miércoles, 5 de mayo de 2010

Mi auto argentino

Olía todo a nafta bien fuerte. Hay gente a la que le gusta… Digo, el olor a nafta, ¿vieron? A mí no. Bueno, quizás un poco. A veces.
Olía todo a nafta y también a polvo de calles de tierra bellavistenses, de ése que entra por las ventanitas de la ventilación y también por los agujeros de la chapa pacientemente erosionada por los años, el barro, la precariedad del auto y la falta de mantenimiento. Sin embargo, las butacas las habíamos retapizado un par de veces ya pero, se volvían a descoser ahí donde los más pesados se sentaban. Para cerrar la puerta del acompañante, había que hacer un curso: bajar el vidrio de la ventana para agarrar la puerta, sostener el panel interno contra el riel de arriba, y con un golpe, no fuerte sino firme y certero, cerrar. Todo eso había que enseñarle al que se subía por primera vez. Y para prenderlo, otro tanto: con el auto apagado bombear un poco el acelerador para que pase nafta al motor, llave, contacto y, casi en simultáneo, cebador a fondo. Nada de acelerar. No había otra forma de prenderlo, ni dejaba prenderse de otra forma. Sobretodo los días de invierno. Ahí generalmente al último paso hay que agregarle una arenga de “¡Vamos, Hervy, vamos!”.
Sí, porque así se llamaba, Hervy. Ningún otro nombre le iba mejor. Se lo pusimos con las chicas, allá por el ’97, cuando ese Fiat Vivace 147 blanco nos llevaba como un karting de acá para allá. Recuerdo una sola vez que –en un acto de clara temeridad adolescente- llegué a ponerlo a ciento cuarenta. ¿Saben la velocidad que es ésa adentro de una cajita de fósforos? Parecía que el auto iba a levantar vuelo en pleno Acceso Oeste y nos iba a llevar directo a no sé dónde. En diez años que lo tuve, mi mecánico no se cansó nunca de decirme “ese auto está tocado”. Para mí era una máquina, un compañero de emociones pero, créanme que era caprichoso como él solo; “o como la dueña” agregaría mi marido haciéndose el gracioso. Sí, el señorito Hervy era mañero… y según pasaban los años, los achaques lo ponían cada vez peor.
Era tal cual un auto de juguete: todo de plástico; y ponerle radio era, literalmente, al pedo. Primero, porque en autopista o ruta no escuchabas nada por el ruido del motor y del viento de las ventanas obligatoriamente abiertas; y segundo, porque te duraba menos de una semana, ya que si un amigo de lo ajeno lo miraba un poco fuerte, el Hervy maricón levantaba los seguros y se dejaba robar sin oponer resistencia alguna.
Porque era caprichoso le pusimos “Hervy”, por el famoso 53, aunque se escriba distinto: era un auto sensible que hacía lo que se le rajaba la gana. Había que saber tratarlo pero, a veces era intratable. Como cuando le saltaba la quinta. Escuchen esto: iba por la ruta, metía la quinta y al rato la palanca saltaba y volvía sola a punto muerto. Vovía a meter quinta y pum, de nuevo. Esto podía pasar o no, dependiendo del ánimo y antojo con el que había amanecido. Pero, cuando pasaba, ah no... Programón el de ir a setenta, en cuarta y por la banquina porque al autito le pintó el capricho. Infinitas fueron las veces que lo llevamos al mecánico por este asunto pero, claro, cada vez que el mecánico lo probaba el auto andaba “perfecto”. Obvio, pensaba yo, si más que un mecánico lo que el este auto necesita es terapia. Así vivíamos: no terminábamos de arreglarle una cosa que a los pocos días se rompía otra.
Ahora, la realidad es que nos acostumbramos al Hervy. Al fin y al cabo era un auto muy argentino, ¿cómo no nos íbamos a acostumbrar? “Una aventura constante” como dice mi tía jocosamente que es este país. Así que, cuando salíamos al centro lo hacíamos contando con que quizá nos dejara de garpe en la mitad de la Panamericana, ora porque se le caía el caño de escape, ora porque se tapaban las bujías, ora porque de golpe y sin aviso se quedaba sin agua, ora porque se cortaba la correa de distribución. Yo no sé –en serio- cuántas veces me vi a mí misma saludando conocidos desde arriba de la grúa con el Hervy a mis espaldas erguido y orgulloso cual monumento nacional. Hasta llegué a estar dos horas, embarazada de siete meses y medio, acostadita debajo de un árbol, esperando el arribo de la grúa que te amenaza con irse inmediatamente si encuentra al auto solo y sin dueño a la vista.

