viernes, 30 de julio de 2010

Sobre El diario de Irene

Queridos lectores:
   Perdón que no lo expliqué antes pero, ayer suprimí el blog que contenía a El diario de Irene simplemente porque lo bajé para corregirlo profundamente, para trabajar mucho sobre él. Quizá para agregar o quitar partes, capítulos, revisar el final, registrarlo y demás. Todo esto porque tengo la intención de intentar publicarlo en papel.
   La realización de esa obra fue una experiencia maravillosa para mí, aunque muy rara a la vez. Escribir/publicar una novelita en tiempo real puede ser muy excitante, aunque también arrebatado y a veces desprolijo.
   Ya veremos qué queda...

Saludos,
PM
  

martes, 27 de julio de 2010

La niña aprendiz

Tenía cuatro años y allí estaba, sentada en el banco blanco de plaza del jardín de su casa, que entonces era verde y antes natural, con una revista de historietas, cuidadosamente sostenida en sus pequeñitas manos de piel tentadora y uñas sucias de campo. Era hermosa y allí estaba, hojeando con detenimiento cada página, tratando de descifrar a través de los dibujos, la trama de la historia, de lo que allí se escondía. Era hermosa pero, no como las muñecas sino como esas fuerzas vivas que quieren devorar el mundo entero y su belleza de un solo bocado; como si de una esponja llena de agua fresca se tratara lista para ser sorbida con toda la sed, con toda la pasión.
   Pero, no era lo que hacía en ese momento lo que llamaba la atención sino lo que esa cabecita pensó mientras pasaba con suavidad los dedos por la superficie áspera de la hoja: "Mirá cuando sepa leer..." Pensamiento promesa, amenaza, presagio, advertencia. Pensamiento presentimiento, pensamiento seguridad.
   Ya sabía esa niña de pelo lacio y sedoso -o quizá lo estaba eligiendo- que la lectura sería en su vida su lugar preferido. Un lugar de reposo, de salida y de llegada, de sobrecogimiento, de alimento, de alegría y de llanto. Una fuente de vida eterna, de juventud de alma. Quizá presintió, sin saberlo, que las palabras de otros que vivieron y murieron mucho antes que ella habrían de responder a muchas de esas preguntas que su tenaz espíritu iría a hacerle. Tal vez descubrió, en ese instante y en la fuerza de esas grafías, que el mundo que quería absorber desde que nació se escondía en una sola acción, la de leer.
   Allí estaba sentada y de cuatro años, enfrascada en sus pensamientos, mirando concentrada esos signos misteriosos con ojos enormes, sonrisa en los labios, calor y fascinación. Con la misma fascinación con la que de adulta mirará un texto escrito en una lengua desconocida; o con la que le provocará el olor del libro nuevo. Curiosidad, saber, sentir.
   La imagen de esa niña, sentada en ese banco blanco, que entonces era verde y antes natural era tan estática, tan quieta como la de un volcán de lava previo a la erupción.  Allí estaba, en los dedos pequeños rozando con suavidad las ásperas hojas de aquella revista a color. Allí estaba, en el silencio de una tarde de verano y en las palpitaciones de un corazón vivo, demasiado vivo. Seguro que detrás de las pecas estaba sonrojada de emoción y, seguro también, que debajo de los párpados de pestañas tupidas sus ojos brillaban con avidez, ansiedad y desesperación. Desesperación por alcanzar a sus hermanos mayores que en ese momento corrían por el jardín jugando a cualquier cosa. Ellos, más grandes, ya sabían leer los secretos que a ella, por ahora, le estaban vedados. Cruelmente vedados. Ellos tenían todo, y a ella todo le faltaba.

jueves, 22 de julio de 2010

La inspiración

El silencio tiene esas cosas...

