miércoles, 30 de diciembre de 2009

Año nuevo, ¿vida nueva?


No en vano una de las frases más trilladas es aquella que dice que la esperanza es lo último que se pierde. Efectivamente es así -gracias a Dios-. Y la prueba más contundente está en cada fin de año, en cada año nuevo. Son siempre iguales: que vitel tone, que sidra, que pan dulce y que mucha salud, dinero y amor, paz en el mundo, justicia y equidad.

En realidad no pasa nada. Es sólo un día siguiente. Un amanecer casi exactamente igual al del día anterior. Incluso los primeros dos o tres meses seguimos anotando la fecha del año que despedimos porque todavía no nos acostumbramos al nuevo número.

Pero algo tiene el año nuevo. Si bien pocas veces trae consigo esa pila de deseos que le solicitamos con fervor, baile y entusiasmo, al menos siempre llega con esta cuota de esperanza, de que el año que comienza, al igual que el calendario de Mafalda, es como una hoja en blanco, una nueva oportunidad de escribir, ese famoso "borrón y cuenta nueva".

Que este 2010 que comienza traiga eso: la esperanza renovada y las ganas de escribir una historia mejor, una con un final más feliz. Con esperanza y con ganas nos tenemos que dar por más que satisfechos.

Feliz año nuevo, estimadísimos lectores.

Pilar Medina

martes, 29 de diciembre de 2009

Noche escatológica

Era un día de pileta cualquiera. Ésos de sábado de relajo, más cerca de fin de año que de mediados de enero o febrero. Ésos en los que las chicharras son música obligada entre los arbustos y el sol quema pero no mata, y el agua refresca pero no congela.
AAAAAna, otra de mis amigas solteras que no es Rita, estaba junto Sofía, una ex compañera de facultad, cuando esta última le propone salir con Carlos, su novio, y un amigo. Ana no tenía nada mejor que hacer pero, las citas a ciegas lejos están de ser lo que más le divierten en el mundo. “Dale… Algo tranqui. Pedro es un pibe divino y muy buena onda. La vamos a pasar bien.”
AAAAClaro que la iban a pasar bien, porque si hay algo que Ana no tiene es problema alguno para socializar. Es imposible pasarla mal en cualquier tipo de reunión en la que ella esté presente. Es más, todavía no me explico cómo es que está soltera. Si hay algún hombre por ahí que esté buscando una buena mujer, joven, linda, divertida, autosuficiente, bastante loca y muy inteligente, contáctese conmigo que rápidamente le presento a mi gran amiga, Anita Risso.
AAAAAna es flaquita y chiquita. Tiene las pestañas tupidas y unos enormes ojos negros que hablan un lenguaje propio. Llora con pudor y se ríe con facilidad y afectación, tanto que las más de las veces suele taparse la boca para hacerlo, como si le diera vergüenza tremenda carcajada o como si algo de todo lo que tiene adentro no pudiera salir con absoluta espontaneidad. Es una gran conversadora: todo lo que dice es interesante ya sea por inteligente, por absurdo o por ridículo, siempre es un placer compartir con ella una momento cualquiera. Es tan responsable como desordenada, tan reflexiva como hiperactiva. No para un minuto y ella misma padece esta característica de su personalidad que se le impone con una fuerza que casi siempre la vence.
AAAATuvo una o dos parejas muy estables con las que pasó muy buenos momentos pero, la seguridad que un alma tan insegura necesita ninguna relación se la pudo dar. La certeza que elimina la duda de si será o no no apareció aún y, por lo tanto, aquí está Anita formando parte de mi elenco estable de amigas solteras a la espera de buenos hombres que las merezcan. De lo que no hay dudas es de que, en la espera, juntan y juntan historias para divertirnos y para yo poder transcribir.

AAAAAsí fue como, con la premisa de una salida “tranqui” pero divertida, partieron las dos hacia la casa de Carlos. Pero, no había pasado ni la mitad del viaje cuando a Ana se le encendieron las que ella reconoce como “las alarmas evidentes de lo inevitable”. Claro, entre sus muchas marcas de unicidad omití contar una -para nada elegante- de la que pocos sabemos y que hace años, años y años la acompaña: mi amiga Ana sufre de colitis crónica. No hay una forma más suave de decirlo. Vistió en vano cuanto médico más o menos relacionado con el aparato digestivo pueda existir y, por supuesto, ninguno encontró la causa de tan incómodo mal. Todos estuvieron de acuerdo en que se trata de algo psicosomático. Así, cualquier situación atípica que ponga mínimamente a prueba sus nervios puede ser disparador de tal manifestación incontrolable, siempre inoportuna y que la deja en el primer biorsi de paso con una frecuencia inusitada. Pero para ella esto es algo tan común que ya adaptó su cotidianeidad a las molestias que tal situación necesariamente ofrece.
AAAA“Sofi, me siento un poco mal. La panza. La panza me hace ruido”, le advirtió Ana. “Bueno, no te preocupes. Igual no vamos a comer nada, ni salir, ni nada”. Está bien, pensó Ana, la piloteo. Pero, no pasaron muchos minutos hasta que de la boca de Ana salió un imperativo: “Frená en la primera estación de servicio que encuentres”. Dicho y hecho, una Shell de camino sirvió de oasis para su urgencia.

