lunes, 24 de mayo de 2010

Soledad

Jamás en mi vida me había sentido más solo que en ese momento. Ni cuando a los cinco años me perdí en plena feria y me buscaron por más de media hora, y yo lloré por más de tres. Ahora no lloraba, de pura incredulidad, supongo. Había venido con ella y estaba volviendo solo. Sí. Incredulidad. Pura incredulidad.
El dolor es un sentimiento extraño. A veces, cuando uno piensa en él, no puede evitar sentirlo sólo de imaginar tal o cual situación. Y en esos momentos uno no tarda en afirmar cosas tales como "si me llegara a pasar esto o aquello me muero". Pero, un día esas cosas pasan y lo más terrible de todo es que no te morís un carajo. Uno se queda bien vivito y solo, respirando amargura en el mostrador de un aeropuerto, preguntando dónde tiene que pagar la tasa millonaria de embarque del féretro que lleva el cuerpo de su mujer y entregar los veinte mil certificados que volvieron interminables las últimas cuarenta y ocho horas. Sí, señor, hablo de esa misma mujer espléndida y estupenda que hace exactamente dos semanas pasó caminando conmigo por acá.

Estábamos de luna de miel. Aunque decir "luna de miel" puede despistar un poco a aquéllos que leen, porque alguien lee, ¿no? Digo que se trataba, en realidad, de la luna de miel número qué sé yo... Después de treinta y siete años de casados, y un trabajo que siempre nos dio la oportunidad de recorrer todo el mundo, ya no sé qué número de viaje sería éste pero, eso sí, cada uno que realizábamos lo llamábamos "luna de miel". Quizá para sentirnos jóvenes; quizá para sentirnos enamorados. Como fuera, esta vuelta nos tocó España. Yo tenía que asistir a un congreso y después podía tomarme un par de semanas para recorrer. Soledad amaba España y ni bien supo del compromiso, arregló su propia agenda en los colegios, avisó con antelación que faltaría las dos semanas posteriores a las vacaciones de invierno, armó las valijas lo más livianas que pudo (porque solían volver muy llenas de libros y de ropa) y se preparó para partir. ¿Qué problema le iban a hacer en las escuelas a la única docente que donaba a cada institución el cien por ciento de su sueldo todos los meses?
A mí no me gustaba tanto viajar como el hacerlo con ella. Tenía el talento y la sensibilidad de conmoverse con cada cosa. España le gustaba especialmente por dos cosas: primero, por su acervo histórico y cultural -al que, debo reconocer, yo soy casi indiferente- y segundo, por la Plaza de los Santos Mártires en la que se erige el "Monumento a los enamorados". Sí, Soledad, como la mayoría de las mujeres, era mucho más romántica de lo que estaba dispuesta a asumir.

Agarraba con más fuerza de la que pensaba su cartera. ¿Qué iba a hacer yo con su cartera? ¿Y con su ropa? De repente, esa fina cartera Jackie (como ella la llamaba) de cuero verde oscuro se me presentó más imperecedera que mi propia mujer y la odié por eso; pero, al mismo tiempo, era su cartera. Todo lo que le parecía importante cargar estaba allí: su billetera con mi foto, su agenda de papel que nunca quiso cambiar por una palm; su celular, su estuche con cremas y otras cuestiones para maquillarse; sus anteojos nuevos de sol que se comprara hace un rato nomás luego de olvidar los suyos en la mesa de un café en Madrid (siempre perdía los anteojos y siempre discutíamos por eso) y su perfume... No hizo falta destaparlo. La idea de ese olor bastó y sobró para que el llanto reprimido saliera de golpe y espástico.
Una azafata se me acercó y me preguntó -dando la apariencia de estar sufriendo más que yo- si podía ayudarme en algo. La miré mudo, adolorido y casi irónico mientras pensaba que quería responderle que sí, sí podía ayudarme en algo: podía llevarme adonde estaba mi mujer, porque yo había venido con ella y no era justo que yo estuviera sentado viajando en primera clase y, ella, una mujer tan elegante, tan buena, tan sofisticada, lo estuviera haciendo sola, sin más compañía que la de un montón de equipaje, metida en un cajón, pasando seguramente mucho frío; porque ya la muerte da la sensación de ser bastante fría como para además agregarle el frío de viajar en una bodega y eso era cruel. Le hubiera dicho, además, que por favor entendiera que eran muchas horas de viaje hasta Buenos Aires y que ningún muerto pasaba tan solo sus primeras horas. No le dije nada de esto, por supuesto pero, igualmente creo que lo leyó en mis ojos, porque enseguida me preguntó si quería que me trajera un whisky y yo le dije que sí, que un whisky estaría muy bien.

