domingo, 28 de febrero de 2010

Domingo

Todos en la casa de Pía sentían lo mismo pero, nadie lo decía. Al día siguiente ella empezaría a trabajar; volvería a ser parte de esa forma moderna de esclavitud que es el trabajo en relación de dependencia; compartiría -al fin y al cabo- más tiempo de su vida con gente cuya existencia hasta entonces ignoraba, que con aquélla cuya existencia pensó desde siempre.
AAAALa imagen de Gregor Samsa, como las infatigables olas, volvía a su cabeza una y otra vez mientras removía mecánicamente el estofado para que no se queme. Nunca tuvo claro si realmente entendió esa novela; tampoco sabe -efectivamente- si tal cosa como una interpretación, digamos, lineal sería posible hacer de ella. Recuerda que en la escuela lo que más remarcaba Sanguinetti -ese profesor que detestaba su elección vocacional de una manera casi obscena para un grupo de soñadores adolescentes- era que "¡No es una cucaracha en lo que se convierte Gregorio!" Pero, la verdad es que todos nos imaginamos una cucaracha gigante acostada de espaldas en una cama, tratado de sacarse la sábana de encima con sus inútiles y horripilantes patas finitas. Una cucaracha gigante que no se puede mover. ¿Estaba de espaldas? ¿Dice eso Kafka en alguna parte de su relato o lo imaginaba ella? Y trataba de hablar también y no podía, ¿o acaso emitía algo así como unos chillidos incomprensibles para nadie? Pía creía que sí pero, tampoco podía recordarlo con exactitud. Y sin embargo le había gustado tanto ese libro.
AAAAPero se suponía que no era por eso que se acordaba de Gregor sino por lo que era su vida de máquina trabajadora antes de ese incómodo amanecer. Incómodo para todos, inclusive o sobretodo para él, porque no se puede ser al margen de todos, aunque uno sea plenamente uno mismo. ¿No quería decir eso el libro? Somos animales sociales. Eso también lo había dicho alguien importante y ahora no recordaba tampoco quién.
AAAAUna idea le oprimió el pecho. Sin que ella lo quisiera el foco se corría inmanejable del motivo superficial por el cual Gregor supuestamente había vuelto a su memoria.
AAAALe dio un beso de buenas noches a sus hijos -uno para Carlitos, uno para Abel y otro para Tincho-y cerró suavemente la puerta de su cuarto. Ya apoyada del otro lado, en el acogedor silencio de la noche y con el eco de esa dilecta canción de cuna resonando en su alma, como si se la cantara a sí misma tratando de sentir de nuevo esa sensación de perfecto mundo infantil, se secó una lágrima, respiró profundo y se fue a fumar un cigarrillo al balcón. Se abrazó cerrando sobre sí su largo saco de cashmere azul. La noche estaba helada pero, el cigarrillo mejor.
AAAAMiguel se asomó y le preguntó qué le pasaba. Ella, con sonrisa franca y ojos brillantes, le dijo que nada. Después de todo, qué caso tenía sentarse a explicar elucubraciones de tal envergadura, con las que apenas ella puede en su insoportable y persistente monologar. Mañana sería un día largo, que inexorablemente la vendría a levantar de una oreja para cobrarse no con poca malicia lo que Pía sentía como un injusto cambio de roles: ése en el que ya no es ella la que vive el día sino el día el que la vive a ella.
AAAAUn beso también para Miguel. Suficiente domingo por hoy.

martes, 23 de febrero de 2010

Crónicas del Paseo Rico


Mientras me ato los cordones miro con asombro mis gastadas zapatillas de correr y no puedo creer que hayan llegado a estar más de dos años guardadas. Me gusta lo gastado porque me da sensación de vida vivida; quizá por eso hoy no le temo tanto a la vejez. Mañana no sé. Muevo los dedos meñiques de ambos pies sólo para comprobar que los agujeros que se le hicieron hace tiempo a la tela -uno más grande que el otro- todavía pueden aguantar algunos kilómetros más. Doy vueltas en círculo dentro de mi propio desorden que no me deja salir y me pregunto en vano cuántos grados harán, en vano -digo- porque en realidad no quiero saber: más de treinta y cinco hacen seguro. Sólo a mí se me ocurre volver a la actividad física en pleno verano de humedad bonaerense. Un mendocino revienta como sapo a los cien metros. Pero yo estoy entusiasmada. Hace un mes arranqué corriendo no más de cinco minutos y haciendo cuarenta y cinco de recuperación, y hoy hago cuarenta de corrida y diez de caminata reparadora. Superación, amigos, superación. Mi palabra kármica.

