lunes, 28 de septiembre de 2009

Vacaciones pluscuamperfectas

Imposible olvidar aquellos días en los que salir de vacaciones y en enero (gracias a la Feria Judicial) era casi un mandato. Recién hoy pienso en todo lo que implicaba nuestra gran salida. No sólo para que el programa resultara lo más rentable posible mis papás alquilaban nuestra propia casa –con todo el movimiento equivalente al de una mudanza cualquiera- sino que nos llevábamos todo lo necesario para pasar el mes, más todo lo que se nos pudiera antojar. Sólo de pensar en sábanas y toallas para siete ya tenemos dos valijas llenas; sweaters, remeras, medias, zapatillas, buzos, trajes de baño, camperas ya hacían otras dos o tres valijas más. Por supuesto que nadie se va a la playa sin baldes, palas, moldes, heladera, termo familiar, juegos de mesa, sillas de playa y tablas de barrenar (“No, bueno, las tablas las podemos comprar allá”). Si a esto le sumamos que mi mamá probablemente en otra vida fue sobreviviente de la Gran Guerra y arrastra en ésta el constante terror al desabastecimiento, al inventario hay que sumarle todo alimento no perecedero de la alacena de la cocina y cualquier artículo de perfumería que se pueda necesitar, más un neceser con todos los analgésicos, ungüentos, antibióticos y vacunas que se hayan inventado alguna vez. Claramente, trasladarnos siete con tremendo acoplado era físicamente imposible; entonces, el flete pasaba a ser un ítem más en la lista del presupuesto de las vacaciones. “¿Podemos llevar las bicicletas?”, y claro, después de todo, qué le hace una mancha más al tigre. Y como los Reyes, lógicamente, también pasan por Miramar en el camión partía entonces una caja con pesebre y arbolito de tamaño reducido, especialmente comprados para la ocasión.
AAAADe la misma forma salimos cada verano durante diez años a la costa atlántica hasta que, alentados por la sangre transandina de mi mamá y beneficiados por el “milagroso” uno a uno, empezamos a ir a Chile. Los primeros años íbamos hasta Mendoza en un tren que salía de Constitución y que, además de llevar pasajeros, llevaba autos cargados en sus últimos vagones. Los viajes en ese tren eran fantásticos, el sentido de la aventura estaba a la orden del día y, como debíamos pasar una noche en el mismo, mis papás alquilaban dos camarotes con lugar para tres personas cada uno. Sí, si éramos siete ¿dónde es que dormía el pobre séptimo? Bien, la pobre séptima era yo, y no por mi número dentro de la familia (ya que soy la del medio) sino porque el papel de mártir de buena voluntad ya desde chica me quedaba muy bien y, además, mis otros cuatro hermanos tenían “buenos” argumentos para no poder dormir en el maletero que se ubicaba inmediatamente arriba de la cama cucheta: Los dos más grandes, que no les entraba el cuerpo, el que me sigue sencillamente cual dictador se acomodó en uno de los catres y listo, y la más chica, cumpliendo a pie de la letra su rol de malcriada ilustre, se negó contundente a dormir en ese lugar no apto para seres humanos. Después, cada vez que repetimos el viaje, el debate ni siquiera se abría; ya ponían cualquier bártulo que me perteneciera en el maletero del camarote, como si ese lugar tuviera escrito con luces de neón mi nombre, sobrenombre y apellido. De todas formas, no recuerdo no haber podido dormir; el sueño siempre fue en mi vida un buen aliado.
AAAAUna de las cosas más increíbles de las que tengo memoria es que, al poco tiempo de salir el tren de la Estación, gritábamos como locos cuando papá nos avisaba que estábamos por pasar por la esquina de casa. Eso era fascinante; y para qué explicar lo que nos sucedía cuando pasábamos por el mismo punto pero en el viaje de regreso: no podíamos entender por qué teníamos que viajar como una hora más cuando la puerta de nuestra casa pasaba frente a nuestras narices (como si tirarse del tren con todo y auto fuera remotamente posible). ¿Qué era eso que en el medio del inicio de tamaña aventura nos hacía apilarnos a los cinco contra una ventana sólo para ver pasar la fachada de nuestra casa? La infancia está llena de esas cosas que, confusas en la mente, se traducen diáfanas en el alma.
AAAAHoy pienso en ese explosivo acto espontáneo, me conmuevo y, a través del cristal de cierta adultez, entiendo todo.
AAAASi bien la familia que tiene la posibilidad económica de salir de vacaciones resulta verdaderamente privilegiada, las vacaciones están más asociadas con el descanso, el reposo y el recreo cotidiano que con eso de partir de casa hacia un lugar lejano. Porque quince días en el año (o a veces un mes) no pueden ni deben alcanzar para recuperar energías ni para recomponer lazos.
AAAALa vida cotidiana está llena de potenciales vacaciones, de posibles descansos. Sólo hay que ser muy concientes de ellos para que no nos pase aquello de life is what happens to you wile you are busy doing other things. Así, una comida en familia; un café con una amiga; un momento que dejamos de trabajar o de ordenar la casa para jugar con un hijo sediento de atención paterna; un prender algunas velas y abrir un vino para comer algo mínimamente elaborado al aire libre con nuestra pareja una noche de verano, son todas formas distintas de vacaciones y hasta quizá más productivas. Vacaciones es frenar un minuto para responder un mail o llamar a nuestra abuela; es juntarnos una tarde a tomar el té con hermanos y sobrinos; y puede ser también, renunciar a tanta vida social un domingo o un sábado sólo para quedarnos en casa a dormir acurrucados una siesta larga todos juntos, en la cama grande. Vacaciones es un “te amo” inesperado, un ramo de flores fuera de calendario, un mirar a los ojos del otro como si fuera la primera vez que lo vemos, dejándonos maravillar por tanta belleza. Es conmoverse hasta las lágrimas y reír hasta las lágrimas. Es intentar ser niños otra vez y tratar de recobrar nuestra capacidad de asombro. Es abrir las puertas de nuestra casa a todos los que quieran pasar por ella, y tener siempre algo rico para ofrecer, con olor a café recién colado y pan recién amasado.
AAAAEl mundo de los pequeños detalles es vasto, vastísimo. Y al igual que los ladrillos de arcilla ubicados cada uno en su correcto lugar y momento, los pequeños instantes de la cotidianidad se apilan para forjar una estructura familiar fuerte, firme y cálida.

