lunes, 5 de noviembre de 2012

Otra historia

Cuando lo vio llegar, cuando confirmó su presentimiento de que efectivamente se trataba de él, de Ulises, simplemente casi se infarta. Lo daba por muerto; hacía años que lo daba por muerto. Eso de tejer y destejer no era más que un recurso para no tener que volver a comprometerse ni casarse con nadie y no porque todavía amara a Ulises y creyera que fuera a volver (¿cómo podía amarlo después de todo lo que había pasado, después de veinte años de ausencia? Esa, la que estaba locamente enamorada de él, era otra que ella ya no conocía; y él... apenas pudo reconocerlo y solo porque siempre fue muy perceptiva: le conocía el paso, el porte, el olor; hasta las uñas). 
La verdad era que solamente una vez estuvo dispuesta a volver a casarse, mucho antes del asunto de la tela, pero ese hombre, Antínoo, el único capaz de curar su gran pena de amor y llenarle el alma de alegría, después de casi cuatro años de franco romance, se le fue; sin saber bien cómo ni por qué se le fue. No como Ulises que se había ido a la guerra para quizás algún día volver. No... este se le había ido a ella, ella lo había perdido, tal vez por tonta, tal vez torpe. Y entonces se puso a tejer el sudario pensando y repensando entre una vuelta y otra de hilo en qué se había equivocado, por qué no lo pudo hacer feliz, por qué en definitiva no la había dejado terminar de amarlo; porque ella no lo había terminado de amar todavía; ¿qué hacía ella ahora con tanto amor? Penélope tenía el corazón roto, tan roto como solo recordaba haberlo tenido esa vez cuando Ulises se fue: la nave desapareciendo en el horizonte y la pena cubriéndolo todo, incluso su embarazo. El ruido del mar y la bruma mezclada con un cielo nublado mostraban a través de esa ventanita un paisaje igualmente triste al de esa vez. Todo la hacía llorar. Se oían algunas gaviotas que quizá estaban tristes también -o al menos así lo sentía Penélope- y ella miraba con cierta rigidez y vejez en la cara -que más que vejez era angustia-, ese paisaje melancólico, ese horizonte conocido. Quizá volvería alguna vez; quizás alguna vez se diera cuenta... Y volvía ella a sus hilos, sintiendo venir desde abajo el bullicio de esos pretendientes que, enterados de su desamor, parecían ver en ella la única mujer rica, hermosa y soltera en varios kilómetros a la redonda. Por eso insistían y la solicitaban y Penélope los odiaba tanto. Los odiaba porque eran vividores, vagos, poco hombres, bah, en verdad los odiaba porque no eran Antínoo. Entonces se le ocurrió lo del sudario. Les dijo a esos hombres que cuando terminara el gran sudario que estaba tejiendo para el día que muriera Leartes ella elegiría marido. Y como lo de astuta lo había aprendido de Ulises aquello que tejía de día, en su mayoría destejía de noche esperando que su tristeza se pasara o que Antínoo volviera.
Y de golpe, sin que el día diera la menor señal ni anuncio de suceso, ahí estaba parado Ulises, después de veinte años. Cuánto lo había amado y cuánto le había costado dejar de amarlo, liberarse de ese amor, asimilando la idea de su muerte. Pensó realmente que se iba a desmayar porque entre todas las cosas que creyó le podían pasar en la vida esta no figuraba como probable. Había sido un sueño. Su regreso había sido solo un sueño durante años, muchos, los primeros después de su partida; un sueño al que ya hacía mucho tiempo había renunciado. Supo entonces que lo primero que tenía que hacer era sacarse de una vez y para siempre a esos zánganos de encima, así que tuvo la idea de proponer que quien lograra tensar el arco imposible de Ulises sería aquel a quien ella tomaría por esposo. Ella sabía muy bien que el único capaz de hacer eso era el mismo Ulises. Y así fue. Cuando llegó su turno y ella lo vio caminar, tomar el arco y flexionar su codo... Cuando lo vio mirarla al pasar y tensar el arco como nadie lo había podido hacer, la realidad se le impuso paralizándola: Ulises había vuelto de la muerte. Todos supieron enseguida que ese no podía ser otro más que él, así que huyeron muertos de temor y ellos se quedaron solos en el medio del caos que habían dejado todos esos años de ausencia.
No hablaron. Se abrazaron y se besaron con pasión, con mucha emoción pero con extrañeza. Ellos, los de entonces, ya no eran los mismos. Ulises parecía amarla incluso más que antes, como si la distancia, el tiempo y lo vivido le hubieran hecho valorarla todavía más. Penélope, en cambio, todavía llevaba adentro su corazón roto por otro hombre y tenía que hacerse la idea de que aquel que creía muerto ahora estaba a su lado pidiéndole que lo ame. Eran dos desconocidos que venían de caminos completamente distintos, y Ulises no tardó mucho en darse cuenta de esto: la mujer que él amaba con tanta pasión ya no era la misma. Por eso, lo que la historia no cuenta es que ellos, en un proceso que no fue ni corto ni sencillo, a partir de esa noche tuvieron que elegir conocerse de nuevo y amarse de nuevo. Se dieron la mano, sonrieron -hacía cuánto tiempo que Penélope no sonreía- y después de mucho hacer el amor, se quedaron más abrazados que nunca, hablando hasta altas horas de la noche de lo que había sido de la vida de uno, de lo que había sido de la vida del otro, y por qué no, de lo que podría ser en adelante la vida de los dos juntos.  

1 comentario:

  1. Que pasa niña que ya no hay mas "otras historias"??? Pase por aqui después de un tiempo y esperaba encontrarme muchas de ellas!!!

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