martes, 5 de enero de 2010

La importancia de ser docente

Tipo para nada fácil Juan Cruz Reyes. Yo repelo. Era muy duro pensar eso pero, mucho más duro llegar al punto de ya no poder negarlo. Juancito no repelía a todo el mundo pero, sí a mucha gente. Frases de otro tiempo, uno lejano, volvían a su memoria en forma de azotes.
AAAAEn la adolescencia una chica preciosa -que él secretamente adoraba- le dijo entre carcajadas, como si de un chiste se tratara, que daba la sensación de que si alguien lo tocaba o lo abrazaba él lo iba a sacar de una trompada. Juan no recuerda exactamente qué fue lo que le contestó o siquiera si contestó algo. Sólo recuerda la honda vergüenza. También visitó su recuerdo una frase de su hermana: “Vos no sabés la mirada que sos capaz de poner. Da miedo.” Era cierto. Hoy reconoce que tiene la capacidad de bajar de hondazo al ave más feliz, libre y volátil que pueda pasear muy campante por el horizonte con sólo una mirada. Eso era lo que muchos decían de él y en lo que él mismo pensaba mientras contemplaba con la vista perdida aquella tarde de lluvia que, enmarcada en el paño fijo de la ventana, se veía tal cual la pantalla de un cine. Estaba más bien deprimido. Así de exigente es consigo mismo. Así de duro.
AAAAEn marzo se cumplirían diez años de su carrera docente. Y la lluvia, en combinación con estos pensamientos amargos, no pudieron menos que hacerle revivir el día inolvidable en el que se encontró por primera vez frente a un curso. Día que le anticipó la enorme importancia y dificultad de ser docente.

AAAAEl remise era uno de esos Falcon tres cuerpos, modelos setenta y algo u ochenta y algo. Juancito lo había reservado la tarde anterior previendo el diluvio bíblico que estaba pronosticado para aquella mañana, una de las más importantes de su vida. Desde que tiene memoria, Juan recuerda que en cada fecha importante de su vida llovió y, claro, ese día no podía a ser la excepción.
AAAAPara llegar al portón de su casa tenía que atravesar todo el jardín sin vereda lleno de agua de lado a lado. Como Juancito es un hombre práctico no dudó en meter cada pie dentro de una bolsa de supermercado anudándolas sólo para preservar el brillo de sus zapatos recién lustrados. El remisero, que lo veía llegar a los saltos, con esa facha y el paraguas abierto, no pudo evitar menear la cabeza sugiriendo un “pero qué maraca este pibe”. Juancito lo notó y ni hola dijo, porque ni bien apoyó todo su peso en asiento de atrás se liberó del prejuicio con un frío: “Hoy es mi primer día de trabajo y no puedo llegar embarrado hasta los dientes”. Las calles del Palomar suelen inundarse en días como éstos y los autos viejos pararse si es que el distribuidor se les moja. El Falcon amagó con declararse muerto en más de una ocasión pero, el remisero, hablándole un tanto y acelerando un poco más, evitó con despliegue de maestría el deceso cada vez.