Hace tres días estábamos en Córdoba. Por suerte llegamos a ir a Córdoba. Entramos a la mezquita y Soledad me contó todo lo que sabía sobre la España medieval mozárabe -que no era poco- y yo la escuchaba de a ratos. Porque a mí, como dije, no era la cultura lo que me fascinaba sino simplemente pasar un rato con ella y sacándole fotos a todo lo que se me antojara. Soledad notaba y sufría este vago interés pero, lo hacía en silencio y con disimulo.
Salimos de allí con la clara intención de comprar los cafés que después habríamos de tomarnos en las Plaza de los Santos Mártires. En el camino de una solitaria calle de adoquines, bordeada toda de naranjos, Soledad me dijo como de la nada que en realidad no le molestaba que no hubiéramos podido tener hijos. Se detuvo un instante y, presintiendo vaya uno a saber qué cosa, me miró a los ojos sonriente y me dijo que ella tenía la vida que siempre había soñado; que no podía pedir más y que, aunque fuéramos sólo dos, nos hacíamos muy buena compañía, "¿no creés?", me preguntó al final. Claro que sí, le respondí pasando un brazo sobre sus hombros. Claro que éramos buenos compañeros. Sí que sabíamos reírnos.
La Plaza de los Santos Mártires me decepcionó. La plaza San Martín, por decir algo, es infinitamente superior. Soledad advirtió esta sensación y se apuró a decirme que esta plaza de aspecto insignificante tenía algo que no todas tienen: "tiene versos" sentenció intrigante. "Éstos son unos de los tantos versos que se escribieran el poeta Ibn Zaydun y la princesa Wallada, y que los vecinos del barrio de la Judería acabaron por grabar en este monumento, levantado en honor a los enamorados". Y ahí estábamos nosotros, jugando a los enamorados. "Mirá -me dijo señalando con el dedo-: en estos dos versos se resume, para mí, el sentimiento ese del amor del principio." Y leyó en voz alta: "Cuando tú te ausentas nadie puede consolarme / Y cuando llegas todo el mundo está presente..." Ella me conmovía. Todavía me conmovía. Y siguió con su reflexión: "El amor del principio, el de los comienzos tiene ese no sé qué especial que después no se repite. Esa sensación profunda y verdadera de que si la persona amada está presente no falta nadie, y si no está, aunque todo el mundo esté presente, faltan todos. Eso no se repite. Lo que viene después es otra cosa. Ni mejor, ni peor pero, otra cosa, hermosa, por cierto pero... otra cosa." Sí, miles de otras cosas, desamor incluido y vuelta a amar otra vez. No fue fácil, ni siquiera -o sobretodo- sin hijos.