Pero hubo un día. Uno de ésos de verano de los que hay pocos en Buenos Aires pero que, por razones de destino murphiano, llegan con rigurosa puntualidad en la peor de las fechas. Uno de esos días en los que no se puede respirar por lo caliente y pringoso del aire; de ésos en los que con mis amigas nos miramos y decimos “¿Ves la humedad? Se mira y se agarra”. En fin, uno de esos días en los que el cielo se cae o se cae.
Ese día de clima infernal se casaba un primo mío. Y como si salir todos empaquetados en elegancia no fuera suficiente tortura, teníamos que hacerlo en nuestro querido Hervy por autopista, hasta San Isidro. Y éste no es un detalle menor porque una de las cualidades máximas de ese auto residía, precisamente, en su eficiente sistema de calefacción: de abajo del tablero salía un fuertísimo aire caliente, semejante al que largan esas máquinas tipo lanzallamas que se usan para calefaccionar carpas o tinglados gigantes. Pero, el levísimo detalle estaba en que la misma funcionaba sin orden ni concierto los trescientos sesenta y cinco días del año. Claro, ¿cómo un auto va a discernir cambios de estación? ¿Qué le podía importar a él que fuera 16 de diciembre o 16 de julio? Y de más está decir que cuanto más calor hacía y más acelerabas más calefacción generosamente brindaba. Ay, Jesús. No hay descripción posible para el panorama: Sebastián, plegado en tantas partes como para un humano de un metro ochenta y tanto puede ser posible en el mini Hervy, con el pantalón del traje arremangado hasta las rodillas y resoplando en todos los idiomas posibles contra mi persona, por supuesto, porque yo tengo la culpa del clima, de la calefacción del Hervy, de la quinta que salta y de la ventana que no me decido a terminar de abrir o cerrar pensando en la entereza de mi peinado. Y todavía yo, sólo para joder un poco más, voy diciendo como para mí en voz alta: “siempre tarde, siempre tarde...” Así estábamos, como adentro de un secarropas, acelerando y desacelerando. Yo ya sé cómo se siente la ropa adentro de esa máquina. Yo lo sé.
Por supuesto que llegamos tarde y hechos sopa. No había otra forma de llegar. Igual, ver sudar al novio gotas de agua por la punta de la nariz nos dio la pauta de que, definitivamente, todos estábamos más o menos en la misma situación, salvo por el detalle ese de trasladarse de un lado a otro con la calefacción al mango un día de cuarenta grados de sensación térmica.

Fue la tormenta del año, sin dudas. Y no estoy exagerando aunque esté en mi naturaleza eso de ser exagerada. Se llovió todo. Se cayeron el cielo, la luna, las estrellas y los ocho planetas restantes conocidos. Se inundó el salón y el agua empezó a caer por las paredes. Se cortó la luz y tuvieron que entrar unos mozos con unos escurridores gigantes a tratar de sacar el agua. Nos sacamos los zapatos porque si no quedaban bajo el agua y nos empezó a asustar un poco la idea de, quizás, electrocutarnos pero, bueh. Esa tormenta fue noticia popular y de noticiero. Fue justo un 16 de diciembre a la noche: mucha gente se casó ese día y todos los cuentos decían lo mismo: toldos que se volaban, carpas que se desarmaban, música que se cortaba y demás.
Con mi marido nos miramos entre tentados y aterrados. Twister estaba ahí afuera y nuestro medio de transporte para esa tempestad era nuestro mini Hervy al que si se le mojaba el distribuidor se paraba y, de yapa, traía roto el flotante del limpiaparabrisas. Les juro que la imagen de nuestro auto en este contexto era como tener atado a un muelle un corchito para salir a alta mar. “Esperemos a que deje de llover” me dijo mi marido en su típico comentario sen. “Gordo, puede dejar de llover pasado mañana”, le respondo yo irónica. “Entonces nos vamos pasado mañana. Yo no voy a manejar con este clima y sin limpiaparabrisas”. “Bueno -le digo-, manejo yo. Si a las seis no paró, nos volvemos como sea.” Me dejó, convencido de que era una locura pero, me dejó porque sabe que cuando me empaco, simplemente, me empaco.

