jueves, 12 de julio de 2012

Rompecabezas


Quisiera retener para siempre ese ruido. Quisiera retener el frío metálico de esa camilla sobre mi cuerpo sin más vestido que una panza de treinta y ocho semanas y un camisolín. Quisiera retener esos ojos hacia arriba andando, titilando. ¿Cuándo voy así, horizontal, mirando hacia arriba? Nunca, salvo que esté en una camilla. La violencia con la que se pliegan las patas de esta para pasar como un plato por ese pasador me produjo cierto pánico que también quisiera recuperar; solo para volver ahí: yo desapareciendo por esa ventana y vos despidiéndome para vernos del otro lado.  Incluso quisiera retener el dolor de serrucho de ilusionista partiéndome al medio en cada contracción pero sin partirme; quisiera retenerlo para volver ahí y sentir en la piel ese aire: si logro sentir el aire ya estoy ahí de nuevo.
Ella iba a amanecer por primera vez siempre que yo pujara lo suficiente y la hiciera amanecer. Vos no querías estar ahí -decí la verdad- porque estabas seguro de que te ibas a desmayar. Yo te amenacé tanto durante nueve meses que no tuviste más remedio que aceptarlo. Hicimos todos los cursos habidos y por haber para sanarte ese mal. Es que no es justo, pensaba yo mientras las ruedas de la camilla avanzaban haciendo un repetido chirrido, no es justo que todo me pase a mí, a mi cuerpo y vos solo por impresionable me dejes sola en este momento clave. Y todos estaban bien enterados de esta interna matrimonial y por ende más pendientes del gran inconveniente que sería que se desplomara en plena sala de partos tamaño hombre que si a mí me agarraba o no, por ejemplo, la peridural.
Las luces estaban bajas, bajísimas, eso lo recuerdo bien. Y la temperatura del lugar estaba muy alta. Vos no parabas de transpirar (te veías tan bien en ese ambo verde, te veías sexy como Derek Shepherd). Apenas unas linternas iluminaban el lugar por donde ella iba a salir. María de Santos se llamaba la anestesista: María... de... Santos. Sí. Se llamaba así: María de Santos. Música inolvidable. Tenía el pelo corto y una calidez de madre que hizo que nunca más me olvidara de ella y que me curara de Cruela, la partera olvidable.
Me quedé dormida. Cansada, agotada, después de la anestesia y con las contracciones a todo vapor dije Estoy cansada y María me dijo Dormí. Y yo me dormí con absurda facilidad y terminé de dilatar así, durmiendo. Tu mano, mi mano. Qué importantes son las manos. Y me desperté o me despertaron para empezar a pujar. No era tan fácil como yo pensaba pero, todo empezó a suceder simplemente. 
Vos parecías drogado de la emoción, porque yo no podía evitar chequearte entre contracción y contracción. Yo no estaba todo lo cómoda que hubiera querido; no sentía mucho las piernas y Cruela imbécil que quería ocupar tu lugar y te mandaba a mirar. ¡No quería que ella me abrace, quería que me abrazaras vos! Pero, igual me porté muy bien. No grité ni un poco. Mi mamá se había ocupado de decirme desde siempre que eran un horror las mujeres que gritaban como chanchos cuando iban a parir y también las que andaban sin ropa interior y que un día pudieran ser pisadas por un auto. En fin, no grité ni un poquito; aunque los que estuvieron ahí dicen que en realidad lo hice en un solo en un momento. En el último pujo. En el cuarto pujo, en el que le dije, le ordené a nuestra hija: "¡Clementina, salí!" con un i sostenido sobreagudo y, por fin, sacó la cabeza. Todos se envalentonaron ante tu inexistente naturaleza impresionable y te empezaron a hacer participar activamente: mirá, papá, tocale la cabeza. Yo creía que jugaban con fuego pero, qué iba a opinar yo con un ser humano atravesado en el canal vaginal. Así que le tocaste la cabecita y ya estabas extasiado. Un pujo más y salieron los hombros. ¿La sacan ustedes? Nos miramos y no lo dudamos. Era jabonosa, tan jabonosa y tan diminuta. Vos cortaste el cordón y si ahí te desmayabas ya no me importaba pero, no te desmayaste y te la llevaste para unos estudios. 
Yo me quedé ahí, como una fuente o un plato (de nuevo) después de un gran banquete, con los restos adentro y afuera de todo lo que había sido esa fiesta. Su limpieza fue otro parto que no quisiera retener.
En adelante son solo flashes.
Tener un hijo es un viaje impensable, inimaginable. Nada de lo que nadie nos cuente nunca va a acercarse siquiera un poco a esa experiencia; así retengamos todo, jamás podremos... contarla. Pero, si retenemos algo, siempre podremos volver; volver a ese día; volver a estar juntos.

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