lunes, 5 de julio de 2010

La escoba

Trabajaba de portero hacía veinte años en el edificio, y ese día yo sólo estaba barriendo. Serían ¿qué?, ¿las seis de la mañana más o menos? Sí, puede ser pero, de principos de octubre porque no estaba tan oscuro y ya había cierto movimiento, ése que indica que el día comenzó. Un día como cualquier otro.
   Sólo estaba barriendo. Ya lo dije, ¿no? ¿Es que existirá, tal vez, una acción más mecánica, más rutinaria, más indvidualista y más rítmica que la de barrer? Lo dudo. En serio que lo dudo. El ruido de las cerdas nuevas contra las baldosas pianito de la vereda todavía lo escucho.
   Se decía sin decir por ahí y por todos lados que enfrente, en el taller, había un centro clandestino de detención. Bah, se decía; me corrijo: se sabía, porque lo que era decir... Mejor no decir nada, agarrar la escoba, mirarse el ombligo y siss, siss, siss, siss.
  De noche los reflectores se prendían poderosos y la música también. Lita decía que esa música no la dejaba dormir pero, bueno, ya estábamos acostumbrados, como todos ahí en la cuadra, a eso de saber y no saber y mejor-callate-la-boca y no opinés. Pero una cosa es saber, y otra muy distinta es ver.
   Esa mañana un grito demasiado cercano y dirigido hacia a mí, hacia todos, me sacó de mi yo espiralado y me hizo levantar la vista. Calle por medio, un joven casi desnudo salió corriendo de la nada pidiendo socorro. Yo estaba enfrente y me miró y lo miré. No pasaron ni tres segundos hasta que dos tipos lo agarraron y lo arrastraron de nuevo hacia adentro. Cuando vio que lo agarraban, gritó de una forma que yo no creí fuera posible gritar. Ahí conocí el terror.

   ¿Y si se llamaba Juan? Porque algún nombre debía tener...

   A mí me pidió socorro... Juan. A mí me miró como el niño perdido que encuentra a su padre. A mí me miró como si hubiera visto un ángel. Los ojos eran grandes y almendrados, y con adrenalínica potencia, vigor y velocidad, esos ojos cruzaron todo Venancio Flores sólo para mostrarme bien de cerca a la esperanza y a la desesperación. A mí. A mí me pidió, me gritó que lo mate, por favor que lo mate (por favor, matame). A mí me entregó su vida. A mí que, con un mameluco y una escoba en la mano, claramente no formaba parte de ésos que por algún motivo lo reducían a la nada misma pero, nunca lo suficiente. 
   Mi escoba cayó dando más de un rebote y ahí me quedé sintiendo el impulso de cruzar la calle, de gritar, de agarrarlo y taparlo con una frazada que tenía ahí a la mano, de ofrecerle un plato del pollo con papas de Lita que todo lo cura y un poco del buen vino que habíamos abierto anoche con motivo del cumpleaños del Javi. De decirle a mis vecinos que vamos, que no puede ser, que tenemos que hacer algo. De llamar a la policía y pedirles que vengan urgente que hay un ciudadano que está pidiendo socorro, que no sé qué habrá hecho pero que, en todo caso se le podría hacer un juicio justo, ¿no cree usté?
   Los que estábamos ahí, los que presenciamos el instante, nos miramos censurándonos mutuamente. A todos nos hubiera gustado ayudar a Juan pero, nadie quería ser Juan.
  Miré mi escoba en el piso, dispuesto a levantarla pero, me quedé un rato sopesándola, porque sabía que cuando lo hiciera, yo, Alberto, nunca más volvería a ser el mismo.

Siss, siss, siss, siss...

2 comentarios:

  1. Me gustó. Uno se pregunta por qué, si la gente sabía no se hizo algo, por qué dejaron que pase el terror. Pero debe ser como tan bien lo escribiste vos, por el miedo profundo a perder todo, la vida pero también la vida de la familia y de tantos seres queridos. Pero la culpa de esa decisión, de ese quedarse quietos mirándose las manos que podían alzarze, pero no, debió dejar en esa gente una culpa muy grande.

    ResponderEliminar
  2. Qué dureza, Pilar, qué dureza de relato.
    Un saludo.

    ResponderEliminar