AAAANo era la primera vez que Ana iba a lo de Carlos pero, sí en esas condiciones. “Ana, Pedro. Pedro, Ana”. Pedro rápidamente entró en confianza: “Preparo unos tragos. Ana, ¿qué te preparo?”. Imagínense. “No. Nada. Gracias”. “Dale”, insistió el joven. “No, te juro que no tengo nada de sed”. Pedro trató, seguramente, de pasar por alto una respuesta tan incoherente como la que Ana acababa de darle, así que, tomando la iniciativa propia de cualquier hombre seguro de sí mismo y la del remador nato, le preparó un trago que Ana no pudo más que aceptar con una sonrisa forzada que era casi ruego de por favor Dios que pueda pasar del segundo trago. Pero no. Bastó con el primero para que el concierto interior empezara su sonata y Ana apartara el vaso rápidamente pero, con la mayor cortesía posible. “¿Tan feo estaba?”, quiso saber Pedro. “No. ¡Es que no tengo nada de sed!”, concluyó Ana. Idiota, no hay que tener sed para tomar cualquier otra cosa que no sea agua le habrá querido responder Pedro pero, nunca lo sabremos. “Paso al baño un segundo” fue lo único que mi amiga agregó para dar por terminada la conversación.
AAAAEl departamento era tipo loft y tenía dos baños: el toilette de abajo y el baño de arriba cuya puerta daba a una especie de balcón que miraba directamente al living, donde estaban ellos reunidos. Ana no lo dudó. Su única opción no era meterse -por supuesto- en un toilette diminuto pegado al lugar de reunión sino ir, lógicamente, al que estaba más alejado, al de arriba. Y ahí nomás enfiló para las escaleras cuando Carlos le dice “Pero, Ana, usá el toilette”. “No…” dijo Ana con cara de frescura. Y sin temor a quedar como una verdadera desubicada, remató canchera: “Voy al de arriba así conozco un poco”. Carlos no entendió –porque Ana ya conocía su departamento- pero, tampoco insistió.
AAAAUna vez arriba y con la urgencia que se le apersonaba se le presentó otro problema: la puerta del baño no cerraba porque la manguera del aire acondicionado que venía de afuera estaba desagotando en el bidet, sostenida por un par de libros pesados. No podía tener tanta mala suerte. Por algo no le gustaban las citas a ciegas. Ésta, definitivamente, era la peor de todas. ¿Qué iba a hacer? No tenía muchas opciones, y desgraciarse con la puerta sin cerrar dándole vía libre a los aromas y sonidos de tan escatológico espectáculo no era una, claramente. Así que, sin importarle demasiado las consecuencias, sacó los libros, los apoyó en el bidet y sacó la manguera del baño mientras contemplaba cómo se iba mojando todo el baño y el pasillo. Qué desgracia, por favor. Pero, bueno, ya habría tiempo para ocuparse de eso, ahora sólo quedaba cerrar la puerta y explotar como corresponde y en privado, tal como sucede cuando se padece dicho mal. Y, por si el hecho de que los libros en el bidet acabaran también por mojarse y la manguera que había quedado del otro lado mojando otro tanto no fueran problema suficiente, terminada la explosión de vergüenza, apareció otro más terrible aún: baño sin extractor, sin ventana y sin desodorante de ambiente. Ana quería llorar. Esa noche tenía que terminar ya mismo y con la mayor dignidad posible. Así que se quedó un rato en el baño; y como lo de ella es buscar soluciones, para matar dos pájaros de un tiro (secar los libros y sacar el olor) agarró un tomo con cada mano y empezó a apantallar tipo pájaro la realidad bochornosa que la rodeaba. Cuando consideró que seguir demorando el regreso sería sospechoso, se lavó un poco la cara y emprendió el regreso a la batalla. Porque esta noche, definitivamente, era una dura batalla dentro de la perpetua guerra que es su mal psicosomático.
AAAA“¿Pedimos pizza?” No. Si efectivamente esto requería de seguir guerreando, a diestra y siniestra. “¿Y si pedimos comida china?”, fue la contraoferta de Ana. “Bueno, ¿vos qué querés? ¿Arrolladitos?”, le preguntó Pedro. “No… con un arrocito –blanquito- está más que bien” dijo Ana tratando de parecer espontánea. “¿Con qué el arroz? ¿Con pollo, carne?”, inquirió Carlos. “No… solo está bien. Así nomás”. Si este Pedro era el amor de su vida no habría habido forma de registrarlo. Para Ana su presencia sólo remitía a un calificador: lo irremontable. De hecho, si no podemos describir a Pedro es simplemente porque dadas estas condiciones Ana no recuerda nada de él. Podría haber sido el mismísimo Brad Pitt o Frankenstein en persona que para ella era lo mismo. Gracias que recuerda su nombre para poder reponer en esta historia. De más está decir, también, que de ese arroz Ana no pudo más que comer dos o tres bocados.
AAAAAsí corrió la noche y mi amiga empalideciendo y sudando, y yendo y viniendo del baño con la mayor naturalidad y disimulo posibles, sacando siempre la manguera pero, cada vez con más destreza y ya sin mojar nada. Y cuando pensó que ¡por fin! había llegado la hora de ir a casa Carlos no tuvo mejor idea que la de proponer que fueran a tomar un café al Starbucks Coffee que acababa de abrir en Buenos Aires. ¿Es que pueden acaso los hombres ser menos perceptivos? ¿Pueden ser tan incapaces de leer las señales más evidentes? Ana miró a Sofía con ojos suplicantes y ya casi cara de traste pero, de nada sirvió porque los hombres no habían terminado de proponerlo que ya estaban emprendiendo la partida.
AAAAEl blanco natural de la piel de mi amiga ya había mutado en un tono verduzco medio mortuorio, quizá por deshidratación, quizá por el mal momento o, probablemente, por la suma de las dos cosas. No había aire acondicionado que sirviera. “¿Qué te compro?” Le preguntó Pedro con amabilidad. “Nada, gracias” respondió Ana ya importándole muy poco quedar como la más amarga del mundo frente a este chico que recién la conocía. “¿En serio? Dale…”, y pegó media vuelta y se fue al mostrador sólo para volver a los cinco minutos con dos vasos largos, larguísimos, de un café riquísimo de vainilla. Ana sonreía con esfuerzo, odio e incredulidad. “¿Para mí?”, dijo entre dientes, “Gracias…”. Pedro sonreía orgulloso de su caballerosidad hasta que, sorbido el primer trago, Ana se vio en la obligación de dejarlo, apartándolo. “¿Qué pasa? ¿Está feo? ¿No te gustó?” quiso saber Pedro. Ana ya no sabía qué responder y lo primero que le salió ya era frase repetida: “Es que no tengo nada de sed”. Lo menos que habrá pensado Pedro era que ella, efectivamente, era una idiota. Pero Ana estaba tan angustiada con su propio drama digestivo que poco le importaba la respuesta recurrente y exageradamente absurda. Pero, ¿qué más le podía decir? ¿“No, querido, sucede que estoy con una diarrea que apenas me deja respirar y hablarte”?
AAAANunca más. Nunca más Pedro, obvio. Y nunca más una cita a ciegas.

