viernes, 2 de abril de 2010

El buen ladrón

No recuerdo un solo Viernes Santo que no haya estado nublado o lloviendo. Quizá hubo alguno de sol y mi memoria asocia esta fecha con el duelo que yo siento hace la naturaleza por la muerte del Señor.
AAAAMe gustan los Viernes Santo y no precisamente porque sean feriados, sino porque es un día que, necesariamente, me conduce a la reflexión. Soy una mujer de fe, es cierto. Y aunque muchas veces me manejo en un mundo en el que esto está visto como una cosa tonta e infantil, yo no reniego de lo que creo: creo y a mucha honra. Porque no se cree con la cabeza, se cree con el corazón, con lo que se siente, con lo que se entrega y con lo que se sabe recibir con humildad, sin esperar con ello una explicación lógica. Si creo en el amor humano y no pretendo por eso entenderlo, ¿cómo no voy a creer en Dios cuando miro las montañas, los mares, los ríos, un atardecer, una mano que se tiende, un verso que conmueve, unos acordes que me hacen vibrar? ¿Cómo no voy a creer cuando ni siquiera toda la miseria y maldad del mundo pueden aniquilar el amor cuando se manifiesta?
AAAALa prueba más clara de esto que digo está para mí en esa bellísima historia de la canción que detuvo la guerra entre rusos y alemanes, allá por 1914; ésa en la que Goldstein, un famoso violinista ruso, conmovido frente a tanto dolor y destrucción, tomó la determinación de tocar el violín a través de los altavoces que apuntaban hacia la trinchera donde los soldados se jugaban la vida, la cabeza y el alma misma; hacia donde lo único que reinaba era dolor, locura y muerte; ésa que cuenta que el sonido silenció las balas y que, una vez terminada la pieza, en un torpe ruso salido de un altavoz de la trinchera almena de enfrente, se le solicitó al violinista que tocara una de Bach y ellos cesarían el fuego.
AAAAAlgunos tal vez lo llamen arte; en tal caso para mí el arte que toca y conmueve viene Dios. No me cuesta la fe y doy gracias por eso cada día.
A
AAAALa casa está patas para arriba y yo todavía en pijama, como en casi todo buen feriado. Pero, en días como éstos, no pierdo la oportunidad de sentarme a pensar en aquello que, en resumidas cuentas, le devuelve el sentido a mi vida, a mi existencia. El milagro, ése que me supera, llena de sustancia mi estar aquí y me ayuda, poco a poco, a ordenar el nido revuelto.
A
AAAALos que fuimos educados en la fe y en la lectura del Evangelio, no tardamos mucho en elegir un personaje bíblico con el cual nos sentimos identificados. Siempre hay uno con el que tenemos mayor empatía o por el que nos sentimos especialmente atraídos; uno del que decimios "de haber sido contemporánea de Jesús, ésa podría haber sido yo". Quizá sea ésa, creo yo, una de las cosas más lindas que ofrece la Biblia; y como en general gozo de leer, no me cuesta nada volver a sumergirme y profundizar en los múltiples sentidos de la combinación de esas palabras. Exactamente igual me pasa con mis libros preferidos; porque, como decía Borges en la piel del hombre que está cansado, lo importante no es leer sino releer. Algo de esto de la identificación me pasó desde siempre con Dimas, el buen ladrón.
AAAACuentan los evangelistas que Jesús fue crucificado al lado de dos ladrones; dos ladrones que sufrían una condena civil por un mal social que habían cometido. Entre esos dos ladrones estaba el Señor, prácticamente desnudo, en la agonía previa a la muerte, recibiendo por único consuelo las calumnias de aquéllos que pasaban a verlo y se burlaban de él. Dicen que, entre otras cosas, una de las que más se escuchaba decir era la de que si él se decía capaz de reconstruir el templo en tres días por qué no se salvaba a sí mismo de la cruz; si realmente era quien decía ser por qué no bajaba de allí y escarmentaba a los que lo habían condenado.
AAAAJesús, probablemente anestesiado por su propio dolor, todavía tenía caridad para sentir piedad y rogarle a su Padre repetidas veces: "Perdónalos, no saben lo que hacen". Incluso uno de los ladrones tan crucificado como él comenzó a increparlo y burlarse diciéndole que se salvara y los salvara a ellos también de la cruz; si era quien decía ser, por qué no los sacaba de esa situación. Pero, sin que nadie pudiera anticiparlo, Dimas, el otro ladrón crucificado a su izquierda, intercedió por Cristo y reprendió a los gritos al compañero que lo insultaba: "¿Es que no temes a Dios, tú que sufres la misma condena? Tú y yo padecemos justamente, porque nos lo hemos ganado, ¡pero éste no ha hecho nada malo!" Y agregó la línea que, para mí, es la más hermosa del Evangelio: "Jesús, acuérdate de mí cuando vayas a tu reino".
AAAAEn el medio del dolor, en el medio del mayor abandono y descreimiento, un hombre pudo reconocer a Jesús desde su propia cruz. ¿Cómo lo reconoció? No hay una explicación racional para esto porque, al fin y al cabo él veía exactamente lo mismo que los demás que lo insultaban. Tuvo que haber sido su propia cruz la que lo llenó de humildad, humildad necesaria para ver y entender. Su propia cruz, probablemente, lo dejó reducido a su nada, a su todo, a su esencia; porque lo que era lo demás lo había perdido todo, y lo que le quedaba de vida, sabía que estaba próximo a perderlo. ¿Qué sentido podía tener ahora aquéllo por lo que alguna vez había robado, ese dinero que había juntado, aquéllo por lo que vivía y se desvivía? En la cornisa de la vida misma y con un pie ya en el abismo de la muerte; así, reducido a su mínima expresión, pudo el buen ladrón reconocer con claridad al Señor; reconocerlo y amarlo sin más.
AAAA¿Y Jesús? ¿Cuán enormes, dulces y acogedoras habrán sonado en los oídos del Salvador esas palabras tan llenas de fe? Seguramente tan enormes, dulces y acogedoras como habrán sonado en los oídos de los soldados esos acordes de Goldstein en medio de la batalla de Stalingrado. Porque, sin haber muerto todavía Jesús, el buen ladrón ya le daba la razón a su sacrificio, a su dolor infinito; y no el de su tortura sino el de cargar en un solo cuerpo todo el mal del mundo. Y por eso el Señor no duda un instante en responderle lleno de amor: "Yo te aseguro que hoy mismo estarás conmigo en el Paraíso".
A
AAAAAsí de sencillo. Así de sencillo es el amor; así de sencillo es Dios. O al menos así lo es para mí.

1 comentario:

  1. Así de sencillo es el amor... pero los hombres no lo hacemos tan sencillo. Estaría bueno aprender un poco de la sencillez de Jesús

    un beso grande y me encantó Pilita!
    VSC

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