lunes, 16 de noviembre de 2009

Sensaciones reales

Dos veces. Dos veces me apuntaron a la cabeza con un arma. El frío del hierro y el aire del hueco por donde pasa la bala todavía los siento en la frente. Esa sensación y la de que la vida se puede terminar de un segundo a otro me acompañan en mi cotidianeidad como una herida de guerra.

AAAAMañana teníamos un casamiento de día en Chivilcoy. Por la distancia y el estado de agotamiento que supone la participación activa en tal evento, mis papás habían tomado la decisión de alquilar una combi con chofer que nos buscaría a primera hora de la mañana del sábado y nos traería de vuelta con el sol despidiéndose hasta el día siguiente. Por este motivo, esa noche, la del viernes, Sebastián –con quien estaba de novia hacía casi dos años- iba a venir a dormir a mi casa para salir todos juntos, en grupete, a la hora en que el pasto todavía está mojado por el rocío.
AAAASe había hecho tarde. Yo lo tenía que pasar a buscar pero, él todavía estaba trabajando en la computadora y no terminaba. Yo también. Digo, yo también aproveché para quedarme haciendo un trabajo para el profesorado; y así se hicieron las dos de la mañana, horario en el que lo fui a buscar a la casa. Agarré mi cartera –qué error, por Dios- y salí.
AAAALa calle de la casa de mis papás es casi una calle sin salida, digo “casi” porque no lo es, sólo da esa apariencia. Si bien de día puede parecer una verdadera reserva natural, de noche -por falta de luz y una vegetación exuberante- cobra la apariencia de un lugar espeluznante que, de niña y con una imaginación a medida de la que escribe, convertía a los troncos y las ramas de los árboles en monstruos sufrientes dispuestos a sacar sus raíces de cuajo y correrte ante la menor muestra de terror. Y hoy sigue así, dándome miedo de noche y con los mismos pozos siempre. Por este motivo (el de los pozos –aunque para mí también el de los monstruos-) lejos, muy lejos está de ser una calle transitada.
AAAACuando doblo para tomar esa calle veo que un auto me copia la maniobra. Lo vi. Seguro. Pero mi tendencia natural a ser más bien confiada y más bien bienpensada me hizo creer que quizá se tratara de un remise, de un vecino o de quien fuera. Pero por otro lado, mi sexto sentido me tiraba señales claras de peligro que, mezcladas con los otros sentimientos, dieron por resultado la vaga duda de que tal vez no fueran justamente gente de bien. Tendría que haber avanzado, aumentado la velocidad y dado la vuelta a la manzana, haber ido a la comisaría, no sé. Pero, no. Sólo atiné a bajar la velocidad para ver qué rumbo tomaban. No quise estacionar, ni poner el auto de trompa para no evidenciar que ésa era mi casa porque si no llegaban a ser gente de bien, lo menos que quería era que entraran a casa.
AAAANo habrían pasado ni tres segundos del instante en el que apoyé el pie en el freno cuando el auto, un Fiat Uno de un raro color lila metalizado y vidrios polarizados, acelera a fondo emboscándonos. Dos tipos se bajan a la vez, casi coreografiados, y uno, el del arma, se para justo en frente de mí y me apunta directo a la cabeza. Mi primera reacción fue tomar la palanca de cambios y meter reversa. Cuando Sebastian se da cuenta de lo que hago me agarra del brazo con firmeza y me dice tajante: “¿Qué hacés? ¿Estás loca?” Si no estaba con él mi impulso hubiera sido salir arando para atrás corriendo el riesgo de terminar convertidos, el parabrisas y yo, en verdaderos coladores. “Ya está”, concluyó. Tenía razón.
AAAAEl muchacho del arma vino conmigo y me apuntó en la cabeza con ese frío hierro, hasta que vio lo que bajaba del asiento del acompañante y consideró más prudente ir a apuntarlo a él. Así, el que estaba desarmado se quedó conmigo.
AAAAFoto aérea: un Hyundai Excell bordó, parado en la mitad de la calle con las dos puertas de adelante abiertas y dos cuerpos, el de un hombre grande y una mujer pequeña acostados sobre la tierra, uno a cada lado del auto. No había nadie. No había más ruido que el de nuestras propias voces y el arrullo de las hojas -estimuladas apenas por una brisa discreta- de las tantas moreras que escoltan toda la calle Paraná. Sólo una noche cerrada y un susto indescriptible. Recuerdo mi invocación silenciosa y repetitiva a mi Ángel de la Guarda pero, tan asustada estaba que mi oración no podía pasar de “Ángel de mi guarda, dulce compañía…, Ángel de mi guarda, dulce compañía…, Ángel de mi guarda, dulce compañía…, Ángel de mi guarda, dulce compañía…”. La impotencia de no saber qué era lo que pasaba del otro lado con el malviviente armado y el único hombre que podría llegar a tener la gentileza y el coraje de casarse conmigo me llenaba de pavor. “La billetera, la billetera, nena, la billetera” me decía el tipo que estaba conmigo mientras me palpaba los bolsillos del pantalón. “Está todo adentro del auto, en mi cartera”, le decía yo pero, él parecía no escucharme y me seguía palpando y ahí me calenté: “¡No soy pibe, flaco! ¡No llevo la billetera en los bolsillos del pantalón! Te dije que adentro del auto, en el asiento de atrás tenés una cartera muy femenina y muy cara que adentro tiene una billetera también muy femenina…” Y muy sin plata, y un perfume recién comprado muy grande y muy lleno, y mi celular, y mi cartuchera preferida y ¡mi cartera!…pensaba yo. Ya el temor a la muerte mía o de mi único potencial marido se había trasladado al duelo que me esperaba por la pérdida de mi cartera.
AAAAClaro, los que me conocen saben lo que esto significó en mi vida. Soy una loca de las carteras: las colecciono, las cuido y soy capaz de andar vestida como una linyera pero, siempre adornada por una linda cartera. Y esta cartera no era cualquier cartera. Era ni más ni menos que una Louis Vuitton original que mi mamá había comprado en el uno a uno y que, muy generosamente, me había regalado. Una de las grandes, con forma de medialuna.
AAAAEn estos pensamientos andaba yo cuando de golpe veo que el sujeto armado viene para mi lado y se sube al auto y sale marcha atrás a toda velocidad. Lo miro a Sebastián y compruebo que para mi tranquilidad estaba vivo. Pero poco me duró la tranquilidad. Cuando miré para el otro costado comprobé que el Fiat Uno en frente de mí, ahora manejado por el pibe que tanto me había costado que dejara de palparme, no me iba a esquivar en su proceso de fuga. Mejor dicho, me iba a pisar. Ahí nomás volví de la frivolidad de la cartera a la religiosidad más devota, a pedirle al Señor mi Dios que por favor el auto no me pisara la cintura, la cabeza o algo por el estilo. Es más, como vi que el hecho de que me pisara era inevitable, le pedí específicamente que me hiciera el favor de lograr que las ruedas me pasaran por arriba de las rodillas ya que, mal que mal, boca abajo, son un punto de flexión. Y Dios me escuchó y –aunque nunca voy a entender por qué se empecina en ser tan dadivoso conmigo- las ruedas laterales izquierdas me pasaron exactamente por arriba de las rodillas mientras Sebastián me miraba lleno de un odio y una impotencia que no se le irían en semanas.
AAAA“¿Qué pasó? ¿Qué pasó? Yo sabía que estaba pasando algo”, dijo mi hermano casi en calzoncillos mientras abría la puerta de calle. Pero, claro, no importaba lo que él hubiera sospechado porque estos hechos no dan tiempo a nada. Suelen pasar muy rápido, en apenas pocos minutos. Duran un instante y quizá, por eso mismo, algunos cometen la torpeza de confundir tal breve suceso con una sensación.