viernes, 18 de diciembre de 2009

My precious


“¡Vamos, Clementina! ¡Salí!” grité yo -dicen todos los que estaban en la sala de parto- en el último pujo con el que ella le mostró su cara al mundo, apareciendo entre mis piernas brillantes, peladas y temblorosas. Yo no lo recuerdo. Sólo recuerdo su cara preciosa, achatada por el envase que la contenía, sus ojos redondos e inquisidores que primero parecieron negros y como los de un extraterrestre que todo lo examina. Esa mirada me sedujo con un poder inconfesable. Era rosa, como mi mamá dice que yo era al nacer pero, ella pintada como de brea por el líquido meconial que casi arriesga su salud. Me miraba sabiéndose mía y sabiéndome suya. Un nuevo cordón se estaba creando a partir de esa mirada. Estaba calentita, tan calentita… Yo, que vivo con las manos frías, sentí ese calor de vida, de sangre corriente y corazón palpitante en el primer instante en el que la toqué, cuando la obstetra nos invitó a terminar de sacarla del canal de parto con nuestras propias manos; y lo confirmé cuando la recosté sobre mi pecho. Mi beba era fuerte, un torrente vida hacía bulla por su cuerpo y buscaba aprender a respirar allí, a escasos centímetros de mis labios que la buscaban, a escasos centímetros de mi corazón cuyos latidos ella buscaba. Nada más le importaba. Ni siquiera se inmutó cuando Sebastián le cortó el cordón y empezó a respirar por sus propios medios. Lo hizo con la mayor naturalidad. Pero, ni bien la agarraron para llevársela a control neonatal, todo el mundo se enteró de que la niña tenía un par de pulmones bien grandes y resonantes. Ahí supo que a partir de ese momento dejábamos de ser una para ser dos. Sólo se calmó cuando la pusieron limpita y cambiada en los enormes y acogedores brazos de su papá.
AAAALa vida cambia para siempre. Uno deja de ser uno para ser en el otro. Es la parte más preciada de tu cuerpo, esa que se te sale y se independiza físicamente. Es tu vida fuera de vos.

AAAAPasados los primeros meses que te sumen en la mayor confusión de emociones y sentimientos que pueda experimentar una mujer, fui comprendiendo cada vez más aquel comentario que hizo un profesor mío en mi primer año de carrera: “uno no entiende lo desequilibrado que es el amor de un hijo hacia un padre y de un padre hacia un hijo hasta que tiene uno propio”. Tal es así que sentí cierta vergüenza por lo pobre que resultaba, evidentemente, mi amor hacia mis padres, ése que yo creía inconmensurable por infinito. Pero, al mismo tiempo me sorprendí positivamente y como si recién ahora me enterara. Viví tantos años sin tener ni la menor idea de lo que me amaban mis papás, y ahora lo estaba descubriendo, como quien abre un regalo fabuloso que estuvo ahí envuelto muchísimos años, esperando el momento justo para ser desenvuelto. Me conmoví y se los agradecí, y mi relación con ellos también cambió para siempre. Y si yo sufro, les pido perdón por lo que a ellos les debe doler. Y pensar que ellos tuvieron cinco hijos: cuánto amor esparcido, repartido, alejado del propio cuerpo. Qué vértigo.

