jueves, 17 de septiembre de 2009

La boda y la muerte

Era 14 de diciembre de 2005. Madrugué para irme a depilar porque el día anterior -como no podía ser de otra forma- todas las mujeres de la ciudad habían decidido que era hora y momento de despelarse y, teniendo en cuenta que noche mediante me casaría, la espera se me había hecho insoportable. A las nueve tenía turno en la peluquería, aunque más no fuera para conseguir un liso un poco más perfecto del que ya tiene mi pelo. Mi tía que había venido de Chile, mi mamá y yo fuimos a ese santuario femenino de pueblo que olía a mañana de verano y a pelo de los múltiples gatos que Mickey y Carlos adoptan compulsivamente, en el afán de formar una familia.
AAAAConmigo y mi juventud fue con la primera que terminaron. Hechas las uñas, hecho el brushing no podía quedarme mirando cómo hacían para arreglarles la cabeza a mis compañeras; entonces, como el día estaba verdaderamente primaveral y en absoluto caluroso, decidí volver a casa caminando. No recuerdo haber pensado nada en particular, sólo recuerdo las voces de unos obreros que trabajaban en una obra pública y que a lo largo de por lo menos media cuadra me decían cosas desde la vereda de enfrente como “¡Algo así no se ve en mi barrio!”. Confieso que no pude evitar sonreírme ni sonrojarme. El arrebato de ese señor se ganó una pequeña parcela en el vasto territorio de mi memoria.
Todos listos y alborotados -al mejor estilo Medina- partimos hacia el Registro Civil de San Miguel donde, gracias a los contactos de mi suegro, el juez Villalonga había accedido a casarnos un miércoles, día en el que nunca se celebran matrimonios, al menos no en ese Registro.
AAAASebas llegó caminando: alto, buen mozo, portando el único traje que se compró en su vida y con un puñado de nervios bien escondido entre los labios. "¿Dónde dejaste el auto?", le pregunté. "Dejé a mi mamá y mi hermana en la peluquería y vine caminando porque no quería llegar tarde". Ése iba a ser mi marido. Menos mal que el día estaba lindo porque si no, no habría sido capaz de sacarse de encima el olor a caminata de diez cuadras largas bellavistenses a pleno rayo de sol.
AAAAUna mujer con cara de rutina nos pide a los novios y testigos que entremos a su despacho. Acto seguido, nos pide a todos y cada uno los documentos. A ver: ¿Cómo iba a explicar, sin quedar como una verdadera imbécil, no que me había olvidado el documento sino que no lo había traído a propósito porque pensé que no era necesario? ¿Qué clase de persona va al registro civil siquiera a averiguar algo sin el documento? Ninguna, por supuesto, salvo yo. Lo miré a Sebas con esa cara tan mía en la que él reconoce que, no importa cuántos años vayan a pasar, nunca lo voy a dejar de sorprender con la barbaridad que pueda salir de mi boca, y por la que, probablemente, siempre me va a amar.
AAAAMi cuñado se subió muy rápido a su rol de superhéroe y sacó su camioneta de entre los autos estacionados y, girando en u y a los tiros, volvió a casa a rescatar mi DNI para que yo pudiera casarme. Por supuesto que en los cuarenta y cinco segundos que le llevó hacer esta maniobra me propinó toda clase de insultos sobre mi estupidez y me mandó a terapia por mi evidente deseo inconciente de no querer casarme.
AAAAEn fin, minutos más tarde y como héroe consagrado, mi cuñado trajo mi DNI y la ceremonia comenzó. Nunca supimos bien lo que nos dijo el juez porque nadie lo escuchó. Si nos estaba casando para toda la vida o estaba leyendo para sí el manual de instrucciones de un artefacto que sólo a él podía interesarle, era exactamente igual. Lo mismo se puede decir de la insolente chomba amarilla patito que vistió para la ocasión. Cómo sea, con Sebas nos inclinamos un poco hacia delante y, entornando los ojos, veíamos cómo se movían los labios del juez para saber exactamente cuándo nos tocaba a nosotros decir el famoso “Sí, acepto”. Ahí sí que me emocioné. Fue el único momento en el que realmente me emocioné.