AAAAA mis rodillas más que cobrar la apariencia de las de un elefante, en color y en forma, no les pasó absolutamente nada. “Tenés huesos de fierro” me dijo todo el desfile de traumatólogos que mi mamá me obligó a visitar. Nada, ni siquiera sangre me salió. Ni Sebastián ni yo pudimos dormir esa noche. Muy en contra de las reglas de mi casa me fui al cuarto donde él estaba durmiendo y le pregunté desde la puerta: “¿Podés dormir?”. “No” me respondió masticando odio. “¿Me abrazás?” Y así, absolutamente en contra de todas las reglas de mi casa nos dormimos abrazados. No había otra forma de hacerlo.
AAAASoñé durante años con mi cartera. Soñé que la encontraba en distintas ocasiones y en variados contextos, incluso soñé una vez que la mujer del chorro la tenía de accesorio de su vestido de domingo y sus tacos aguja. Un buen día entendí que no era la pérdida de la cartera en sí lo que tanto me afligía, sino lo que ella representaba. De alguna forma la cartera era la versión material del bien más preciado que había perdido esa noche y que se fue sentadita y mirándome apenada en el asiento de atrás: era la paz, el enorme lujo de vivir en paz. Nunca más volví a ser la misma y nunca más lo voy a ser. A partir de esa noche supe lo que significa vivir con miedo.

AAAAPero, dos veces. Dije antes que habían sido dos las veces que sentí ese fierro helado, con un huequito de aire en la frente. ¿Qué sucedió? Ésa sería otra historia. Por ahora, con una sola que cause sensación ya tenemos suficiente.

2 comentarios:

  1. Muy buen relato! Qué manera de trasladarnos al lugar a través de las palabras y las descripciones.

    Sobre tema seguridad, sensación, etc, mejor ni hablar. Ya no hay mucho que agregar.

    Esperamos la segunda parte, obvio.

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  2. Pilita! había olvidado tal anégdota! está para que se lo mandes a los K. o a Susana, que con el tema de la cartera, lo va a poder vivir más en carne propia. besos y seguí escribiendo! Vick

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