AAAAMi hija es un sol de un año y medio que camina copiando el paso del papá. Tiene el pelo negro y lacio y la piel bien blanca. Su mirada es la de un ángel de ojos entre grises, verdes y almendra: un color único e indefinido; y su sonrisa, capaz de comprar a cualquiera. Ella es puro dar, dar y dar. Le tira los brazos y toda su gracia a cualquiera que le sonría con sinceridad. Se muere por hablar y lo hace bastante bien. Pronuncia todo lo que con sus escasos recursos lingüísticos le es posible. También le gusta mucho cantar y bailar: tiene oído y ritmo. Casi en un susurro y muy de cerca le pido que me dé un beso y me apoya con amor la palma de la mano, de una suavidad aterciopelada, en mis labios; le pido que me haga mimitos y con la misma palma y cierto canturreo lírico y sonreído me acaricia la cara, como si yo fuera su tesoro más preciado.
AAAAEn cierta ecografía de los últimos meses la miré de frente y le dije a Sebastián: “mirá qué cachetona, la gorda”. No me equivoqué. No sólo no se le fueron los cachetes sino que al paso vertiginoso del crecimiento de los primeros meses de vida, éstos fueron in crecendo y a la fecha resultan un manjar imposible de resistir.
AAAASu sola existencia llena de sentido mi vida. Es muy difícil decir estas cosas y que no parezca un cliché. Algo tan simple como ir caminando, estirar mi mano y que ella me acerque la suya rolliza y bien abierta hace fiesta en mi corazón. Es el amor correspondido por excelencia. Sobretodo a esta edad. Es un amor que brota, que desborda, que galopa y que hace nido en el alma las veinticuatro horas del día. Y dicen que con los años aumenta, me cuesta imaginar cómo. Me cuesta imaginar dónde me entraría.
AAAAFísicamente, es igual al papá, preciosa por donde se la mire. Y, para colmo, cualquier gen mío que pueda manifestarse en su cuerpo hace que parezca más hija de cualquiera de mis cuatro hermanos que mía. Pero, de personalidad, Dios mío, es digna hija de su madre.
AAAAClementina. Así se llama. ¿Ya lo dije? Sí, ya lo dije. Lo que no dije es que así se llamó desde siempre. Muchos años antes de llegar, yo ya la presentía y la sabía, en el cuerpo y en el alma. Sabía que vendría, sabía que su esencia volaba por el universo esperando su momento de ser concebida para, nueve meses más tarde, convertirse en una explosión de vida en el mundo.
AAAALa primera palabra que dijo fue “mamá”. Y desde ese momento, cada vez que pronuncia mi nombre, ese sonido me hace de nuevo, me devuelve el ser.
AAAATener un hijo es renunciar a uno. Es dejar de ser egoísta para ser y vivir por el otro, para procurarle las armas y recursos necesarios para encarar la maravilla de vivir y poder hacerlo de la manera más sana y agradable que sea posible, ayudándolos a lograr tener la vida que quieran tener, ésa que los acerque más y más a la felicidad, si tal cosa existe. Es amanecer cada día y agradecer el regalo de eso nuevo que aprendió y te quiere mostrar. Ver cómo esa personalidad única va tomando forma, sustancia y consistencia. Es reconocer en esa persona que el amor existe y es capaz de crear lo más hermoso, lo más perfecto, lo más conmovedor.
AAAAY todo lo que falta por vivir, por ver, por sorprenderme, por agradecer y –claro- por sufrir; porque, como dice Serrat “nada ni nadie puede impedir que sufran” y si hay algo peor que el sufrimiento de un hijo, probablemente esto sea el sufrimiento de un padre, que daría cualquier cosa por hacer propio su dolor, sólo por evitárselo, sólo por calmarlo mínimamente.
AAAATodo lo que se entendía por vida cambia para siempre. Lo que le daba sentido a nuestra existencia cambia para siempre. Cargamos con el peso de no querer equivocarnos pero, seguramente lo haremos porque, nadie es perfecto. Pero, van a ser estos errores también los que forjen su carácter y los vayan esculpiendo como los seres únicos que son. Por eso, Clemen, te pido perdón de antemano por todos los errores que voy a cometer como madre y como persona. Porque yo sí, hijita, soy un conglomerado de imperfecciones pero, para cuando puedas leer esto, seguramente también ya habrás notado que tu mamá es –por sobre todas las cosas- un conglomerado de amor. Amor por la vida, amor por los suyos y amor por todo lo que sea digno de ser amado.