Me estaba quedando dormido con la cabeza apoyada hacia el lado de la ventana donde todavía el paisaje era todo negrura. ¿Dónde estaba Sole? No podía creer que estuviera donde realmente estaba. Quizá como para autoconsolarme, cerré un poco más el saco de mi traje que llevaba puesto hacía más de setenta y dos horas. Me parecía increíble que antes de ayer a la mañana habíamos hecho al amor por última vez sin saber que sería la última vez. Lo habíamos hecho como lo veníamos haciendo hacía treinta y siete años. Seguro con menos destreza, por una cuestión de físico pero, siempre con mucha atracción. Nunca faltó la química y eso se lo debía a ella, estoy seguro. "Mi mujer sexy..." le gustaba a Sole que le dijera. Antes de ayer a la mañana abrazaba su cuerpo flaco y firme, aunque ya de piel floja. Es impresionante -pensaba en ese momento- cómo los que crecen juntos no reconocen en el otro el paso de los años. Todo parece que fue ayer. Y ese cuerpo todavía me excitaba. La sensualidad no envejece con los años, se agudiza. Y, por Dios que Soledad era sensual. Dicho en buen criollo, todos se la querían coger y, bueno, alguno lo habrá hecho. No la juzgo; al fin y al cabo, yo también hice lo mío. Lo bueno es que siempre volvimos a elegirnos, así, como éramos. De haber sabido que ésa sería la última vez, no habríamos postergado como casi siempre el abrazo que le sigue al sexo por no quedarnos sin desayunar. Nos habríamos quedado abrazados, seguro sin decir nada y quizá, unas horas más tarde habríamos ido directo a almorzar y después a morir.

Un fulminante rayo de sol matutino, que entraba por ese doble vidrio de ventana de avión, me despertó de golpe. Presentí lo que había pasado y lo confirmé cuando mi asiento de al lado estaba vacío y no porque Sole hubiera ido al baño. Qué sensación espantosa la de comprobar que la pesadilla, al final, no es la que se sueña, sino la que se vive. Y ese sol enorme y radiante suspendido entre las nubes me pareció insolente, descarado. ¿Cómo se atrevía a salir, a brillar así, así sin más? Realmente no entendía cómo podía haber salido.
Una azafata me trajo el desayuno y tuvo el coraje de preguntarme qué le había pasado a mi mujer. Quizá dudé por un instante si no mandarla al diablo pero, enseguida me di cuenta de que necesitaba hablar: "Un aneurisma. Estábamos volviendo de almorzar, caminando y de golpe me dijo que le dolía la cabeza y bueno, se desvaneció ahí. Era una mujer sana, alegre, vital. Trabajaba, hacía gimnasia. No fumaba ni tomaba. Sólo socialmente. Nunca tuvimos hijos, ¿sabe?" Habiendo dicho estas últimas palabras sentí por primera vez el peso de no tener hijos. Porque de haberlo hecho, al menos me quedaría el consuelo de encontrar en gestos, rasgos, modos y formas de cualquiera de ellos algo de ella. La señorita manifestó su sincero pésame y me dijo que en diez minutos íbamos a aterrizar, que me abrochara el cinturón.

Como era de esperarse todos mis seres queridos fueron a buscarme a Ezeiza. Y para colmo el aeropuerto estaba cargadísimo de gente porque todos volvían de las vacaciones de invierno. El bullicio era general y habían estallidos de jubilosos reencuentros por todos lados. Yo no quería estar ahí. Me quería ir rápido pero, me habían dicho que tenía que aguardar a que me llamaran para retirar el cajón donde estaba mi mujer y que tuviera listos todos los papeles. Así que esperé mientras unos me abrazaban y mi mamá me tomaba la mano. Y así, en mi propia abstracción, sin escuchar absolutamente nada, sin sentir nada de nada, sin conmoverme frente al llanto de nadie; de repente vinieron solos, y como de la nada, los versos de Zaydun:
Cuando tú te ausentas nadie puede consolarme
Y cuando llegas todo el mundo está presente.

Y con ellos un doloroso descubrimiento. Sole querida, no resumen tus versos solamente el amor del principio sino también, el amor del final.

3 comentarios:

  1. pili, como siempre lo que escribis, causa un efecto, risa, llanto, tristeza, vuelta a reir con otra historia, me encanta leerte, me encanta como escribis, te mando un beso grande!!!!

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  2. Sí, alguien lee... Sonrío.
    La soledad es uno de los sentimientos más difíciles de definir del ser humano. Cuando a alguien que se descubre en soledad le preguntan como se siente, normalmente sólo acierta a decir: "solo, me siento solo".

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  3. Claro que se lee.
    Fijate que llegué de rebote para eso.
    Para leerte.
    Saludos.

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