lunes, 23 de julio de 2012

Nuevo Rumbo

La mujer era tan bella como una escultura en el medio del paisaje, con una mano en la cintura y la otra a la altura de las cejas, cubriéndose del sol, escrutando el horizonte o algo semejante. Todo lo demás era desierto, una mañana hermosísima en el desierto, con el sol ya calentando y la arena todavía fría. El pelo le caía pesado y dorado sobre la espalda, confundiéndose a veces con tanto rayo de luz. 
Nuevo Rumbo le sonaba a ella a nombre de equipo de fútbol de barrio pero, no había, gramaticalmente hablando, posibilidad de formar ninguna otra frase que le hiciera justicia a ese paisaje, a su corazón: solo esas dos. 
Había llegado ahí después de caminar toda la noche helada, congelada (las dos, la noche y ella). Había caminado a ciegas porque la luna vestida de nueva no había sabido guiar ni un poco sus pasos. Eso sí, sus sentidos, institntos y percepcióln se habían aguzado tanto que por momentos sentía que sus ojos, los del alma, eran verdaderos faros, poderosos follows. La mayoría de la gente, de los pocos peregrinos con los que se cruzaba, preferían acampar durante la noche. Decían que era demasiado riesgoso atravesarla a pie, que el clima, que los animales, que la ceguera total, que los dioses oscuros. Ella lo sabía y lo entendía. Muchas veces sentía verdadero terror pero, no podía renunciar a la experiencia, al crecimiento. 
La noche la había pasado llorando, casi por completo. Tratando de entender, buscando en el medio de la oscuridad, de la incertidumbre más evidente una respuesta clara a su pregunta: ¿por qué lo amaba (tanto)? Y no podía encontrar una sola respuesta que la complaciera. Pisaba cosas extrañas a las que se fue acostumbrando de a poco. Era tonto, bastante inmaduro y por sobre todas las cosas un cobarde. Entonces, ¿por qué lo quería? El pánico surgió de golpe cuando imaginó que quizás al próximo paso podría caer en un pozo o en arena movediza. Y se paralizó. Quizá lo mejor era acampar. ¿Por qué lo amaba si no le convenía? Decidió seguir, a fuerza de fe en un camino confiable: decidió seguir. ¿Por qué lo quería? No lo podía entender, de la misma forma que era imposible entender allí el rumbo, el camino, el paso a continuación. Sin embargo seguía cada vez con más firmeza, caminaba a ciegas, porque sí. Y de pronto sintió un golpe tremendo en los dedos del pie derecho que chocaba contra lo que supuso sería una roca, y se fue al suelo.
Tendido su rostro tan cerca de la arena, el aliento entrando y saliendo, haciendo volar los granitos hacia un lado, hacia el otro. Su pelo y la arena. Sus dedos y la arena. No veía nada pero sentía todo. Su pie lastimado. Sus rodillas y la arena. Y otra vez el aliento que con su agitación le hacía tragar... arena. Lloró de pronto porque empezó a clarear. Lo amaba porque sí; aunque se tropezara, cayera y se lastimara. 
Giró sobre su propio cuerpo y se quedó boca arriba sonriente, mirando el cielo. Salir de las razones era amanecer, irónicamente, entendiendo todo; era desperezarse, aclarar la mente, dar unos pasos y revisar el horizonte, con una mano en la cintura, la otra a la altura de las cejas, sintiéndose lo suficientemente libre para ver... hacia dónde quería ir y a quién quería llevar con ella.