¿Alguien manejó alguna vez un auto sin limpiaparabrisas en plena tormenta? Es una sensación rarísima, además de aterradora. El agua cae como cortina sobre el vidrio y no se ve absolutamente nada. Apenas vislumbraba unas luces rojas que me decían que adelante tenía algún auto pero, no más que eso. Así que a los pocos metros nos dimos cuenta de que no había más opción que abrir las ventanas y sacar cada uno la cabeza para verificar, por lo menos, que no nos salíamos de pista. “Esto es cualquier cosa”, decía Sebas cada dos minutos, y yo no podía parar de reírme, porque además, con tanta agua, era imposible dejar la cabeza afuera mucho tiempo. Entonces nos turnábamos para asomarnos y escurrirnos los ojos. No se podía creer la situación. Por lo menos logré que el auto guacho no se parara cuando teníamos que cruzar las calles inundadas, que no son pocas en nuestra ciudad. Era lo que le faltaba a esa noche. Pero, no. Llegamos sanos y salvos; quizá tardamos unos cuarenta minutos yendo a menos de veinte pero, llegamos.

Y así fue la historia del Hervy, que rompió las pelotas hasta el día que lo vendimos. Porque, cuando estaba a la venta, más lo arreglábamos más se rompía. Al punto que me lo llegaron a chocar en lo del electricista cuando recién salía de lo de Rudy, el chapista.
Sin embargo el día que lo entregamos me emocioné. Habían sido diez largos años, los más importantes de mi vida tal vez. Había sido un buen compañero, dentro de sus limitaciones, claro.
“¿Y si vienen, Sebas?”, le preguntaba preocupadísima a mi marido. Los primeros meses después de venderlo tenía terror verdadero de que el nuevo dueño me viniera a reclamar su plata. Me lo imaginaba diciéndome en la puerta: “Pero, señora, ¡este auto tiene vida propia! ¿Qué me vendió?” En serio que pensé que iba a venir pero, no vino. Quizás él también se acostumbró al Hervy. Después de todo, como dije antes, es un auto muy argentino; y con lo argentino, aunque rompa soberanamente las pelotas, uno acaba por encariñarse. No sé por qué.

6 comentarios:

  1. ¿Quién no viajó en el "Hervy de las barreras bajas"?
    Ahora con el tiempo, todas esas historias no hacen más que despertar una sonrisa. En el momento, te querías matar!
    Pero eso era lo bueno, tenías una aventura nueva todos los días.
    Pili, si lo extrañas mucho podemos comprar otro Hervy y vender tu Corsa ¿Qué opinas?

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  2. Te felicito Pilar.
    Al leerte siento la prosa de Cortázar y la pasión de Whitman.

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  3. Jajajaja, llore de la risa de los recuerdos... Ahora nena! Ese auto fue de todos, no fue solo tuyo!! Las andanzas que tenemos todos pufffff!!!!!
    Yo lo deje hecho un acordeón... Pobre Hervey! Al son de "Don't stop me now" me la puse de frente contra un renault 12 más duro que Walt Disney...
    Le subi 10 amigas... Lo lleve por todo Munzón siempre con dos en el baúl sin frenar en las lomas de burro para ver quién se golpeaba menos la cabeza... Le cambie las bujias inumerable cantidad de veces..
    Que recuerdos, que máquina! Igual lo mejor era el de la puerta del acompañante... Y te olvidaste el tema de la ventana del conductor, no tenía manija y había que ponerla para subir y bajarla porque sino se rompía...
    Excelente!
    Gracias Pili!!!
    Te quiero mucho
    Tu hermana más pequeña

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  4. Seb! Te agradezco la generosa oferta pero, no! Me quedo con el Corsa y sin aventuras locas...

    Anónimo: No tengo palabras para tan halagador comentario. Perdón que ayer no estaban habilitados en este post pero, ya lo arreglé y lo puse acá para que todos lo vieran. ¡Así de mucho me gustó! Jaja...

    Angie: Sí, todos lo padecimos pero, yo más que nadie. Me lo llevé de casada. Lo que fue enseñarle a Sebas a menjarlo! Porque no cualquiera. Gracias, yo también te quiero.

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  5. Jajaja, a mí también me trajo muchos recuerdos, y uno en especial, el día que me recibí, salimos de Ciudad Universitaria en el Hervy, yo iba atrás mirando la cuidad como si me casara (pero con mi profesión)jajja... y es más, fue auto de mi flia cuando nos prestaron la casa unas vacaciones (el combo venía con el Hervy)!!! mi papá hacía comentarios del auto! ejje, muchos muchos recuerdos!, muy bueno Medina!!!

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  6. me encantó el relato pilar. me trajo recuerdos de un gol que teníamos en concordia hasta el año pasado, lleno de historias también!
    sigo pasando por acá.
    un abrazo!

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