AAAAFuimos todos a almorzar a casa. Los novios no probamos bocado porque el fotógrafo quiso liquidar su trabajo en una hora y media y, para cuando terminó la sesión, ya estaban todos listos y entonados para bailar en patas sobre el pasto frío. Así, a medida que nuestros amigos volvían del trabajo y pasaban a saludarnos, pasó toda la tarde y, así también, llegó la noche.
AAAANunca voy a olvidar esa noche. Fue una de las noches más lindas y tristes que pasé en mi vida. Sebas ya se había ido y en mi casa quedó mi familia y cierto clima festivo. Con las sobras de la comilona del mediodía improvisamos una cena en la mesa del patio. Estaba cálido y quedaba muy poca luz natural, de ésa que hace que el cielo se tiña de un extraño color azul oscuro. Los dos foquitos de pocos watts que pendían del ventilador apagado hicieron el resto. Se respiraba un aire extraño, un aire similar al que ser respira en esas reuniones de seres queridos después de un velorio. Se respiraba vida y muerte. La vida nueva que estaba yo por comenzar pero también, la inevitable muerte de mi lugar dentro de esa casa. En dos noches más ya no volvería a dormir allí, en el único lugar en el que había dormido durante mis veinticinco años de vida. Mi casa, mi única casa iba a dejar de serlo dentro de dos días y para siempre. Recuerdo muy bien haber pensado que la próxima vez que mamá fuera al supermercado ya no tendría que comprar granola, y lo que quedara en la caja después del domingo, se vencería o se echaría a perder.
AAAAEstábamos ahí, riéndonos, todos en círculo alrededor de la mesa, despidiéndonos, sí. Diciéndole adiós a esa infancia tan divertida de cinco hermanos durmiendo bajo el mismo techo, de esos días de madrugar todos juntos para ir cada uno a su colegio (porque mi madre, tan madraza, no tardó en darse cuenta de que no estábamos todos hechos para ir al mismo). Ya habíamos pasado por esto cuando mi hermano Federico se casó pero, la partida de los hijos, uno a uno, representa necesariamente una muerte más lenta. Papá estaba disimuladamente emocionado. Cómo me costaba decirle adiós a tantos años de felicidad, a tantas noches tan cálidas como ésta. Los cinco corriendo los sillones para jugar a “Lucha libre”, morirnos de risa y terminar llorando –o sangrando- por alguna mano encabronada que se zafaba. Los cinco, ya más grandes, moviendo de nuevo el mobiliario pero esta vez para practicar las coreografías de Comedia Musical que a los varones tanto les costaba aprender. Los siete, más cualquier amigo que así lo quisiera, yendo juntos de vacaciones en el mismo auto (o en dos pero en caravana) durante mil horas montaña arriba, montaña abajo, a la misma casa, al mismo lugar.
AAAATodo eso moría un poco más esa noche. Todos lo sabíamos pero nadie lo decía. Nos limitamos a querernos con la mirada y a jurarnos silenciosamente que, a pesar de los distintos caminos que cada uno tome, siempre nos vamos a volver a encontrar, ya sea los domingos al mediodía para comer los asados arrebatados de papá en la casa que nos vio crecer, o en cualquier rincón de la memoria que nuestros recuerdos necesiten evocar.

1 comentario:

  1. Hola, Pili, cómo va. Lo prometido es deuda, así que pasé ya por tu blog. Está muy bueno. Eso sí, si seguís hablando cosas demasiado tuyas vas a ir entrando en terreno resbaladizo, jaja. Este último texto me hace a mí recordar cosas muy fuertes. Bueno, prometo hacer algún comentario futuro más detenido. Por ahora: Albricias. Y metele nomás. Besotes. Ariel (ah, Carlitos en del Valle, pero elegí)

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