Él duerme boca abajo, con la cabeza hacia la derecha y los brazos debajo de la almohada ocupando, como de costumbre, tres cuartas partes de la cama.
   Ella reposa boca arriba, con la cabeza apoyada sobre esa almohada fabulosa que alguien decidió llamar inteligente, y con los dedos imperceptiblemente entrelazados arriba del edredón blanco, arriba de su vientre. 
   Son las siete menos algo y todo es oscuridad y silencio. Todo menos la luz del velador de ella y esa voz interior.
   Con o sin luz, con o sin voces él duerme profundo. Por eso ella no se preocupa: si se despertara podría volver a dormir por tres horas más.
    Ella tiene los ojos abiertos, estilo cinco de la tarde, fijos en un punto impreciso (ahora) del cielorraso, o de la bisagra del placard, o de la hojita de lata tallada de la araña de hierro que pende del techo. Los párpados, como el diafragma de una lente, dan la impresión de querer enforcar algo para fijarlo, para grabarlo.
    Él, presintiéndolas (a las dos, a ella y a su voz), abre un ojo con esfuerzo y le pregunta:
_ ¿Qué pasa, Pil?
   Y ella le responde apurada:
_ Shhh... Nada, gordo, nada... 
   Y al rato se confiesa:
_ Estoy escribiendo.

viernes, 16 de julio de 2010

Mi frío, tu frío

"Ola de frío polar en Buenos Aires" rezan todos los titulares de los noticieros y diarios. Y yo pienso en el frío; en lo que me gusta el frío y en el insulto que eso puede representar para muchos. El frío es un extremo, y dicen que todos los extremos son malos. Algo de razón tienen.
   ¿Por qué me gusta tanto el frío? Y pienso: en realidad no es que me guste el frío en sí sino más bien, ese contraste enorme que genera el reencuentro con el calor. El calor de la oficina bien calefaccionada; el de el bar de la esquina de casa, el que producen en mi cabeza y orejas mis peludos sombreros faroleros, el de mis medias de lana, mis botas de corderito, el de la chimenea que pongo a andar a toda máquina y el de los abrazos desnudos...
   Pero, es cierto. Ningún extremo es bueno. Porque por más que a mí me guste dormir tapada hasta la orejas y darme una ducha de agua hirviendo o tomar una sopa de zucchinis bien caliente, hay mucha gente a la que este frío la trata sin clemencia.
   Esa señora mayor que vi hoy hecha un bollo a los pies de un banco de cemento en una calle de Capital me atravesó el corazón. Estaba bien despierta y frotándose a sí misma mientras yo fantaseaba, desde un taxi "ambiente climatizado", con la nieve que vienen anunciando y que todavía no llega. Apenas un vidrio o una coma separaban su frío del mío. ¿Cómo será el otro frío, el de ella, el perpetuo, ése que no va nunca al encuentro del calor que templa la sangre? ¿Cómo será tener los huesos congelados y ni siquiera poder abrigarse con la esperanza de estar próximo a entrar a un bar a pedir un café? ¿Cómo será tener ahí, a pocos pasos, el cielo mismo y no poder pasar? ¿Cómo será sentirse tan rechazado que, antes de siquiera hacer el intento de ingresar a un lugar así, alguien se deja morir congelado?
   Y puedo seguir; y sigo.
   ¿Cómo será, por ejemplo, considerar al día calentito sólo porque no es de noche? ¿Cómo será no tener más salamandra que ese sol que llamea a millones de kilómetros? Y cuando empieza a irse esa estrella, al anochecer ¿se sigue sintiendo el frío o, como el dolor extremo y sostenido, llega un punto en que deja de sentirse?

   No vayan a creer, no me siento mal por mis medias de lana, mi sopa caliente, ni por esas preguntas que no puedo responder. Sino simplemente, porque no entiendo. No entiendo por qué en el reparto a mí me tocó nacer aquí y a ella allá. Fue eso lo que me atravesó el corazón.
  Y en perfecto sentimiento dualista, la misma escena que me hizo agradecer mi suerte, también me hizo llorar su desgracia.

