viernes, 4 de diciembre de 2009

Babel

Creo que el de la torre de Babel es uno de los relatos bíblicos que más me marcó o impresionó en la infancia. No sé si por la altura de la torre, si por la cantidad de gente trabajando en ella, si por el deseo natural de querer llegar bien, bien alto (yo de chica soñaba seriamente con una escalera muy, muy larga que me llevara al directo al cielo, porque me costaba mucho entender que éste fuera infinito) o por la ira de Dios expresada en todo su esplendor castigando tal acto de soberbia haciendo que de pronto, en lo que era un trabajo conjunto y en comunidad, la gente empezara a hablar cada uno un idioma distinto. Sí, definitivamente, lo que más me impactó fue la ira divina y su expresión. ¿Por qué no los fulminaba a todos de un rayazo al mejor estilo Zeus y listo? ¿Por qué así? Ni idea. La lengua, la palabra es algo que llamó mi atención desde muy chica y ese relato me dejó muy en claro que la comunicación es la base de todo. Entender y hacerse entender resulta un privilegio que jamás habría que subestimar.

AAAAMi propio Babel lo viví en Italia, a los veintiún años y de viaje con Belu Dotras, con quien tuve una de las mejores amistades que pueda abrazar entrañablemente el recuerdo. Fuimos amigas hippies inseparables durante algunos años de la post adolescencia, ésos de la facultad de Historia en mi caso y de Bellas Artes en el suyo. Compartíamos muchos gustos en común y dos personalidades que se adaptaban con la misma naturalidad con la que el sol nace y se esconde cada día, incluso los nublados. Los años y las tendencias nos fueron separando pero, ésa es otra historia que, igualmente, no opaca en lo más mínimo tantos años de luminosidad.
AAAAPor esos días la plata que yo ganaba trabajando de secretaria en un estudio jurídico era puro ahorro o caprichos. No tenía más gastos que aquello que se me pudiera antojar porque, obvio, todavía vivía con los viejos. Así que no sé exactamente cómo fue que, entre guitarras y pinceles, con Belu se nos ocurrió tramar un viaje a Italia. A las dos nos fascina agarrar los petates y volar, encontrarnos con nuevas gentes, nuevas lenguas o cualquier cosa que pueda inspirar unas líneas o un lienzo en blanco. Nos sorprendemos con la misma facilidad que un niño el día de su cumpleaños así que, la idea del viaje resultó por demás apetecible y, créanme, no nos sentimos defraudadas.
AAAAClaro que salimos en condición de mochileras porque, aunque mi sueldo tenía valor dólar y yo lo ahorraba entero bien escondido dentro de las medias enrolladas, tampoco daba para ningún cuatro estrellas. Y lo que empezó como un delirio, muy de a poco y a fuerza de puro deseo, se fue convirtiendo en realidad.

AAAAEl viaje fue fantástico. Como ya anticipé nos complementábamos a la perfección. A mí me gusta mandonear y a Belu le gusta que la lleven, así que yo pelaba mapa, guía y armaba todo el cronograma que a ella siempre le parecía perfecto. Belu tiene un sentido del humor muy particular que a mí me roba carcajadas cada dos minutos; tiene una forma de quejarse y de putear que a mí descose totalmente y ella, que no es de mucho reír, también es altamente susceptible a mis salidas desconcertantes. Así, con un italiano por demás improvisado, inventado y hablado de oído y sentido de la lógica, empezamos a desplazarnos por toda Roma, nuestro primer destino. Por pasarnos de argentinas vivas, terminamos pagando una multa en un bondi de centomile lire (cincuenta dólares en ese entonces) que nos achicó notablemente el bolsillo comedido pero, por supuesto, nuestros padres previendo cualquier contratiempo (aunque seguro no el de tanta estupidez), nos hicieron una extensión de sus tarjetas de crédito que, obviamente terminamos usando.
AAAAEl primer traslado era Roma – Sicilia. Qué miedo, por Dios. Sicilia es una ciudad hermosa por demás y dueña del cielo más azul pero, bastante pobre y conocida como la cuna de la mafia. No tardamos dos minutos en darnos cuenta de que la cosa allí no sería sencilla. Tal es así que viajamos en tren desde Roma toda la noche en un camarote con un flaco que acabó por robarme la tarjeta de crédito mientras dormía hecha un bollo que, por un descuido y una mal hábito adquirido que todavía no pierdo, yo había dejado en el bolsillo de atrás de mi pantalón. En Sicilia no había Hostels, nuestro lugar oficial para pasar las catorce noches tipo colimbas. Pero, tan santiguadas nos había dejado el hurto que, para pasar la amargura, Belu sacó su tarjeta y nos pagamos una noche de hotel como la gente: baño privado, toallas limpias, camas mullidas y sin bolsa de dormir. Lo que estaba decidido era que, así como habíamos llegado, al día siguiente nos iríamos a Florencia. No podíamos ni caminar por la calle del miedo que metía la “sensación de inseguridad”.
AAAAY así fue. A primera hora de la mañana del otro día fuimos a la Terminal a sacar dos boletos de ida a Florencia pero, el tren salía recién a la noche, así que, de nuevo a dormir en el tren. Y, en esa travesía, mi Babel personal.

