martes, 12 de enero de 2010

Pelusa, ubi es?

Llevo puesto un cómodo y ligero vestido rojo de algodón. Y esto generalmente sucede cuando estoy triste. El rojo es mi color, ése que me da fuerzas, ése que me levanta.
AAAALa que voy a contar es una triste historia de amor y traición. Y en esta historia, el motivo de mi tristeza.

AAAAMi último año de soltera lo pasé en lo de mis papás. Hacía años que vivía sola en el centro pero, como me iba a casar y necesitaba ahorrar al máximo, aproveché la excusa para disfrutar por última vez de la casa paterna.
AAAAHacía tres años que a mi mamá sus amigas le habían regalado para su cumpleaños una gata siamesa a la que bautizamos Anastasia y apodamos “Ani”. Fue para sus cincuenta años y para llenar no sé qué vacío existencial, fruto de no sé qué síntoma de “nido vacío”. Mi mamá siempre había odiado a los gatos. Recuerdo muy bien que los corría a escobazos por el patio de mi casa pero, esta ratita chiquita, refinada y con un collar rojo del que pendía un cascabel la conmovió desde el primer momento, tanto que no tardó mucho en adoptarla casi como si de un nuevo hijo se tratara.
AAAAUno de esos días de reanudada convivencia mi mamá me pidió que la acompañara a la veterinaria para desparasitar a Ani. Lógicamente la acompañé ya que trasladar al bicho sola y en auto era casi imposible. Una vez allí nos encontramos con el objeto de mi afecto: en una caja de cartón, ésas de verdulería, arriba de la camilla había cinco gatitos recién nacidos que habían sido abandonados en la puerta del local. Mi curiosidad me llevó a asomar mi nariz por sobre la caja y ahí nomás la vi: era puro ojos, orejas y pelo tricolor. Era Pelusa. Todavía no se llamaba así pero, así la llamaría en el viaje de vuelta.
AAAANo hizo falta decir ni aclarar nada. Mi mamá me miró como diciendo “Ay, Dios, no, Pilar, ¿qué voy a hacer yo con dos gatas? Mirá que yo estuve leyendo sobre los siameses y son gatos muy egoístas, si llevamos otro gato va a quedar el desparrame”. Yo la convencí alegando que en pocos meses me casaría y me la llevaría conmigo. No había, realmente, tal grado de verdad en esa aseveración porque lo cierto era que a Sebastián, mi novio, no le gustaban ni un poco los gatos pero, como la esperanza es lo último que se pierde, preferí convencerme de que así como mi mamá se había conmovido con Ani, Sebastián acabaría por conmoverse con Pelusa.
AAAASin parar nunca su motorcito ronroneante, la pequeña bolita de pelos tricolor (blanca, negra y marrón) se acomodó en mi regazo para disfrutar de mi calor. Era puro pelo, ¿qué otro nombre más que el de “Pelusa” podía recibir? No podía llamarla de otra manera, sin embargo en mi casa se burlaron de mí y de la pobre gata diciendo que le había puesto nombre de prostituta. Podía ser pero, era el que le cabía.
AAAANo tardó mucho en hacerle honor a su gracia, y no precisamente por lo del pelo sino por lo de prostituta. Al mes de vida, en el que sería su primer celo, la muy ligera de cascos salió de giro y terminó preñada. Hubo que hacerle un aborto porque sus diminutos ovarios no tenían la madurez para llevar a cabo su embarazo; y en esa cirugía, la pobre Pelu terminó castrada y seriamente deprimida. Así de poco le duró la fiesta.

AAAALos que alguna vez levantaron un bicho de la calle saben del agradecimiento que éstos tienen para con sus benefactores: son incondicionales, amorosos y extremadamente fieles. Así, con Pelusa trabamos una amistad increíble. Yo no sé de dónde sacan que los gatos son malos, egoístas y demás. Pelusa dormía conmigo a los pies de mi cama y apenas me sentía llegar de trabajo se ponía a chillar como loca. También me acompañaba al baño y se quedaba del otro lado de la puerta, sentadita sobre sus patas traseras cual monumento nacional. Era terriblemente franelera y cariñosa. A todo el mundo le daba impresión que su lengua fuera tan rasposa pero, yo ya estaba acostumbrada. Acariciarla era un placer porque casi no perdía pelo y todo el que tenía era sumamente suave y finito. Gozaba de que la toquen y ronroneaba sin pudor ni decoro alguno. Era, literalmente, una gata mimosa.
AAAADe a poco yo le iba tirando indirectas a Sebastián de que la gata se venía conmigo cuando nos casáramos y, él sólo respondía un “Sí, sí, seguro” bien irónico que dejaba clara su postura frente al tema. Ya va a ceder, pensaba yo. Lógico: él veía muy bien el vínculo que se estaba creando entre mi mascota y yo, y no lo creí capaz de destruirlo así sin más. Me equivoqué y mucho.