AAAAEl Paseo Rico es un verdadero lujito bellavistense. Se trata de un precioso boulevard natural prolijamente escoltado por dos hileras de frondosos árboles, al que durante su intendencia Aldo Rico, sólo con insertarle varios carteles de “Corredor aeróbico”, lo dejó convertido en la gran pegada de su último mandato; y al que los que vivimos en Bella Vista le decimos “Paseo Rico” casi con altanería clasista, porque también ahí va a pasear y a tomar un poco de verde toda la gente de San Miguel que vive encerrada en un departamento o en un dúplex con un jardín minúsculo.
AAAAEl tramo de casi tres kilómetros que atraviesa todo Bella Vista desde el Club Regatas hasta la Estación Muñiz, junto con las vías del San Martín que corren paralelas, parten en dos a la sociedad bellavistense: la que vive de este lado de las vías y la que vive del otro lado de las vías. Y, aunque a los de aquí no les guste juntarse con los de allá, ni a los de allá con los de aquí -porque unos consideran a los otros unos grasas y los otros a aquéllos unos chetos-, la realidad es que no existe un mejor lugar en todo el partido de San Miguel para salir a hacer actividad física. Entonces ahí terminamos todos unidos en dulce montón bien tempranito a la mañana, o tipo siete de la tarde, hora en que empieza a caer el sol: los de aquí y los de allá, los del Club Regatas, los del Social y los del San Miguel Nacional C; los que vivimos a una cuadra y los que llegan desde la otra punta con el auto. Todos sin distinción vamos a parar al mismo lugar y la mezcla, lejos de ser problemática –con algunos policías en un par de puntos estratégicos- funciona a la perfección.
AAAAAl primer impacto de mi pie sobre el polvo del corredor siento el mismo placer que me produce sentarme a ver una y otra vez esas fotografías infinitas, ésas que por más años que pasen no puedo dejar de mirar, simplemente porque cada vez que lo hago descubro algo nuevo, algo absolutamente distinto. Y en este mismo impacto, el gong de apertura al cambio de los conocidos códigos sociales por otros todavía más naturales, los de ser atraídos todos por el mismo lugar y estar allí con el mismo fin. La persona que está en el corredor es digna de respeto porque está haciendo algo bueno por él mismo al igual que yo. Tanto es así que, por ejemplo, a ningún hombre que esté corriendo o caminando se le cruza por la cabeza piropear ni de lejos ni de cerca de ninguna de la las que vamos desfilando en calzas y musculosa. Cada uno va concentrado en lo suyo y a lo sumo si mira al otro lo hace con insólita y sincera solemnidad.
AAAAIgualmente, como en todo código natural, la estratificación jerárquica o la ley del más fuerte no le escapa al Paseo Rico. Pero, contrariamente a lo que muchos pueden pensar, esto nada tiene que ver con una cuestión de pilcha o dinero. Poco importa quién va portando zapatillas con cámara de aire, gorrita, mp3 o Baby G último modelo y quién sólo un par de bermudas, zoquetes y zapatillas de "papi" porque no tiene un calzado más adecuado para la ocasión. En el Paseo Rico el estatus se consigue con resistencia deportiva. El que corre más rápido y te pasa de ida y de vuelta, ése, siempre te va a mirar desde arriba y uno, lejos de resentirse, se motiva para seguir y superarse. Los de la clase más baja son, por ejemplo, las jovencitas que salen a caminar con una botella de agua en la mano y hablan más rápido de lo que avanzan. Tal es así que cuando encontramos a un hombre vestido de jogging, caminando al lado de su chica, éste no puede sostenerle a nadie la mirada porque se siente irremediablemente avergonzado: él debería estar corriendo. Sin embargo yo lo aplaudo, ora por los puntos que está haciendo para conquistarla, ora por ser tan buen compañero. Por otro lado, las señoras y señores grandes que salen a caminar pertenecen a una muy respetable calse media que nadie se atreve a criticar.
AAAAEn el Paseo yo vendría a estar en una especie de clase media tirando alta porque corro, lento -estilo boxeador- pero, al fin y al cabo corro y lo hago sin pausa durante cuarenta minutos. Así que cuando veo que me despieina una chita que pasa casi imperceptible haciendo un pique corto, me repito a mí misma que lo que importa no es la intensidad sino el tiempo. Pero la realidad es que allí los que mandan, la "crema" del Paseo, son los que corren rápido, y entre éstos brillan siempre ante mis ojos los futboleros. Yo los miro y los admiro por cómo corren y por jugar a ese deporte que tanto me gusta. Los miro y los distingo a cien metros de distancia: son todos flacos, rápidos y medio chuecos. Otro de los que está por ahí arriba es el negro suicida que me hace preguntarme qué carajo le pasará para salir a correr con polar cerrado hasta el cuello un ocho de enero de treinta y seis grados de sensación térmica. Si se hubiera caído de lleno a un lago vestido como está no estaría tan mojado. Pienso que quizá la mujer lo acaba de dejar y tal vez por eso no tendría a mal morirse de un golpe de calor. Cuando pasa por mi lado le ruego a Dios que no se me desplome y reconozco que, aunque loco, él es uno de los de las clases más altas del Paseo, sin dudas. No se puede creer el olor que despide.
AAAAFinalmente están los que son difíciles de encasillar dentro de estos parámetros deportivos de alto rendimiento. Como por ejemplo la esponjosa y clara señora mayor, que me recuerda a Bola de Cebo y me despierta simpatía al verla avanzar animosa con su brillante traje de baño negro strapless, calzas tres cuartos, aros y vicera, tal como si el final del corredor desembocara directo en la Bristol. Siempre me sonríe -quizá- añorando su juventud, y yo siempre le correspondo -seguro- deseando llegar a grande con su espíritu: el de la sonrisa amplia y la conservación de la salud. O también el pancho que pasa varias veces como tromba en bicicleta tirada cual trineo por un galgo corredor; ése sí que me da bronca: eso no es salir a ejercitarse, eso es salir a ventilarse y ver cómo sudan los demás. O la señora que acaba de encontrar un cachorro abandonado y se lo ofrece a todos los que pasamos a mientras trata de no bajar el ritmo de su footing.