AAAANos subimos al vagón que indicaba el boleto. Nos alegramos de que estuviera vacío y acomodamos las enormes mochilas adornadas con bolsas de galletitas algunas, y de ropa sucia las otras, en los maleteros de más arriba, siempre con candado por si algún amigo de lo ajeno se colaba como ninja para agarrarlas en el medio de la noche. Todo iba fenómeno. Los viajes en tren por parajes desconocidos se disfrutan de una forma particular. El ronroneo de las ruedas contra los rieles y el paisaje absolutamente virgen a los ojos que lo miran por primera vez pasando a gran velocidad, como esas películas que nos fascinan, representan uno de esos tantos instantes que se desean retener en el alma y en la memoria. El sol se estaba poniendo a mi izquierda y los tonos anaranjados impregnaban de calidez tan crudo invierno. Con Belu compartíamos cada una el auricular de un discman donde no podía sonar otra cosa más que Revolver de los Beatles: “…And in her eyes you see nothing, no sign of love behind the tears, cried for no one, a love that should have lasted years…”. Casi no hablábamos, estábamos cansadas y simplemente disfrutando del instante inolvidable que vivíamos cuando el boletero toca la puerta con esa especie de abrochadora de aluminio que usan para timbrar los tickets. Le abrimos y nos pidió los boletos. Ahí nomás se los di y puso una cara rarísima que no nos gustó ni un poco. “Non parlo italiano” me disculpé, lo que pronunciado en esa lengua que decía no hablar resultaba una gran contradicción. Por lo que le pude entender el problema era que nuestros boletos no eran para viajar en camarote y pasar la noche. Eran boletos comunes, unos más baratos. No podíamos estar ahí ni dormir en el tren. Se imaginan mi cara: “Que facemos?” le pregunté tratando de disimular mi italiano más primitivo que el de un etrusco. Y, repito, por lo que le pude entender, me dijo que llegados a Messina -sí, a ese estrecho que une la botita que es la península italiana con la isla triangular que es Sicilia- me bajara en la estación y que en la boletería del anden número cinco pagara la diferencia y listo. No parecía muy complicado. ¿Cuán distinto podía ser de eso de bajarme a los pedos en Morris, como tantas veces lo había hecho, para sacar el boleto que no llegaba a sacar en Bella Vista sin perder el tren? El cálculo siempre me había salido perfecto: elegir el vagón que, frenado el tren, queda justo enfrente de la ventanilla de la boletería, bajar casi antes de que frene, pagar con la plata justa para no esperar el vuelto y subir de nuevo casi con el tren en movimiento. No, no podía ser tan distinto. A las nueve de la noche me dijo que estaríamos llegando, que estemos atentas, que no nos quedemos dormidas.
AAAAY a las nueve cero uno llegamos. El tren, que había tenido el tupé de viajar a más de doscientos kilómetros por hora, ahora aminoraba la marcha y frenaba en el medio de la nada misma impregnada de olor a frío y sal marina. Belu ni lo dudó: “Obvio que vas vos”. Yo tragué saliva y le respondí seria: “Obvio…”. El paisaje era espeluznante por donde se lo mirara y como viajábamos en el último vagón, eso de quedar frente a la ventanilla no pudo ser. Es más, ni siquiera había ventanilla. No había nada más que un andén a la derecha y pura negrura a la izquierda. Sólo una estación de tren fantasma y, a lo lejos, una lámpara que luchaba por mantenerse encendida, con pretenciones de volver un poco menos desolador ese paisaje fuliginoso. No sé cuántos grados bajo cero harían pero, con mis manos heladas manoteé el gamulán, los boletos, la plata necesaria, un coraje que claramente me falta y me bajé a los tiros porque el tiempo corría pero, no sin antes decirle a Belu con firmeza: “Por nada del mundo dejes que este tren se vaya sin mí, por favor”. Belu asintió con la cara y con la palabra: “¿Adónde puedo ir sin vos? Me pongo a llorar. Este tren no se mueve”. “Okay, sólo te pido una cosa: si ves que arranca y yo no llegué, colgate con alma y vida del freno de emergencia”.