AAAACuando volvimos de la luna de miel y después de acomodar más o menos todos los muebles y lo necesario como para poder vivir en nuestra nueva casita, una tarde en la que Sebastián estaba todavía en el trabajo, fui a lo de mi mamá a buscar a Pelusa para traerla a su nuevo hogar. En el camino le expliqué todo lo relativo a la nueva casa y cierta animadversión de Sebastián para con los de su especie que no tenía por qué deprimirla de antemano. Palabras más, palabras menos, la gata terminó asustadísima metida debajo de nuestra cama y no había forma de sacarla. Pero nunca más asustado de lo que quedó Sebastián cuando entre risas le comenté que había traído a Pelusa a vivir con nosotros. Jamás lo había visto más serio ni más enojado. Ahí nomás me quedé paralizada por el inhóspito mundo de personalidad que me quedaba por descubrir en los años subsiguientes. Traté de explicarle, de pedirle, de proponerle “unos días de pruebita” pero, sólo entendí lo rotundo de su “no” cuando me dijo cortante: “Es bien fácil: si esa gata pasa la noche acá, yo me voy a dormir a lo de mis papás”. Ah, no, eso era lo único que me faltaba, no estar casada ni hace quince días y que el buen hombre ya se quiera volver a su cama de soltero porque yo no quiero renunciar a mi mascota querida. Claro que no tuve opción, de más está decirlo. Recién ahí descubrí otra verdad para mí asombrosa: a Sebastián no era que no le gustan los gatos sino que les tiene fobia, fobia real y verdadera. Como mi amiga Ana le tiene fobia a las cucarachas, Sebastián le tiene fobia a los gatos. Nunca en la vida iba a poder tener un gato mientras viviera con él y nada podría hacer al respecto.
AAAAY así fue como Pelusa volvió a mi casa paterna pero ya como una expatriada. Y todo lo que siguió en adelante fue más o menos desastroso. Yo la soñé durante todo el primer año de casada. La soñé y la lloré. La situación me llenaba de impotencia. Más porque en lo de mis papás nadie la quería; empezando por Ani que, tal cual como decía mi mamá que decía el libro, no le gustaba ni un poco compartir lo que ella consideraba su reino entonces, como sólo los bichos saben hacerlo, no tuvieron mejor idea que empezar a hacer pis por toda la casa y en distintos rincones con el fin de marcar territorio. Imagínense. La culpable siempre era Pelusa porque era la flor de fango, la intrusa sin collar ni cascabel. A tal punto llegó el tema que, para la eterna indignación de la veterinaria, mi mamá, con una soltura y frescura descaradas, llegó a preguntarle si no podía inyectarle algo así como un calmante pero que la durmiera para siempre, como quien pide unas gotitas para la tos. La veterinaria la mandó a lavarse las patas –por decirlo de alguna manera-: que ella no era una asesina, que la gata estaba sana y demás. Recién ahí mi mamá entendió la dimensión de lo que pretendía hacer, así que logró conformar más o menos a todo el mundo echando a Pelusa al jardín de la casa.
AAAAPara mí fue traumático, en serio. Sobretodo cuando me dijo que la pensaba sacrificar. ¿Qué podía hacer yo? Nadie quería de regalo una gata marca tenaza y yo no la podía acercar ni a veinte metros a la redonda. Lloré, lloré y lloré. Hasta que un buen día, de manera más o menos conciente, empecé a ignorarla. Cada vez que volvía a lo de los viejos la gata reclamaba mi amor a maullidos pelados; y yo, como sabía que no podía dárselo como correspondía apenas la saludaba superficialmente. Pero, recuerdo una vez, un día muy lluvioso de hace no mucho tiempo cuando fui a la cocina y la pobre gata me vio desde no sé dónde y corrió a la ventana. Me maullaba desesperada y golpeaba el vidrio con su patita. Yo no tuve más opción que ignorarla; no la podía hacer entrar. ¿Cómo se lo explicaba? Además, ignorarla para mí era también una forma de no sentir, de evitar sentir.

AAAAEste sábado que pasó fui a lo de mis papás y me dijeron que desapareció. Traté de que no me afecte. Pensé que quizás en el fondo es lo mejor ya que a mi mamá y a su gata tantos dramas le traía.
AAAAHoy volví a pasar por lo de mi mamá y me lo volvió a decir: “Pelusa no apareció más”, y mi cuñada que estaba ahí agregó mirándome “¿A vos cómo te afecta esto?”, yo levanté los hombros y puse cara de nada. Pero no pasaron muchas horas hasta que las lágrimas empezaron a salir y a borbotones. ¿Dónde estás, Pelusa? ¿Te moriste, acaso? Supongo que sí porque los gatos no se pierden, son demasiado inteligentes para perderse y si hay algo que saben hacer es volver al lugar que pertenecen. ¿Cómo te moriste? ¿Alguien te mató? ¿Cuándo fue la última vez que te acaricié?
AAAATe traicioné, Pelusita, y no por no haberte podido traer a vivir conmigo sino por todas esas veces que te ignoré y no te acaricié y no te hablé sólo por egoísmo, sólo por evitar mi propio dolor.
AAAAPelusa, ¿dónde estás?

2 comentarios:

  1. AHH! No lloro sólo xq estoy acompañada en el lugar leo esto...

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  2. Triste historia, sí. Te diría que es casi una característica misma del hombre la de no aprovechar la presencia del otro pero sí llorar su ausencia.

    Ojo, tal vez el gato, harto ya de tanta indiferencia, decidió empezar nueva vida con otra gente, ¿existe esa posibilidad?

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