AAAALos primeros veinte minutos suelen ser los más difíciles. En ese tiempo trato de no mirar el reloj y concentrarme en la música. La primera parte de mi recorrido -que también es la última- consiste en un bucólico tramo enmarcado por bellísimos paraísos levemente inclinados hacia afuera, como a punto de desfallecer. Las copas espesas, empachadas de sol y de lluvia, se tocan en lo alto brindando una sombra que es agua y aire para el corriente, una sombra más plata que gris, una sombra que es caricia o aliento según se necesite.
AAAALos personajes van y vienen. Y cuando creo que me voy a poner a llorar de la emoción al ver a un padre trotar bien lento al lado de su hijito de no más de cuatro años -vestido exactamente igual que él-, a lo lejos y entornando levemente los ojos, hago foco en algo que no puedo creer. Mientras avanza y se acerca voy armando mentalmente el razonamiento al que me fuerza. Si el Paseo Rico es una sociedad jerárquica de las características que antes esbocé, el que viene de frente es el rey, el emperador del corredor aeróbico: un señor de unos cincuenta y largos -no me decido si cumplidos o vividos- corriendo un poco encorvado en bluyín, alpargatas y gorrita. Me conmuevo sin poder evitarlo. Todos lo hacemos. Él mira recio como si no notara que hasta los árboles parecen hacerle una reverencia. Ese señor, que en su vida cotidiana sólo desayuna hambre, dentro del Paseo, y al igual que en el carnaval medieval, se convierte en el rey indiscutido por el tiempo que está allí.

