miércoles, 14 de julio de 2010

Días difusos

¿Pensaste alguna vez que la vida está hecha toda de días difusos, días que apenas recordamos? Llevo diez mil novecientos ochenta y un días vividos, de los cuales sólo recuerdo ¿cuántos? ¿Cien?, ¿trescientos?, ¿quinientos?, ¿mil? Ni idea... Sólo sé que esos que recuerdo es porque entonces sucedieron cosas más o menos notables. Cosas que, voluntariamente o no, me forzaron a grabar esa fecha en mi memoria. 
   Es fácil recordar, por ejemplo, aquel 9 de julio en el que nevó en Buenos Aires. Fue domingo. ¿Te acordás que hicimos guerra de nieve en el jardín? Recuerdo bien qué llevaba puesto, quiénes estaban allí y cómo miraba por la ventana, presa de la mayor incredulidad y encanto, el verde tiñéndose de blanco, a un ritmo lento y silencioso, para mí desconocido. O aquel día que, por estar con varicela y sin poder ir a la playa, mi papá y mi abuelo me regalaron a medias la Barbie Cristal. Mi primer beso, el día que egresé, el que me casé, cada vez que me caí por una escalera... O la mañana esa en la que el papelito marcó "positivo", o la tarde otra en la que la panza se movió por primera vez.
   Pero, ahora que lo pienso, esos días son los menos de mi vida. ¿Qué pasó, entonces, con esa pila de días difusos, con esos nueve mil y algo que no puedo recordar por insignificantes? ¿Qué pasó, por ejemplo, con ese día que no es más que una conjetura lograda sólo por lo notable que vino después?
   Quiero recordar algo de esos días difusos porque si no después se anda diciendo por ahí y en cada esquina que la vida es demasiado corta. La vida no es corta, es que recordamos muy poco. Y si a esto le sumamos que con el caer de la vejez se recuerda cada vez menos, el asunto realmente me preocupa.

   El teléfono que supongo negro reposaba quieto, inmutable y boca abajo sobre la mesa de plástico del patio de la casa de mis papás. Podría haber tenido un sweater de hilo turquesa pero, no mucho más que eso, porque recuerdo bien que todo olía a noviembre. Seguro que estaba en patas, como de costumbre, y con el pelo recogido en un improvisado rodete. Seguro también que las clases ya habían terminado y yo había amanecido con alegría pensando que no tenía más obligación para esa jornada que pensar en vos y saborear la espera de tu llamado, ése que me habías prometido la noche anterior. Priemero serían las cuatro de, supongamos, un jueves. No sé por qué esa hora. ¿Salías de trabajar a esa hora? Después serían las cinco y después las seis y después las siete. Entre las ocho y las nueve yo ya habría perdido la esperanza de que cumplieras tu promesa, y me habría ido a dormir con un adoquín negro y pesado en el medio del estómago, preguntándome por qué soy tan estúpida, por qué sos tan estúpido...
   Pero, voy a tratar de ilustrar mejor ese día tan esfumado que no recuerdo: entre las cinco y las seis -seguro-, luego de sonar el timbre del teléfono, debo haber saltado de un brinco o dos sobre el aparato esperando escuchar tu voz. Entre las cinco y las seis, también, se me debe haber ido el alma al suelo comprobando que quien hablaba del otro lado no era más que cualquiera menos vos. Entre las seis y las siete debo haberles rogado a mis hermanos, con más o menos disimulo, que por favor no se colgaran a hablar con nadie... quién sabía, quizás habías recordado tarde tu promesa y no fuera cosa que te diera ocupado... Entre las siete y las ocho debo haber practicado alguna forma de autodomesticación para no marcar ese número tan inconcientemente memorizado y tan imposible de olvidar. Entre las cuatro y las diez me debo haber fumado al menos siete cigarrillos y tomado, mínimo, cinco cafés. 
   A ese día difuso le sucedieron otros y otros y otros más, exactamente iguales, igualmente olvidables. Así, hasta culminar en uno de esos memorables que, como el 9 de julio nevado -aunque con incredulidad, ya sin encanto-, recuerdo a la perfección. Como una bomba de tiempo, el tic tac tic tac de esos días de mirar el teléfono estallaron en un montón de verdad: realmente no me querías. Aunque después trataras de convencerme de lo contrario, ese día lo entendí. Vos sabías cómo me mortificaba la acción insignificante y desesperante de esperar tu llamado; vos sabías cómo me iba deshojando. Sin embargo, en un extraño goce perverso, elegías no llamarme. Recuerdo muy bien ese día porque, para calmar mi dolor imberbe, tuve que acostarme entre papá y mamá, buscando consuelo efectivo para mi llanto infinito. Cómo olvidarlo... Mamá me acariciaba el pelo empapado de lágrimas y me decía con amor "ya lo vas a olvidar, hijita, ya lo vas a olvidar".
   Pero nunca lo olvidé, querido, nunca te olvidé.   

5 comentarios:

  1. Se me vinieron dos frases del Principito, que aplican de maravillas:

    “Si vienes, por ejemplo, a las cuatro de la tarde; desde las tres yo empezaría a ser dichoso”

    y...

    “Es tan misterioso el país de las lágrimas…”

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  2. Hay muchos días así, el tiempo pasa siempre de modo extraño. Te acordás del tiempo cuando eras chica? Seguro que no.
    Otra pregunta ¿qué pasa con el tiempo cuando uno lee? Tendrás así montones de horas, de días por mundos de ficción, viajes interminables, seguro que de esos te acordás.
    Un abrazo, NIco

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  3. Ana! El Principito... qué libro más lleno de verdades, ¿no?

    Nico: ¿Podés creer que en realción a este post el otro día pensaba en el pasaje de un libro que no logro recordar? Ése que hablaba de un sobretodo nuevo que el protagonista había logrado conseguir, y dejar el suyo viejo y apolillado. Lo terrible era que el nuevo -creo- enseguida lo perdía. Con seguridad pertenece a un relato nórdico, alguna novela rusa tal vez, o a un cuento dublinés de Joyce... Ay, me estoy rompiendo la cabeza tratando de ubicar la procedencia de ese pasaje... difuso. ¿Me estará dando Alzheimer?

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  4. Será el Capote de Gogol? Un abrazo. Sí también los libros se olvidan, tu teoría sigue firme.

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  5. Sí, señor! Gogol. ¡Cómo pude olvidarlo! Eso me pasa por frecuentar tanto ruso a la vez. Igualmente lo leí hace tanto... Tendría que volver a leerlo porque por algo volvió así, solito, sin que nadie lo evoque.GRACIAS, Nico!

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