miércoles, 14 de julio de 2010

Días difusos

¿Pensaste alguna vez que la vida está hecha toda de días difusos, días que apenas recordamos? Llevo diez mil novecientos ochenta y un días vividos, de los cuales sólo recuerdo ¿cuántos? ¿Cien?, ¿trescientos?, ¿quinientos?, ¿mil? Ni idea... Sólo sé que esos que recuerdo es porque entonces sucedieron cosas más o menos notables. Cosas que, voluntariamente o no, me forzaron a grabar esa fecha en mi memoria. 
   Es fácil recordar, por ejemplo, aquel 9 de julio en el que nevó en Buenos Aires. Fue domingo. ¿Te acordás que hicimos guerra de nieve en el jardín? Recuerdo bien qué llevaba puesto, quiénes estaban allí y cómo miraba por la ventana, presa de la mayor incredulidad y encanto, el verde tiñéndose de blanco, a un ritmo lento y silencioso, para mí desconocido. O aquel día que, por estar con varicela y sin poder ir a la playa, mi papá y mi abuelo me regalaron a medias la Barbie Cristal. Mi primer beso, el día que egresé, el que me casé, cada vez que me caí por una escalera... O la mañana esa en la que el papelito marcó "positivo", o la tarde otra en la que la panza se movió por primera vez.
   Pero, ahora que lo pienso, esos días son los menos de mi vida. ¿Qué pasó, entonces, con esa pila de días difusos, con esos nueve mil y algo que no puedo recordar por insignificantes? ¿Qué pasó, por ejemplo, con ese día que no es más que una conjetura lograda sólo por lo notable que vino después?
   Quiero recordar algo de esos días difusos porque si no después se anda diciendo por ahí y en cada esquina que la vida es demasiado corta. La vida no es corta, es que recordamos muy poco. Y si a esto le sumamos que con el caer de la vejez se recuerda cada vez menos, el asunto realmente me preocupa.

   El teléfono que supongo negro reposaba quieto, inmutable y boca abajo sobre la mesa de plástico del patio de la casa de mis papás. Podría haber tenido un sweater de hilo turquesa pero, no mucho más que eso, porque recuerdo bien que todo olía a noviembre. Seguro que estaba en patas, como de costumbre, y con el pelo recogido en un improvisado rodete. Seguro también que las clases ya habían terminado y yo había amanecido con alegría pensando que no tenía más obligación para esa jornada que pensar en vos y saborear la espera de tu llamado, ése que me habías prometido la noche anterior. Priemero serían las cuatro de, supongamos, un jueves. No sé por qué esa hora. ¿Salías de trabajar a esa hora? Después serían las cinco y después las seis y después las siete. Entre las ocho y las nueve yo ya habría perdido la esperanza de que cumplieras tu promesa, y me habría ido a dormir con un adoquín negro y pesado en el medio del estómago, preguntándome por qué soy tan estúpida, por qué sos tan estúpido...
   Pero, voy a tratar de ilustrar mejor ese día tan esfumado que no recuerdo: entre las cinco y las seis -seguro-, luego de sonar el timbre del teléfono, debo haber saltado de un brinco o dos sobre el aparato esperando escuchar tu voz. Entre las cinco y las seis, también, se me debe haber ido el alma al suelo comprobando que quien hablaba del otro lado no era más que cualquiera menos vos. Entre las seis y las siete debo haberles rogado a mis hermanos, con más o menos disimulo, que por favor no se colgaran a hablar con nadie... quién sabía, quizás habías recordado tarde tu promesa y no fuera cosa que te diera ocupado... Entre las siete y las ocho debo haber practicado alguna forma de autodomesticación para no marcar ese número tan inconcientemente memorizado y tan imposible de olvidar. Entre las cuatro y las diez me debo haber fumado al menos siete cigarrillos y tomado, mínimo, cinco cafés. 
   A ese día difuso le sucedieron otros y otros y otros más, exactamente iguales, igualmente olvidables. Así, hasta culminar en uno de esos memorables que, como el 9 de julio nevado -aunque con incredulidad, ya sin encanto-, recuerdo a la perfección. Como una bomba de tiempo, el tic tac tic tac de esos días de mirar el teléfono estallaron en un montón de verdad: realmente no me querías. Aunque después trataras de convencerme de lo contrario, ese día lo entendí. Vos sabías cómo me mortificaba la acción insignificante y desesperante de esperar tu llamado; vos sabías cómo me iba deshojando. Sin embargo, en un extraño goce perverso, elegías no llamarme. Recuerdo muy bien ese día porque, para calmar mi dolor imberbe, tuve que acostarme entre papá y mamá, buscando consuelo efectivo para mi llanto infinito. Cómo olvidarlo... Mamá me acariciaba el pelo empapado de lágrimas y me decía con amor "ya lo vas a olvidar, hijita, ya lo vas a olvidar".
   Pero nunca lo olvidé, querido, nunca te olvidé.   