miércoles, 17 de febrero de 2010

Ingrediente corazón

El sabor de la frambuesa, acentuado por el azúcar que alguien le puso a la soberbia mermelada que acompaña mi pan casero, se queda en los labios creando cierto efecto anestésico prolongado. Sí, anestésico es la palabra. Mientras froto un labio contra el otro tratando de recuperar la sensibilidad o de saborear un poco más su existencia, me quedo pensando en la fiesta que representa para mí la cocina y sus variables. Y un pensamiento, que leído linealmente puede pasar por machista, se me impone contundente: La mujer que sabe y gusta de cocinar está varios pasos por delante de las mujeres que no lo hacen. Una mujer puede ser muy hermosa, muy sensual, muy simpática pero, si no sabe manejarse dentro de la cocina y dominar con creatividad y maestría el infinito mundo de los alimentos, sus sabores, colores y combinaciones posibles; si no se arriesga a jugar con todo eso, se pierde de algo importante, de un capital único e irremplazable. Un capital que, a diferencia de la belleza –por ejemplo- no envejece sino que con los años se va puliendo y mejorando. Se seduce por el estómago, quién se atreve a negarlo. Y no sólo al hombre, también a los hijos.
AAAALa comida da sensación de hogar, de mesa que se comparte, de programa diario, de celebración obligada. Cuando se sirve algo nuevo o algo que gusta mucho y vuelve a aparecer surge un nuevo tema de conversación, otra forma de encuentro. La comida es una fiesta -es cierto- pero, la verdadera fiesta está en el placer solitario del encuentro de uno mismo con el rito mágico de convertir un montón de ingredientes insignificantes en un monumento exquisito.
AAAACocinar es una ceremonia única. Sin importar la cocina que tengas (yo tengo una sin mesada, imagínense) ni lo poco que haya quedado en la alacena o la heladera. Con muy poco se puede hacer mucho, con mucha imaginación e ingenio salen muchas veces, las mejores cosas. Cuando llega el momento de avocarme a este arte me siento igual que una bruja de cuentos al momento de realizar un hechizo fabuloso. Me ato el pelo, me lavo las manos, me engancho un repasador en la cintura del pantalón, saco uno de mis tantos libros sagrados y empiezo el ritual privado con la excitación propia de quien sabe que de ahí va a salir algo distinto y delicioso. La harina, el azúcar, la manteca, los huevos y los vasos medidores me llenan de guiños cómplices.
AAAAPara mí cocinar es una de las formas más auténticas de ser. Por eso no puedo evitar pensar que si a alguien no le gusta hacerlo es porque teme sacar o mostrar algo tan íntimo como su esencia. No se puede cocinar sin involucrarse. Lo que sale es algo que tiene un sello propio, un aroma personal. Ni hablar de aquello que se amasa con las propias manos. Es increíble como una receta hecha exactamente igual por dos personas puede resultar tan distinta. Pero, no es casual. Los alimentos son sensibles a quien los trata. Y ése es, para mí, el ingrediente secreto que hace que una receta sea un éxito o un fracaso. La parte de uno que necesariamente cae dentro del recipiente en el que se cocina. Y si no tenemos miedo de mostrarnos para brindarnos y compartirnos, los comensales van a saber saborear esa parte nuestra.
AAAAMe fascina cocinar para la gente que quiero: mi familia, mis amigos. Y otra verdad se revela: cuando se da amor se recibe amor. Las devoluciones pueden ser sencillas o grandes. Por ejemplo, a mi marido –que viene de una casa de fastuosidad alimenticia- le empezaron a gustar los zapallitos sólo cuando los probó hechos en una tarta por mí; mi hija, por otro lado, come de todo y en cantidades más que suficientes. Recuerdo muy bien que cuando mi beba tenía siete meses le pregunté a su pediatra si podía comer champignon. Me miró incrédula, y mientras sacudía la cabeza me decía que en treinta y cinco años de ejercicio de la pediatría jamás ninguna madre le había preguntado algo semejante. Y, por último, mis amigos: mis mejores amigas siempre son las más francas y directas, dicen de mi pan amasado que tiene sabor a Pili o que la torta de crema no se puede dejar de comer mientras yo la veo menguar en el plato hasta desaparecer, al punto de rogarles divertida que me dejen al menos una porción. Mis otros amigos, los no tan íntimos lo reducen a un “esto está muy bueno, Pili”.