AAAALos primeros días de clase son siempre iguales. La excitación y la energía renovada y juvenil se respiran en cada rincón. Los uniformes brillan, los zapatos brillan, las miradas brillan. Todo y todos brillan. El escocés de las polleras y corbatas se extendía como un gran papel tapiz y un montón de caras perfectamente desconocidas daban vueltas por el reducido espacio cerrado que contenía a todo el alumnado y cuerpo docente de las dos primeras horas. Y sintiéndose apenas un punto en el gran collage de la escena, estaba Juancito recientemente ubicado frente a su curso en formación matutina. Hacía apenas unos meses que se había recibido de profesor de Historia y Geografía y las cuatro horas que había conseguido en séptimo año se las habían dado casi de milagros y hacía menos de una semana. No había tenido el tiempo que hubiera querido para prepararse psicológicamente para tal hazaña. Nunca había estado frente a un curso. Las prácticas del último año las había hecho en un colegio para adultos y ni punto de comparación con lo que tenía que enfrentar. Sentía, literalmente, que se iba a morir de un infarto.
AAAAPor ese entonces Juancito tenía apenas veinticuatro años y la misma cara de pocos amigos que tiene hoy. Es un tipo fachero y esto lo hacía sentirse en la obligación de tener que marcar mucha distancia de entrada, para evitar malos entendidos que pudieran mancillar su reputación. No es un hombre alto pero tampoco bajo. Y era tanto lo que escuchaba decir por ahí de la falta de límites y disciplina que reina hoy en las aulas de los adolescentes que no dudó un minuto en aplicar el terror como táctica frente a su nuevo curso. Tal como había servido a lo largo de la historia para mantener largos poderíos, tendría que funcionar para él. Total, siempre hay tiempo para aflojar. Cuchicheando como si él no lo notara, todos comentaban el rigor –o la belleza, cómo no- del que iba a ser su nuevo profesor de Historia y Geografía.
AAAAPor si a Juan le faltaban estímulos para sacar a relucir su rigidez, la directora le advirtió que su curso era de casi cuarenta alumnos y que manejarlos no sería nada fácil. Listo. Ahí nomás entró mi amigo, como se diría en el leguaje coloquial, con los tapones de punta. Ahora, lo que él ignoraba por inexperiencia era que las pobres criaturas ya venían por demás aterradas por el hecho de haber dejado recientemente la escuela primaria y que no necesitaban mayor acicate que el de mudarse el segundo piso para convertirse en estatuas vivientes. Por eso su sorpresa no pudo ser mayor cuando, cruzando el pasillo a paso firme cual gendarme, divisó cómo un niño que hacía de “campana” giró sobre sus talones al grito pelado de “Ahí viene, ahí viene” mientras todos empezaron a gritar y a correr a sus lugares como si fuera la matanza de los inocentes y él el verdugo.
AAAABastó con pararse en el marco de la puerta portando sólo esa mirada para que todos se pusieran de pie al unísono. El “Buenos días, alumnos” y “Bue-nos-dí-as-pro-fe-sor” hicieron lo demás. Juancito seguía al pie de la letra su táctica y estrategia de infundir terror explicando todo lo que tendrían que esforzarse para aprobar la materia, todo lo que tendrían que hacer. Por si esto fuera poco, entregó a cada alumno una hoja oficio con letra minúscula en la que se describían todas las condiciones de aprobación y la metodología de evaluación. Nadie se animó a preguntar nada. Apenas respiraban.
AAAAHistoria Antigua es la que corresponde dar en ese año, así que, como Juan notó que el clima se estaba poniendo más denso de lo planeado, empezó sin más a hablar de los Persas. Les preguntó a los alumnos si habían escuchado hablar alguna vez de ellos y a intercambiar y corregir información. Y no pasó mucho tiempo hasta que llegaron al punto que más les gusta a los alumnos: el de las torturas. Ahí nomás Juancito se sintió en su salsa. Él es por demás un tipo carismático y ése es su as de espadas. Y si a carisma lo acompaña buen relato, el paseo por la exposición resulta por demás inolvidable. Pero, inolvidable, en este caso, sería el desenlace de la clase desapaciblemente memorable.
AAAALuego de contar dos o tres formas de tortura, y claramente endulzado por el éxito de la atención captada y sin atender al las sutiles advertencias de la duda, Juancito llegó a contar la tortura que consideraba más suculenta, ésa que cuenta que a los prisioneros de guerra los colgaban en un muro, sostenidos por un gancho insertado en la base del cráneo sólo para luego cortarle los testículos y metérselos en la boca. Pero, no estaba mi profesor amigo terminando de contar esta tortura espantosa cuando notó que Gutiérrez, el gordito blanco y de pelo negro y tieso que se sentaba al fondo a la izquierda, empezó a palidecer a una velocidad asombrosa; tan asombrosa que no le dio ni tiempo a prever lo que estaba por suceder: Franco Gutiérrez se desvaneció en medio segundo, en sentido tan figurado como literal, porque resbaló banco abajo acompañado de un estruendo escandaloso, dejando a Juancito de una sola pieza y al borde del infarto que tanto había temido.