viernes, 11 de diciembre de 2009

Romances fugaces

Duran instantes. Van y vienen. Son intensos pero, por sobre todas las cosas, fugaces. Nadie los nota, sólo los protagonistas. Generalmente se dan en el marco de un viaje en subte, en tren o en colectivo. En taxi no porque casi siempre uno se sube solo y, salvo que el tachero sea un inconciente, éstos suelen manejar mirando para adelante. Son esos romances que hacen de un viaje algo distinto, algo para contar o no.
AAAAUno se sienta (si tiene suerte) y cata en una suerte de searching file. Cata, cata, cata y cata hasta que da con lo que busca: file found. Un joven, de no más de entre treinta y cuarenta años, más bien atractivo, más bien del palo de uno y, sobretodos las cosas, sin cara de psicópata degenerado. Si no es así, no gusta ni sirve para tan corto romance. Y ahí empieza la ceremonia de la energía que sale de la mirada directamente dirigida hacia aquél; energía que atrae con una fuerza similar a la de gravedad. Y ahí llega, ahí aparece el primer toque que da inicio a un contrapunto delicioso de miradas que suben y bajan, bajan, suben, se tocan, se separan e intercalan con sonrisas contenidas y disimuladas sólo para volver a subir los ojos y volver a bajar los párpados hasta que uno de los dos se pone de pie, sencillamente porque llega su parada y con ella, el fin del romance.
AAAADos veces -en mi soltería- romances como éstos tuvieron la intención de cruzar los límites de lo fugaz, de lo pasajero para poner el pie del otro lado del espejo, allí en la realidad misma. Y así sucedió:

AAAAEl San Martín en Palermo venía tan lleno como puede venir sólo cualquier día de la semana al mediodía. Casi todos los asientos estaban ocupados pero, con uno o tres disponibles por los que hay que correr para conseguir al mejor estilo “juego de la silla”, sobretodo si tu viaje es de más de cuarenta minutos. Así logré sentarme y sacar a mi amadísimo Dostoievski (sí, lo recuerdo bien: era Humillados y ofendidos lo que estaba saboreando en aquella ocasión). Pero, no tardé mucho en sentir esa energía que venía de enfrente, no de inmediatamente enfrente sino de un poco más allá, y respondí la gentileza. Ahí estaba él, mi compañero de viaje, ése con el que tendría un romance fugaz de miradas, desde Palermo hasta Bella Vista o hasta donde fuera que él se bajara, si lo hacía antes que yo. Era morocho, de tez clara y unos increíbles ojos negros grandes enmarcados en pestañas igualmente negras y singularmente tupidas. Sonrisa tímida y forzosamente disimulada. Bajé la mirada y volví a mi lectura. Cuando estas cosas pasan, uno no termina de entender hasta qué punto son reales o hasta qué punto no es la romántica imaginación de una la que le otorga una categoría de la que verdaderamente carece. Así que, como expliqué antes, los cuarenta y cinco minutos que duró mi viaje, fue un sube y baja constante de miradas cortitas, sonrisas contenidas, más miradas cortitas y más sonrisas contenidas. La lectura quedó más dispersa y entrecortada que de costumbre. Pero, ya lo dije, podía ser mi imaginación, así que, llegados a Bella Vista, me bajé y lo miré con descaro desde afuera sólo para confirmar el romance, y ahí nomás la sonrisa se volvió amplia, mutua y evidente. Yo tenía razón, mis percepciones siempre son correctas. No hay nada que hacer. Y con clara sonrisa dibujada en mi cara, sólo por mi triunfo perceptivo, casi me dio un infarto cuando vi al muchacho aparecer de súbito frente a mí en el andén. No me dijo nada, sólo estiró su mano con un papel hacia la mano que me quedaba libre -la que no sostenía el libro- y empezó a correr para volver a subir al tren que ya estaba andando otra vez. Me quedé un rato paralizada, presa de la mayor incredulidad. La fugacidad del romance había cruzado un límite para mí impensado. Y en el papel, con franca letra de varón, se dibujaba un Daniel seguido de un número de teléfono cuya cantidad de cifras revelaba la larga distancia. No pude menos que sonreír, sonreír y sonreír por el halago. Todo el camino a casa lo hice sonriendo. Pero, también en el camino perdí el papelito. Y no por accidente, sino porque mi percepción así me lo indicaba; ésta ve con claridad qué historias deben seguir y cuáles terminar.