AAAASatisfacción. Una fuente pelada, vacía, a la que no le sobra nada es un lujo y un premio al esfuerzo del tiempo dedicado y el corazón que se dejó en el mismo. El corazón es fundamental, es el ingrediente prístino: se cuela en nuestra forma de revolver, de dorar, de amasar, en el olor de nuestra piel y la temperatura de nuestras manos.
AAAAPor eso cuando estamos tristes o angustiadas es casi imposible cocinar algo rico. La comida se entera y lo hace público. Los ingredientes susceptibles a nuestro mal absorben esos iones anímicos y los potencian. Esta indiscutible realidad culinaria está genialmente ilustrada en una de mis escenas literarias preferidas. Aquélla de Como agua para chocolate en la que Tita, muerta de pena porque Pedro -su gran amor- y su hermana van a casarse, cocina el pastel de bodas envuelta en un mar de lágrimas. Tantas lágrimas saladas vertió en la masa de la preparación que la torta acaba por caerle mal a los comensales, enfermándolos uno a uno, en particular a la hermana quien no pudo consumar su noche de bodas, presa de los vómitos y flatulencias más repugnantes. De la misma forma cuando estoy mal no puedo cocinar: todo me sale feo, se me quema o me queda amargo, tal cual mi alma. Y fue exactamente eso lo que me pasó en mi sufrido puerperio. Estaba tan mal, tan deprimida, tan cansada, tan consumida por la lactancia que no podía cocinar. Entraba con determinación a la cocina, cumplía prolijamente el paso a paso de las recetas pero, no había forma: o me quedaba salado, o soso, o seco o lo que fuera. Mi marido me consolaba diciéndome que aunque no era lo mejor que hubiera cocinado alguna vez aún así estaba rico y seguramente todo era porque estaba muy cansada.
AAAACuando veía que el tiempo pasaba y mi buen arte no volvía, simplemente dejé de cocinar. Ni siquiera lo intentaba. Y no por capricho sino porque tanto me frustraba encontrarme con algo feo o desabrido que prefería directamente ni siquiera intentarlo. Me faltaba el ingrediente prístino: el corazón, la alegría.
AAAAVolví a cocinar para cuando mi hija empezó a comer. Presa del terror de toda madre de que su hijo no coma, empecé a cocinar con todo el amor y la dedicación posibles, con todos esos miles de ingredientes que tanto tiempo habían estado guardados. Y ahí sobraba corazón. Mi mamá me miraba con espanto porque mi hija tenía seis meses y comía risotto con ajo y cebolla; si mis amigas le daban de comer y le sacaban una cucharada me decían “¿No hiciste más? Esto está espectacular”. Y mi hija fue aprendiendo a abrir la boca y a saborear todo. La pediatra dice que seguramente absorbió el gusto por la comida bien sabrosa en la panza y que al empezar a comer sólo se encontró con lo que tan bien recordaba y tanto le gustaba. Ahora mismo la veo pasear muy campante lamiendo la espátula con la que hace un rato preparé un pesto fuertísimo y todavía no dejo de asombrarme.
AAAAVer el plato vacío y su cara rebosante de gusto y restos de comida me fueron conduciendo de a poco de regreso a las cucharas de madera, mi adorada Essen, la harina cuatro ceros y la cebolla bien picada y dorada en la sartén; al placer de amasar y sentir en la piel que esa masa toma esa textura sólo por como la tratan mis manos
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AAAA
AAAAY el sabor de la frambuesa se siente en paladar como un dulce y grato recuerdo lejano.

AAAALas crisis amorosas en mi caso se traducen en crisis culinarias. Admiro a la gente que trabaja cocinando porque yo no logro trabajar todos los días poniendo el corazón pero, sí que no sé cocinar de otra forma que no sea involucrando toda mi alma, en el estado que sea que esté. Quizá esto sólo me pasa a mí porque no logro separar lo que soy de lo que hago.