jueves, 12 de julio de 2012

Rompecabezas


Quisiera retener para siempre ese ruido. Quisiera retener el frío metálico de esa camilla sobre mi cuerpo sin más vestido que una panza de treinta y ocho semanas y un camisolín. Quisiera retener esos ojos hacia arriba andando, titilando. ¿Cuándo voy así, horizontal, mirando hacia arriba? Nunca, salvo que esté en una camilla. La violencia con la que se pliegan las patas de esta para pasar como un plato por ese pasador me produjo cierto pánico que también quisiera recuperar; solo para volver ahí: yo desapareciendo por esa ventana y vos despidiéndome para vernos del otro lado.  Incluso quisiera retener el dolor de serrucho de ilusionista partiéndome al medio en cada contracción pero sin partirme; quisiera retenerlo para volver ahí y sentir en la piel ese aire: si logro sentir el aire ya estoy ahí de nuevo.
Ella iba a amanecer por primera vez siempre que yo pujara lo suficiente y la hiciera amanecer. Vos no querías estar ahí -decí la verdad- porque estabas seguro de que te ibas a desmayar. Yo te amenacé tanto durante nueve meses que no tuviste más remedio que aceptarlo. Hicimos todos los cursos habidos y por haber para sanarte ese mal. Es que no es justo, pensaba yo mientras las ruedas de la camilla avanzaban haciendo un repetido chirrido, no es justo que todo me pase a mí, a mi cuerpo y vos solo por impresionable me dejes sola en este momento clave. Y todos estaban bien enterados de esta interna matrimonial y por ende más pendientes del gran inconveniente que sería que se desplomara en plena sala de partos tamaño hombre que si a mí me agarraba o no, por ejemplo, la peridural.
Las luces estaban bajas, bajísimas, eso lo recuerdo bien. Y la temperatura del lugar estaba muy alta. Vos no parabas de transpirar (te veías tan bien en ese ambo verde, te veías sexy como Derek Shepherd). Apenas unas linternas iluminaban el lugar por donde ella iba a salir. María de Santos se llamaba la anestesista: María... de... Santos. Sí. Se llamaba así: María de Santos. Música inolvidable. Tenía el pelo corto y una calidez de madre que hizo que nunca más me olvidara de ella y que me curara de Cruela, la partera olvidable.
Me quedé dormida. Cansada, agotada, después de la anestesia y con las contracciones a todo vapor dije Estoy cansada y María me dijo Dormí. Y yo me dormí con absurda facilidad y terminé de dilatar así, durmiendo. Tu mano, mi mano. Qué importantes son las manos. Y me desperté o me despertaron para empezar a pujar. No era tan fácil como yo pensaba pero, todo empezó a suceder simplemente. 
Vos parecías drogado de la emoción, porque yo no podía evitar chequearte entre contracción y contracción. Yo no estaba todo lo cómoda que hubiera querido; no sentía mucho las piernas y Cruela imbécil que quería ocupar tu lugar y te mandaba a mirar. ¡No quería que ella me abrace, quería que me abrazaras vos! Pero, igual me porté muy bien. No grité ni un poco. Mi mamá se había ocupado de decirme desde siempre que eran un horror las mujeres que gritaban como chanchos cuando iban a parir y también las que andaban sin ropa interior y que un día pudieran ser pisadas por un auto. En fin, no grité ni un poquito; aunque los que estuvieron ahí dicen que en realidad lo hice en un solo en un momento. En el último pujo. En el cuarto pujo, en el que le dije, le ordené a nuestra hija: "¡Clementina, salí!" con un i sostenido sobreagudo y, por fin, sacó la cabeza. Todos se envalentonaron ante tu inexistente naturaleza impresionable y te empezaron a hacer participar activamente: mirá, papá, tocale la cabeza. Yo creía que jugaban con fuego pero, qué iba a opinar yo con un ser humano atravesado en el canal vaginal. Así que le tocaste la cabecita y ya estabas extasiado. Un pujo más y salieron los hombros. ¿La sacan ustedes? Nos miramos y no lo dudamos. Era jabonosa, tan jabonosa y tan diminuta. Vos cortaste el cordón y si ahí te desmayabas ya no me importaba pero, no te desmayaste y te la llevaste para unos estudios. 
Yo me quedé ahí, como una fuente o un plato (de nuevo) después de un gran banquete, con los restos adentro y afuera de todo lo que había sido esa fiesta. Su limpieza fue otro parto que no quisiera retener.
En adelante son solo flashes.
Tener un hijo es un viaje impensable, inimaginable. Nada de lo que nadie nos cuente nunca va a acercarse siquiera un poco a esa experiencia; así retengamos todo, jamás podremos... contarla. Pero, si retenemos algo, siempre podremos volver; volver a ese día; volver a estar juntos.

martes, 3 de julio de 2012

Vencida

You've got to get in to get out
De todas mis tristezas hay una que no me visita con mucha frecuencia. Una que muy pocas veces en la vida me visita: es la tristeza del vencido. Yo no me doy por vencida ni aun vencida, como decía mi amigo. Soy dura de vencer. Mi cabeza muerde y vocifera vengadora incluso rodando por el polvo. Por eso no conozco bien esa tristeza pero, cuando viene la miro siempre seria y como por primera vez: es pura presencia, es pura noche, es pura pureza, es pura tristeza. Es vacío o más que vacío es ausencia. Es orgullo herido y herida abierta. Cuando viene esa tristeza, no hay amigo, palabra ni consuelo que se le atreva; tampoco hay lágrimas, solo guijarros en el alma y en la lengua. 
Luego de recibirla cierro las persianas y las puertas para darle la privacidad que necesita y se instala. No me sobra ni se burla, simplemente está y mira en seguimiento cada uno de mis pasos lentos, medidos. Sabe lo que voy a hacer y, tan dolorosa e indolente a la vez, no se queja ni se ofende. Los primeros pinchazos sobre el disco de pasta suenan mal por mi pulso pero, enseguida acomodo la aguja y el Concerto in D major op.35 de Tchaikovsky, empieza a sonar imponente. Y con el control de la tele saco el sonido y busco exactamente lo que quiero: patinaje artístico sobre hielo. Me acomodo, junto a esta tristeza en el sillón, tranquila porque nada me protege mejor de ella, nada anestesia más mi dolor. Así frente a la pantalla y abrazando fuerte mis rodillas, mis razones, explicaciones, motivos, teorías e ideas empiezan a borrarse, a desaparecer en esos giros, esos saltos y en esas gacelas que sobre cuchillas de fuego cortan con justicia el hielo que pisan. Y solo queda un agradable sopor entre esos acordes de cuerdas, la imagen, esa tristeza y yo. Toda racionalidad se esfuma en ese cuerpo que se estira, se ablanda, se expande y se retrae. En ese vuelo raso todo se esfuma. Todo se desviste en cada giro, en cada salto y lo único que queda es el corazón crudo que, como en un torno de alfarero, frágil y húmedo, al paso de cada vuelta, empieza a moldearse de nuevo.