AAAATodo eso mirábamos por la ventana del tren, por supuesto sin saberlo. Todo eso queríamos atrapar con los gritos, movimientos de manos y miradas azoradas. Quizá con la intención de confirmarlo o quizá con la intención de no perderlo en la travesía. No importaba adónde nos llevara ese tren o de qué paraíso terrenal volviéramos porque, de todos los lugares que visitáramos, nuestra casa, ésa impregnada de olores y sabores tan propios, era nuestro lugar preferido en el mundo. Si bien nuestras vacaciones representaban toda una aventura, la verdadera aventura era la otra que vivíamos a diario y que ignorábamos hacerlo: la de la vida cotidiana que nos esperaba inmutable en esa casa que pasaba frente a nuestros ojos, tanto de ida como de vuelta y que, al vitorearla con candor infantil, parecía con un guiño casi invisible devolvernos gentilmente el saludo.

3 comentarios:

  1. Pilita! muchos recuerdos me vinieron a la cabeza de Paraná dieciocho cuarenta... Y uno!!!Vicky

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  2. Pili me gustó muchisimo esto que escribiste, muy cierto!!!
    de paso aprovecho para felicitarte por este blog
    prometo q siempre q pueda darme un rato de "vacaciones" intentaré leerte, un beso grande
    cheche

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