del dolor. Pero, yo no pude entender en ese momento que no era tanto el dolor físico lo que lo destrozaba como el dolor de todo el pecado que asumía. Creo yo que probablemente fueron estas visiones, sobretodo las de los espantosos y múltiples pecados que quedaban por delante las que lo hicieron llorar su Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? Quizás en ese mismo instante comprendió que su muerte no podría con el cáncer del mal en la tierra; que su muerte no era suficiente para erradicarlo. Quizá nunca se imaginó que lo que vendría después, después de su muerte en cruz, sería tan espantosamente terrible; y cuánto le habrá dolido al Señor sentir que moría tan poco.
“Tengo sed”, dijo; y en una vasija que había allí llena de vinagre los soldados mojaron una esponja atada a la punta de una caña y le dieron de beber. María había querido hacerlo pero, no la dejaron acercarse.
“Ahora todo está cumplido” dijo Jesús y dando un gran grito -el grito del que más se hablaría y sobre el que más se debatiría- el Señor entregó su espíritu. Y nuevamente la naturaleza se puso de pie: la tierra tembló, los cielos se cubrieron, el velo del templo se rasgó en dos y los mismos que hasta hacía unos instantes habían estado insultándolo, ahora se golpeaban el pecho diciendo “verdaderamente éste era el Hijo de Dios”. Incluso los soldados que custodiaban su cuerpo fueron después los primeros en manifestar su fe.
Quizá por notar esto fue que los sacerdotes principales sintieron la necesidad de profanar el cuerpo muerto de Jesús, para devolverle el morbo a la gente hambrienta de circo, para devolverla al lugar en el que había estado hacía sólo unos instantes. Por eso, por querer tratarlo todavía como un malhechor, pretendían los sacerdotes que le rompieran los huesos pero, luego de romper los huesos de los otros crucificados, al notar que Jesús ya estaba muerto, lo dejaron como estaba. Sólo un soldado, para asegurar su muerte, la que debía certificar frente a Pilato, atravesó su costado con una lanza. Y al instante de allí, sin que nadie lo pudiera creer, brotó sangre y agua en abundancia. Y no lo digo yo, lo dice el mismo soldado que lo atravesó.

Pilato permitió que Jesús fuera descolgado de la cruz para darle sepultura. Y permitió que fueran sus amigos y seres queridos quienes hiciéramos esto. Así María volvió a tocar a su hijo amado ahora helado de muerte; así María limpió sus heridas, perfumó su cuerpo, lo envolvió como lo hiciera con su retoño recién nacido; y así María recuperó la paz. Una paz que yo y los otros diez estábamos lejos de tener. Para nosotros fueron días de mucho temor, dolor y soledad.

No hay comentarios:

Publicar un comentario