AAAALas pulsaciones arriba de ciento treinta o ciento cuarenta, seguro. Mientras avanzaba, casi corriendo y las piernas se me acalambraban del miedo, le preguntaba a los pocos que se me cruzaban dónde estaba la boletería y me indicaban sempre dirito. ¿Por qué los tantos responden siempre lo mismo a cualquier pregunta locativa? Efectivamente, derecho al fondo había unas escaleras que, bajándolas te conducían a la ventanilla pero, no puedo explicar el trecho largo que era ése. Tenía menos de dos minutos y yo recién bajaba las escaleras que eran como las de un subte en plena madrugada de estado de sitio. Me agarró pánico, ése, el de verdad. No veía ninguna boletería y empecé a escuchar el silbato del tren. ¡Mierda! Este tren se va y yo me quedo acá varada. El tren volvía a silbar con más y más fuerza y el ruido del motor arrancado amenazaba mis pocos restos de compostura. Me quedo, me quedo me decía a mí misma y empecé a correr, a rezar y a subir los escalones de a dos, y la imagen, a cada zancada de elevación, iba ampliando de a poco su forma apaisada y mostrándome el cuadro que, ya presentía, sería la ilustración perfecta de mi papelón.
AAAATodas las cabezas del tren lleno, sin distinción, afuera de las ventanillas mirando quién sería la idiota pasajera perdida. “Signorina, signorina!” grita señalándome el chancho que me había mandado a hacer la travesía, tal y como si se le hubiera aparecido la mismísima Virgen María. Toda la vergüenza del mundo estaba reunida en mi escaso metro casi sesenta y si el rojo no se me trasladó al pelo eso fue sólo por razones de impedimento químico. Empecé a correr como para no retrasar más al resto de los pasajeros. Entendí que el buen hombre me preguntó que qué carajo estaba yo haciendo allá abajo y, con mi italiano salvaje y tartamudo traté de explicárselo, a lo que él me dijo -en un italiano tan claro que se volvió casi castellano-: “Anden número cinco no, signorina, ¡vagón número cinco!”. Qué lo parió… Me lo señaló, me acompañó, pagué los boletos y cuando vuelvo a mi vagón la encuentro a Belu con una mano agarrando el cordel del freno de emergencia y con la otra a punto de acogotar a otro chancho recientemente amenazado de muerte en un castellano fluido y lleno de palabras non sanctas.
AAAATal como en el relato bíblico, los detalles y las sutilezas del idioma pueden hacer estragos y cambiar el rumbo de cualquier historia. Por suerte para mí estaba con Belu, quien temía más por quedarse sin guía y GPS llorando sola en las escalinatas de una iglesia milenaria, que por quedarse sin una buena amiga. Lejos, la mejor dupla.

4 comentarios:

  1. Jajajaj, no me acordaba de esta historia! realmente Belu llegó a poner su mano en el freno de mano? Muy buena Pili, besos

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  2. Muy buena crónica, me encantó. Lográs mantener el interés hasta el final. Saludos.

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  3. Que lindo volver a leerte... nunca lo abandones... tenes un don,
    un beso grande Mechi

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  4. Me encantó!! que buena anécdota Pili, muy divertida, aparte el relato es entretenido de principio a fin :)

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