AAAAEl segundo romance fue en el subte. En la línea A, para ser exactos. En uno de esos vagones antiquísimos que más que circular por todo Once tendrían que estar en exposición en un museo. Esos vagones parecen verdaderos camarotes de lo que alguna vez fue el Titanic. Ahí estaba yo, yendo a visitar a mi hermano Joaquín al sanatorio Dupuytren, donde acababa de ser operado para ponerle no sé cuántos clavos en el tobillo derecho que se había destrozado jugando al fútbol; y en observación detallada del ornato del vagón se coló la imagen de otro joven morocho, alto, buen mozo pero bastante menos tímido que el anterior. Las miradas eran locuaces. Era invierno y yo tenía una linda pollera acampanada azul marino de pana larga a media caña, botas largas marrones y un ceñido sweater polera blanco con un pañuelo bufanda que iba degradando sus tonos de un azul similar al del la pollera, a un celeste cielo y luego a un blanco níveo sólo para volver de golpe al azul inicial. El pelo lo tenía largo y recogido y en mi hombro derecho, como de costumbre, un bolso de cuero marrón bien combinado con las botas. Si en esa ocasión me acompañaba un buen libro, no lo puedo recordar seguramente porque la realidad superó cualquier ficción. Él portaba el traje del trabajo, asumo porque era esa hora, la de salida del trabajo. Así estuvimos a veces con más a veces con menos disimulo mirándonos y sonriendo. Hasta que bajamos. Sí, bajamos en la misma estación. Pero, acorde a mis principios del romance fugaz, rápidamente me filtré y me escurrí entre la multitud.
AAAAFui a visitar a mi hermano tal y como lo tenía planeado. No fue larga la visita pero, tampoco de cinco minutos. Como sea, mi papá me había pedido que me llevara a Bella Vista uno de los autos de casa que estaba estacionado a una cuadra. Cuando empiezo a caminar por la vereda siento que un auto me sigue a un ritmo preocupantemente lento y demasiado cerca de la vereda. Miré de soslayo y sí, efectivamente me estaban siguiendo pero, mi susto no pudo ser mayor cuando escuché que el conductor me hablaba o hablaba. No sabía si realmente era a mí a quien se dirigía pero, ante la duda, yo aceleré mis pasos y con ellos el auto aceleró su marcha. La voz era cada vez más fuerte. Entonces, me cansé, junté coraje y viré para ver de qué se trataba eso. Sí, señores, era el joven del subte. El mismísimo muchacho con el que había tenido un romance fugaz. Simplemente no lo podía creer. Me acerqué un poco y le pregunté qué hacía, a lo que respondió: “Nada, te seguí un rato a ver adónde ibas y cuando te vi entrar al sanatorio fui a mi casa a buscar el auto y vine a esperarte, a ver si tenía suerte. ¡Y la tuve!”. Ah, mirá vos… pensé yo. Este chico está más loco que yo. “¿Podemos tomar un café?” Y, bueno, la verdad es que sentí que era el menor premio que merecía el caballero por el esfuerzo. “Está bien pero, no pretendas que me suba a tu auto” le dije sincera y agregué: “Yo tengo el auto acá en la esquina, seguime y frenamos en la Shell a tomar un café.
AAAANo me pregunten de qué hablamos porque sólo recuerdo que tenía un Nextel donde quiso en vano agendar mi teléfono. Y no por esto de que esos romances nacen y mueren en el subte sino porque en el hilo de la conversación resultó ser que el Don Juan tenía novia. “¿Y qué estás haciendo persiguiendo con el auto a una chica que viste en el subte y con la que no cruzaste ni media palabra?” No me supo responder, sólo me preguntó una y otra vez por qué no le quería dar mi teléfono, y yo una y otra vez le respondí que porque tenía novia; y él argumentó con desacierto: “Pero a mí no me importa” y yo concluí “Justamente, lo que a mí sí me importa es que a vos no te importe”. Debe haber pensado que resulté un chasco, una amarga o mojigata. No sé, la verdad me da igual porque, como dije antes, mi percepción no falla y lo que había hecho ese señorcito, con o sin novia, no sería más que una buena anécdota para recordar y sobre la cual alguna vez escribir.

viernes, 4 de diciembre de 2009

Babel

Creo que el de la torre de Babel es uno de los relatos bíblicos que más me marcó o impresionó en la infancia. No sé si por la altura de la torre, si por la cantidad de gente trabajando en ella, si por el deseo natural de querer llegar bien, bien alto (yo de chica soñaba seriamente con una escalera muy, muy larga que me llevara al directo al cielo, porque me costaba mucho entender que éste fuera infinito) o por la ira de Dios expresada en todo su esplendor castigando tal acto de soberbia haciendo que de pronto, en lo que era un trabajo conjunto y en comunidad, la gente empezara a hablar cada uno un idioma distinto. Sí, definitivamente, lo que más me impactó fue la ira divina y su expresión. ¿Por qué no los fulminaba a todos de un rayazo al mejor estilo Zeus y listo? ¿Por qué así? Ni idea. La lengua, la palabra es algo que llamó mi atención desde muy chica y ese relato me dejó muy en claro que la comunicación es la base de todo. Entender y hacerse entender resulta un privilegio que jamás habría que subestimar.

