lunes, 28 de mayo de 2012

El regalo

La verdad... venir a morirte quince días antes del día de tu cumpleaños es de mal gusto. Especialmente de mal gusto para mí que ahora estoy cruzada de piernas sobre mi cama, sentada de indio mirando incrédula el ropero abierto y allí, en el tercer estante, el regalo. El regalo está; vos no. ¿Y ahora? -decime- ¿Qué hago yo con ese regalo único, distinto a todos los que hayas recibido alguna vez, pensado desde el corazón, desde la inteligencia, desde la observación y la creatividad? Más único, incluso, que ese que recibieras a los cinco años y que te dejara con la boca abierta. 
¿Por qué te moriste? Me muerdo el labio inferior y sonrío con sorna dejando salir un sonido gutural, imposible de escribir -un llanto reprimido, contenido tal vez-. ¿Acaso no sabés que soy una especialista en regalos? Sí, en regalos y en sorpresas. Ese regalo único y hecho a medida no se lo puedo dar a nadie más porque para nadie fuera de vos tendría  valor alguno. ¿Cómo pudiste morirte antes de recibir mi regalo? En todo caso debiera haber sido algo así como "recibir mi regalo y después morir..." Pero, no. Y el regalo me mira y yo lo miro. Nos miramos y no tenemos idea de qué decirnos. Yo me encojo de hombros y él nada; se ve afligido porque se sabe sin destinatario (imaginate lo trágico que es eso para un regalo). Yo le digo que no se preocupe, que muchas cosas además de él quedaron truncas para el día de hoy; por ejemplo o principalmente, un abrazo al amanecer... No un abrazo cualquiera, uno de cumpleaños. Uno de esos que cuando se dan se le agradece en silencio a Dios que esa persona haya nacido. Sí, muchas cosas quedaron truncas hoy.
Secas las lágrimas, decido que con ese regalo no puedo hacer nada más que dejarlo ahí, en ese lugar. Y mientras cierro la puerta del placard y hago sonar los huesos de mi tobillo derecho, como queriendo destrabar algo de todo esto, no puedo evitar preguntarme si con el tiempo, al igual que la plata guardada ese regalo se irá devaluando o al igual que el buen vino se hará más añejo. 

domingo, 13 de mayo de 2012

Mismas piedras

Luz estaba indignada y no podía parar de llorar. Se odiaba tanto a sí misma en ese momento que lo único que quería era darse de golpes pero, no lo hizo ni lo iba a hacer; así que se limitó a hundir su cabeza entre sus brazos sobre el volante mientras escuchaba esa canción que tan fácil le hacía la caída de las lágrimas. ¡Era lo mismo! ¡Era lo mismo!, fueron las únicas palabras que dijo, una y otra vez y de todas las formas posibles: ¡Era lo mismo! de corrido y mil veces, ¡Era lo mismo! más pausado y asombrado, ¡Era lo mismo! acompañado con gestos de una mano a veces, de las dos otras... ¡Era lo mismo! mirando al cielo, como una obviedad para el omnisciente. Estaba in-dig-na-da, así, separado en sílabas. Tanto que apenas podía respirar.

Luz lo supo (y lo negó) en el instante mismo en el que se sintió inevitablemente traccionada, tirada, atraída hacia Gelo, como si de un remolino o un huracán se tratara. Lo habría sospechado sin saberlo entonces, o lo tendría que haber sospechado: solo alguien tan parecido a Freddy podía arrasarla de esa manera. Pero, como el más común de los mortales, Luz no pudo resistirse a lo que vino cuando vino y así que pensó que quizá no era tan lo mismo; o que no eran exactamente lo mismo. Es más, llegó a convencerse de que eran bien distintos.  
Pero el tiempo pasó y sobre una herida, calcada, apareció la otra. Y sobre esas dos heridas, una aún mucho más dolorosa: la enorme frustración de sentir que no había aprendido nada.