lunes, 5 de julio de 2010

La escoba

Trabajaba de portero hacía veinte años en el edificio, y ese día yo sólo estaba barriendo. Serían ¿qué?, ¿las seis de la mañana más o menos? Sí, puede ser pero, de principos de octubre porque no estaba tan oscuro y ya había cierto movimiento, ése que indica que el día comenzó. Un día como cualquier otro.
   Sólo estaba barriendo. Ya lo dije, ¿no? ¿Es que existirá, tal vez, una acción más mecánica, más rutinaria, más indvidualista y más rítmica que la de barrer? Lo dudo. En serio que lo dudo. El ruido de las cerdas nuevas contra las baldosas pianito de la vereda todavía lo escucho.
   Se decía sin decir por ahí y por todos lados que enfrente, en el taller, había un centro clandestino de detención. Bah, se decía; me corrijo: se sabía, porque lo que era decir... Mejor no decir nada, agarrar la escoba, mirarse el ombligo y siss, siss, siss, siss.
  De noche los reflectores se prendían poderosos y la música también. Lita decía que esa música no la dejaba dormir pero, bueno, ya estábamos acostumbrados, como todos ahí en la cuadra, a eso de saber y no saber y mejor-callate-la-boca y no opinés. Pero una cosa es saber, y otra muy distinta es ver.
   Esa mañana un grito demasiado cercano y dirigido hacia a mí, hacia todos, me sacó de mi yo espiralado y me hizo levantar la vista. Calle por medio, un joven casi desnudo salió corriendo de la nada pidiendo socorro. Yo estaba enfrente y me miró y lo miré. No pasaron ni tres segundos hasta que dos tipos lo agarraron y lo arrastraron de nuevo hacia adentro. Cuando vio que lo agarraban, gritó de una forma que yo no creí fuera posible gritar. Ahí conocí el terror.

   ¿Y si se llamaba Juan? Porque algún nombre debía tener...

   A mí me pidió socorro... Juan. A mí me miró como el niño perdido que encuentra a su padre. A mí me miró como si hubiera visto un ángel. Los ojos eran grandes y almendrados, y con adrenalínica potencia, vigor y velocidad, esos ojos cruzaron todo Venancio Flores sólo para mostrarme bien de cerca a la esperanza y a la desesperación. A mí. A mí me pidió, me gritó que lo mate, por favor que lo mate (por favor, matame). A mí me entregó su vida. A mí que, con un mameluco y una escoba en la mano, claramente no formaba parte de ésos que por algún motivo lo reducían a la nada misma pero, nunca lo suficiente. 
   Mi escoba cayó dando más de un rebote y ahí me quedé sintiendo el impulso de cruzar la calle, de gritar, de agarrarlo y taparlo con una frazada que tenía ahí a la mano, de ofrecerle un plato del pollo con papas de Lita que todo lo cura y un poco del buen vino que habíamos abierto anoche con motivo del cumpleaños del Javi. De decirle a mis vecinos que vamos, que no puede ser, que tenemos que hacer algo. De llamar a la policía y pedirles que vengan urgente que hay un ciudadano que está pidiendo socorro, que no sé qué habrá hecho pero que, en todo caso se le podría hacer un juicio justo, ¿no cree usté?
   Los que estábamos ahí, los que presenciamos el instante, nos miramos censurándonos mutuamente. A todos nos hubiera gustado ayudar a Juan pero, nadie quería ser Juan.
  Miré mi escoba en el piso, dispuesto a levantarla pero, me quedé un rato sopesándola, porque sabía que cuando lo hiciera, yo, Alberto, nunca más volvería a ser el mismo.

Siss, siss, siss, siss...