AAAAMi propio Babel lo viví en Italia, a los veintiún años y de viaje con Belu Dotras, con quien tuve una de las mejores amistades que pueda abrazar entrañablemente el recuerdo. Fuimos amigas hippies inseparables durante algunos años de la post adolescencia, ésos de la facultad de Historia en mi caso y de Bellas Artes en el suyo. Compartíamos muchos gustos en común y dos personalidades que se adaptaban con la misma naturalidad con la que el sol nace y se esconde cada día, incluso los nublados. Los años y las tendencias nos fueron separando pero, ésa es otra historia que, igualmente, no opaca en lo más mínimo tantos años de luminosidad.
AAAAPor esos días la plata que yo ganaba trabajando de secretaria en un estudio jurídico era puro ahorro o caprichos. No tenía más gastos que aquello que se me pudiera antojar porque, obvio, todavía vivía con los viejos. Así que no sé exactamente cómo fue que, entre guitarras y pinceles, con Belu se nos ocurrió tramar un viaje a Italia. A las dos nos fascina agarrar los petates y volar, encontrarnos con nuevas gentes, nuevas lenguas o cualquier cosa que pueda inspirar unas líneas o un lienzo en blanco. Nos sorprendemos con la misma facilidad que un niño el día de su cumpleaños así que, la idea del viaje resultó por demás apetecible y, créanme, no nos sentimos defraudadas.
AAAAClaro que salimos en condición de mochileras porque, aunque mi sueldo tenía valor dólar y yo lo ahorraba entero bien escondido dentro de las medias enrolladas, tampoco daba para ningún cuatro estrellas. Y lo que empezó como un delirio, muy de a poco y a fuerza de puro deseo, se fue convirtiendo en realidad.

AAAAEl viaje fue fantástico. Como ya anticipé nos complementábamos a la perfección. A mí me gusta mandonear y a Belu le gusta que la lleven, así que yo pelaba mapa, guía y armaba todo el cronograma que a ella siempre le parecía perfecto. Belu tiene un sentido del humor muy particular que a mí me roba carcajadas cada dos minutos; tiene una forma de quejarse y de putear que a mí descose totalmente y ella, que no es de mucho reír, también es altamente susceptible a mis salidas desconcertantes. Así, con un italiano por demás improvisado, inventado y hablado de oído y sentido de la lógica, empezamos a desplazarnos por toda Roma, nuestro primer destino. Por pasarnos de argentinas vivas, terminamos pagando una multa en un bondi de centomile lire (cincuenta dólares en ese entonces) que nos achicó notablemente el bolsillo comedido pero, por supuesto, nuestros padres previendo cualquier contratiempo (aunque seguro no el de tanta estupidez), nos hicieron una extensión de sus tarjetas de crédito que, obviamente terminamos usando.
AAAAEl primer traslado era Roma – Sicilia. Qué miedo, por Dios. Sicilia es una ciudad hermosa por demás y dueña del cielo más azul pero, bastante pobre y conocida como la cuna de la mafia. No tardamos dos minutos en darnos cuenta de que la cosa allí no sería sencilla. Tal es así que viajamos en tren desde Roma toda la noche en un camarote con un flaco que acabó por robarme la tarjeta de crédito mientras dormía hecha un bollo que, por un descuido y una mal hábito adquirido que todavía no pierdo, yo había dejado en el bolsillo de atrás de mi pantalón. En Sicilia no había Hostels, nuestro lugar oficial para pasar las catorce noches tipo colimbas. Pero, tan santiguadas nos había dejado el hurto que, para pasar la amargura, Belu sacó su tarjeta y nos pagamos una noche de hotel como la gente: baño privado, toallas limpias, camas mullidas y sin bolsa de dormir. Lo que estaba decidido era que, así como habíamos llegado, al día siguiente nos iríamos a Florencia. No podíamos ni caminar por la calle del miedo que metía la “sensación de inseguridad”.
AAAAY así fue. A primera hora de la mañana del otro día fuimos a la Terminal a sacar dos boletos de ida a Florencia pero, el tren salía recién a la noche, así que, de nuevo a dormir en el tren. Y, en esa travesía, mi Babel personal.