AAAASi a Gutiérrez le quedaba poco aire, los treinta y siete alumnos restantes se ocuparon de quitárselo del todo porque se le fueron encima con una rapidez propia de un bombero. Las chicas, histéricas como corresponde, no podían más que gritar “Ahhhhhhhhhh”, y los varones, pavos como son a esa edad, no podían evitar reírse nerviosos mientras comentaban “¡Mirá, tiene espuma en la boca! ¡Es rabia, es rabia!” “¿Se va a morir? Se muere, boludo, se muere”. Para ese entonces Juancito ya había sorteado todos los obstáculos de mobiliario y de un solo grito firme mandó a volar a cada uno a su lugar inmediatamente. Efectivamente, Franco tenía espuma blanca en la boca y los ojos totalmente para atrás. Juancito sintió que él también le faltaba el aire; al fin y al cabo él es uno de ésos que no puede ni ver una propaganda en la tele de esas series de médicos y hospitales sin sentir que le baja la presión pero, no podía permitirse que algo así le sucediera ahora y, con un movimiento de mano con dedo índice erguido, mandó a la primera alumna que se le cruzó a llamar a la preceptora mientras sintió el impulso de tomar a Franco por la cabeza y apantallarlo con un cuaderno que encontró a mano.
AAAACuando llegó la preceptora Gutiérrez estaba volviendo en sí lentamente. De todas formas la ambulancia ya estaba en camino. “Lipotimia” fue la primera palabra de Franco. “¿Estás bien?”, le preguntó Juancito compungido y profundamente apenado. “Sí, sí. Me pasa a veces”. Juancito no quería indagar mucho para no saberse responsable de tal episodio en su primer día como profesor pero, sabía que esto sería imposible, así que le preguntó con la menor de las esperanzas de una respuesta afirmativa: “¿Fue por el calor?” “No. Es que me dio un poco de impresión eso de lo que estábamos hablando”. La preceptora lo fulminó con la mirada, no por ella sino por él y por el colegio, por el lío que se les podía armar si a los padres se les ocurría tomar medidas en Inspección. La clase ya estaba terminando. Los de la ambulancia revisaron a Gutiérrez y éste se quedó en dirección hasta que llegó su mamá. La directora, furiosa tal y como indica el decálogo de la directora que tiene que ser, le dijo a Juancito que mañana hablarían en su oficina sobre los contenidos a dar y desarrollar en clase. Juan Cruz se sentía exactamente igual a cuando de niño lo mandaban llamar de dirección: él sabía que no había hecho nada malo pero, no había forma de no temer lo peor.
AAAASin paraguas abierto, sin bolsas en los zapatos, ahora en colectivo y con un yunque de mil toneladas en el pecho, Juancito se fue a su casa. Hubiera querido llamar a la casa de Gutiérrez y preguntar cómo estaba pero, se abstuvo sólo por no llamar al colegio para pedir el teléfono. Esa noche no comió ni durmió. Si esto no era un bautismo de fuego no se le ocurría qué podría serlo. Un fuego que, a modo de vaticinio, marcó para siempre algo que recuerda cada vez que abre la puerta de un aula: si ser docente es de por sí un desafío, serlo de una materia humanística lo es doblemente. Porque en lo que atañe a los humanos, por suerte o lamentablemente –depende del cristal con que se mire-, dos más dos nunca es cuatro. Jamás. Y lo que hacemos nosotros, los profesores humanistas, no es más que malabarismo ideológico pero, siempre tomando como vara nuestro sentido común. Ser un docente decente no es tarea fácil porque la decencia en las cuestiones humanas tiene tantas acepciones como alumnos, como directivos y, sobretodo, como profesores haya. Y como resulta imposible ser moneda de oro para todos y cada de los oyentes, los errores y desaciertos están a la orden del día; y lo único que mitiga el sabor amargo de herir ciertas susceptibilidades es la certeza de haber dado lo mejor de sí; la paz de nuestra propia conciencia.

AAAAA Juancito no lo echaron (los profesores hombres son una adquisición difícil de resignar en cualquier colegio privado, no sé por qué) y a la fecha sigue siendo un excelente profesor y una mejor persona. Sigue siendo exigente y metiendo miedo en los querubes que le tocan por alumnos pero, los que logran saltar las murallas del terror acaban por adorarlo como a ningún otro. Es de esos profesores eternamente recordados por sus alumnos. Jamás pasará desapercibido. Quizá porque esa fuerza con la que repele a muchos es la misma que atrae a otros tantos.

2 comentarios:

  1. pobre juancito... jaja menos mal pili que tu primer dia de docente no fue asi... que te tocaron los alumnos maaaaaaas tranquilos :D
    los mejores!! jaja
    un beso!! te re quiero..

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  2. Muy bueno Pili! Me quedé comiendo apenas la entrada. Falta plato principal y postre! Estaría bueno que se transforme en novela, la intoducción es muy buena.
    Te Amo
    Sebas

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