martes, 11 de mayo de 2010

La foto

Simplemente acepté que nunca –jamás- en mi vida, voy a lograr sacar esa foto que hace años se me presenta estoica, casi a diario, en el mismo lugar y con la misma carga emotiva. Acepté, finalmente, que no quiero sacar esa foto porque no sé sacar fotos. Quisiera saber hacerlo pero, no sé. Porque apretar un gatillo y captar una imagen no es saber sacar fotos.
Mis ojos son como dos enormes lentes inquisidoras que todo lo miran, lo captan, lo descubren. Soy observadora hasta el incordio. Y esta sensibilidad visual combinada con la falta de recursos y técnica suele frustrarme demasiado.
El temor o la certeza de saberme incapaz de transmitir ni siquiera un poco de todo aquello que veo en esa foto –ahora lo sé- me llevó a postergarla durante años. Pero hoy lo acepté. Acepté que nunca voy a sacarla porque la arruinaría. Y como no lo voy a hacer, entonces, la voy a escribir.

La entrada principal a mi ciudad-pueblo es bastante pobre. Tanto que escuché por ahí que el intendente tiene en mente mandar plantar una hilera de frondosos árboles que con los años acaben por tapar un poco tan desagradable vista, que no le hace justicia a las preciosas casas quintas que se ubican más adentro, y que, al fin y al cabo, marcan el pulso y ritmo de la ciudad.
En fin, la entrada es humilde, llena de casas que unas, más que casas son taperas, y otras están hechas de material apenas revocadas. Allí, dentro de este último grupo, hay una casita que da la apariencia de un local: pocos metros de frente y doble altura con techo plano. Claro que no fue esto lo que llamó mi atención, sino el hecho de que en la segunda planta, donde lógicamente tendría que ir una ventana, sobre el lado izquierdo se dibuja una puerta de madera, como si fuera una puerta de entrada. Y lo más curioso es que esta segunda planta no tiene balcón alguno, apenas una especie pasillito de no más de tres pies de profundidad, sin reja ni baranda ni nada. Supongo que esta sensación de terrible vértigo hizo que me detuviera en esa construcción. Pero, entrada una ya lejana primavera apareció ante mis ojos la foto se me convirtió en impulso, en deseo: en el objeto de mi afecto. Y esto fue cuando vi al viejo por primera vez. Y, a partir de ese momento, descubrí que se sentaba allí todos los días estivales del año, de mañana y de tarde.

Abre la puerta de ese balcón que no es balcón y acomoda justo debajo del marco su añeja silla playera, ésa que alguna vez compraran con Normi en Mar del Plata. Le coloca un almohadón encima y se sienta con su pava y su mate a tomar un poco de aire cálido y a mirar el paisaje.
Imagino que se llama Rubén y que el mate lo toma dulce. Que lo que más le gusta es ver el precioso lienzo de campo, tan cerca de la autopista, que se despliega abierto y prolijo frente a sus ojos, y que el ruido de las hojas de los árboles, mezclado con el de los muchos autos y colectivos que por debajo suyo pasan, lo hacen quizá sentirse menos solo. Que de fondo en su casa suena la radio Tango 2 x 4 y que allá, en un punto del horizonte, como si estuviera en un autocine, se proyecta diáfano el recuerdo de sus años de juventud, de las fiestas organizadas por el Negro Chávez en el Club Municipal, donde sonaban las canciones de moda y donde conoció y se enamoró de Normi. Porque bastaba verla para enamorarse, ¿saben? Sí, donde la amó y la conquistó. Porque él era un gran bailarín. Y ella había resultado ser tan buena esposa… Y, como también pasa en el cine, los ojos se le empañan y la sonrisa se le dibuja en la cara sin que ni siquiera pueda darse cuenta de que tal cosa le sucede.

Los años pasan, yo dejo de ser adolescente, me caso y hasta tengo una hija, y mi foto sigue ahí, imperturbable, esperando que la tome. La veo cuando voy y cuando vuelvo de trabajar, me incorporo en el asiento para verla bien, como si apoyando la mano en el vidrio de la ventana pudiera retenerla. Me incorporo con temor –a veces- de no volverlo a ver a él; de ver esa puerta cerrada indefinidamente. Pero, Rubén no tiene este miedo, porque todos los días, cuando cae la noche, él levanta sus enseres y cierra la puerta con la certeza de que, a la mañana siguiente él, su silla, su pava y su mate, amanecerán, al igual que el sol que sale vigoroso y de frente, misteriosamente rejuvenecidos.

6 comentarios:

  1. Sí sabés sacar fotos. Ésta es perfecta.

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  2. Siempre me pregunté ¿Cómo diablos se la ingeniaba ese viejo para encastrar esa silla en medio de la nada?
    Todavía me lo sigo preguntando.
    Muy bueno pili
    Sebas

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  3. Ojala en este momento hubiera tenido una pava, un mate y una buena silla para acompañar la lectura de esta autentiac fotografia... un placer leerte Pilar.

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  4. Pilar, muchas gracias por tu visita y tus palabras.
    Un abrazo.

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  5. Es increíble cómo hay imágenes, más que situaciones, que nos poseen de tal forma que uno no puede escribirlas sino de modo mágico. ¿Será que ya están escritas en alguna parte? Sugieren, además, historias e historias que, como diría Aira, no están hechas de otra cosa de de historias. No sé si las imágenes condensan, se me ocurre que son emergentes, manantiales por donde las innumerables historias que fluyen subrepticias salen, en los sitios menos pensados, a la luz de los ojos sensibles. Me encantó. Un besote.

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  6. Hola Pilar, gracias por pasar por mi sitio. Che me gustó la foto, a mi me pasa que esos paisajes poblados por hombres contemplando la nada me encantan, siempre les saco fotos y juego como vos a imagianr su vida y sus sueños.
    Me hiciste acordar de un corto francés (animación) que se llama "la maison en petit cubes" que es realmete hermoso, si podés bajalo.

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