AAAANos subimos al vagón que indicaba el boleto. Nos alegramos de que estuviera vacío y acomodamos las enormes mochilas adornadas con bolsas de galletitas algunas, y de ropa sucia las otras, en los maleteros de más arriba, siempre con candado por si algún amigo de lo ajeno se colaba como ninja para agarrarlas en el medio de la noche. Todo iba fenómeno. Los viajes en tren por parajes desconocidos se disfrutan de una forma particular. El ronroneo de las ruedas contra los rieles y el paisaje absolutamente virgen a los ojos que lo miran por primera vez pasando a gran velocidad, como esas películas que nos fascinan, representan uno de esos tantos instantes que se desean retener en el alma y en la memoria. El sol se estaba poniendo a mi izquierda y los tonos anaranjados impregnaban de calidez tan crudo invierno. Con Belu compartíamos cada una el auricular de un discman donde no podía sonar otra cosa más que Revolver de los Beatles: “…And in her eyes you see nothing, no sign of love behind the tears, cried for no one, a love that should have lasted years…”. Casi no hablábamos, estábamos cansadas y simplemente disfrutando del instante inolvidable que vivíamos cuando el boletero toca la puerta con esa especie de abrochadora de aluminio que usan para timbrar los tickets. Le abrimos y nos pidió los boletos. Ahí nomás se los di y puso una cara rarísima que no nos gustó ni un poco. “Non parlo italiano” me disculpé, lo que pronunciado en esa lengua que decía no hablar resultaba una gran contradicción. Por lo que le pude entender el problema era que nuestros boletos no eran para viajar en camarote y pasar la noche. Eran boletos comunes, unos más baratos. No podíamos estar ahí ni dormir en el tren. Se imaginan mi cara: “Que facemos?” le pregunté tratando de disimular mi italiano más primitivo que el de un etrusco. Y, repito, por lo que le pude entender, me dijo que llegados a Messina -sí, a ese estrecho que une la botita que es la península italiana con la isla triangular que es Sicilia- me bajara en la estación y que en la boletería del anden número cinco pagara la diferencia y listo. No parecía muy complicado. ¿Cuán distinto podía ser de eso de bajarme a los pedos en Morris, como tantas veces lo había hecho, para sacar el boleto que no llegaba a sacar en Bella Vista sin perder el tren? El cálculo siempre me había salido perfecto: elegir el vagón que, frenado el tren, queda justo enfrente de la ventanilla de la boletería, bajar casi antes de que frene, pagar con la plata justa para no esperar el vuelto y subir de nuevo casi con el tren en movimiento. No, no podía ser tan distinto. A las nueve de la noche me dijo que estaríamos llegando, que estemos atentas, que no nos quedemos dormidas.
AAAAY a las nueve cero uno llegamos. El tren, que había tenido el tupé de viajar a más de doscientos kilómetros por hora, ahora aminoraba la marcha y frenaba en el medio de la nada misma impregnada de olor a frío y sal marina. Belu ni lo dudó: “Obvio que vas vos”. Yo tragué saliva y le respondí seria: “Obvio…”. El paisaje era espeluznante por donde se lo mirara y como viajábamos en el último vagón, eso de quedar frente a la ventanilla no pudo ser. Es más, ni siquiera había ventanilla. No había nada más que un andén a la derecha y pura negrura a la izquierda. Sólo una estación de tren fantasma y, a lo lejos, una lámpara que luchaba por mantenerse encendida, con pretenciones de volver un poco menos desolador ese paisaje fuliginoso. No sé cuántos grados bajo cero harían pero, con mis manos heladas manoteé el gamulán, los boletos, la plata necesaria, un coraje que claramente me falta y me bajé a los tiros porque el tiempo corría pero, no sin antes decirle a Belu con firmeza: “Por nada del mundo dejes que este tren se vaya sin mí, por favor”. Belu asintió con la cara y con la palabra: “¿Adónde puedo ir sin vos? Me pongo a llorar. Este tren no se mueve”. “Okay, sólo te pido una cosa: si ves que arranca y yo no llegué, colgate con alma y vida del freno de emergencia”.
AAAALas pulsaciones arriba de ciento treinta o ciento cuarenta, seguro. Mientras avanzaba, casi corriendo y las piernas se me acalambraban del miedo, le preguntaba a los pocos que se me cruzaban dónde estaba la boletería y me indicaban sempre dirito. ¿Por qué los tantos responden siempre lo mismo a cualquier pregunta locativa? Efectivamente, derecho al fondo había unas escaleras que, bajándolas te conducían a la ventanilla pero, no puedo explicar el trecho largo que era ése. Tenía menos de dos minutos y yo recién bajaba las escaleras que eran como las de un subte en plena madrugada de estado de sitio. Me agarró pánico, ése, el de verdad. No veía ninguna boletería y empecé a escuchar el silbato del tren. ¡Mierda! Este tren se va y yo me quedo acá varada. El tren volvía a silbar con más y más fuerza y el ruido del motor arrancado amenazaba mis pocos restos de compostura. Me quedo, me quedo me decía a mí misma y empecé a correr, a rezar y a subir los escalones de a dos, y la imagen, a cada zancada de elevación, iba ampliando de a poco su forma apaisada y mostrándome el cuadro que, ya presentía, sería la ilustración perfecta de mi papelón.
AAAATodas las cabezas del tren lleno, sin distinción, afuera de las ventanillas mirando quién sería la idiota pasajera perdida. “Signorina, signorina!” grita señalándome el chancho que me había mandado a hacer la travesía, tal y como si se le hubiera aparecido la mismísima Virgen María. Toda la vergüenza del mundo estaba reunida en mi escaso metro casi sesenta y si el rojo no se me trasladó al pelo eso fue sólo por razones de impedimento químico. Empecé a correr como para no retrasar más al resto de los pasajeros. Entendí que el buen hombre me preguntó que qué carajo estaba yo haciendo allá abajo y, con mi italiano salvaje y tartamudo traté de explicárselo, a lo que él me dijo -en un italiano tan claro que se volvió casi castellano-: “Anden número cinco no, signorina, ¡vagón número cinco!”. Qué lo parió… Me lo señaló, me acompañó, pagué los boletos y cuando vuelvo a mi vagón la encuentro a Belu con una mano agarrando el cordel del freno de emergencia y con la otra a punto de acogotar a otro chancho recientemente amenazado de muerte en un castellano fluido y lleno de palabras non sanctas.
AAAATal como en el relato bíblico, los detalles y las sutilezas del idioma pueden hacer estragos y cambiar el rumbo de cualquier historia. Por suerte para mí estaba con Belu, quien temía más por quedarse sin guía y GPS llorando sola en las escalinatas de una iglesia milenaria, que por quedarse sin una buena amiga. Lejos, la mejor dupla.