viernes, 11 de diciembre de 2009

Romances fugaces

Duran instantes. Van y vienen. Son intensos pero, por sobre todas las cosas, fugaces. Nadie los nota, sólo los protagonistas. Generalmente se dan en el marco de un viaje en subte, en tren o en colectivo. En taxi no porque casi siempre uno se sube solo y, salvo que el tachero sea un inconciente, éstos suelen manejar mirando para adelante. Son esos romances que hacen de un viaje algo distinto, algo para contar o no.
AAAAUno se sienta (si tiene suerte) y cata en una suerte de searching file. Cata, cata, cata y cata hasta que da con lo que busca: file found. Un joven, de no más de entre treinta y cuarenta años, más bien atractivo, más bien del palo de uno y, sobretodos las cosas, sin cara de psicópata degenerado. Si no es así, no gusta ni sirve para tan corto romance. Y ahí empieza la ceremonia de la energía que sale de la mirada directamente dirigida hacia aquél; energía que atrae con una fuerza similar a la de gravedad. Y ahí llega, ahí aparece el primer toque que da inicio a un contrapunto delicioso de miradas que suben y bajan, bajan, suben, se tocan, se separan e intercalan con sonrisas contenidas y disimuladas sólo para volver a subir los ojos y volver a bajar los párpados hasta que uno de los dos se pone de pie, sencillamente porque llega su parada y con ella, el fin del romance.
AAAADos veces -en mi soltería- romances como éstos tuvieron la intención de cruzar los límites de lo fugaz, de lo pasajero para poner el pie del otro lado del espejo, allí en la realidad misma. Y así sucedió:

AAAAEl San Martín en Palermo venía tan lleno como puede venir sólo cualquier día de la semana al mediodía. Casi todos los asientos estaban ocupados pero, con uno o tres disponibles por los que hay que correr para conseguir al mejor estilo “juego de la silla”, sobretodo si tu viaje es de más de cuarenta minutos. Así logré sentarme y sacar a mi amadísimo Dostoievski (sí, lo recuerdo bien: era Humillados y ofendidos lo que estaba saboreando en aquella ocasión). Pero, no tardé mucho en sentir esa energía que venía de enfrente, no de inmediatamente enfrente sino de un poco más allá, y respondí la gentileza. Ahí estaba él, mi compañero de viaje, ése con el que tendría un romance fugaz de miradas, desde Palermo hasta Bella Vista o hasta donde fuera que él se bajara, si lo hacía antes que yo. Era morocho, de tez clara y unos increíbles ojos negros grandes enmarcados en pestañas igualmente negras y singularmente tupidas. Sonrisa tímida y forzosamente disimulada. Bajé la mirada y volví a mi lectura. Cuando estas cosas pasan, uno no termina de entender hasta qué punto son reales o hasta qué punto no es la romántica imaginación de una la que le otorga una categoría de la que verdaderamente carece. Así que, como expliqué antes, los cuarenta y cinco minutos que duró mi viaje, fue un sube y baja constante de miradas cortitas, sonrisas contenidas, más miradas cortitas y más sonrisas contenidas. La lectura quedó más dispersa y entrecortada que de costumbre. Pero, ya lo dije, podía ser mi imaginación, así que, llegados a Bella Vista, me bajé y lo miré con descaro desde afuera sólo para confirmar el romance, y ahí nomás la sonrisa se volvió amplia, mutua y evidente. Yo tenía razón, mis percepciones siempre son correctas. No hay nada que hacer. Y con clara sonrisa dibujada en mi cara, sólo por mi triunfo perceptivo, casi me dio un infarto cuando vi al muchacho aparecer de súbito frente a mí en el andén. No me dijo nada, sólo estiró su mano con un papel hacia la mano que me quedaba libre -la que no sostenía el libro- y empezó a correr para volver a subir al tren que ya estaba andando otra vez. Me quedé un rato paralizada, presa de la mayor incredulidad. La fugacidad del romance había cruzado un límite para mí impensado. Y en el papel, con franca letra de varón, se dibujaba un Daniel seguido de un número de teléfono cuya cantidad de cifras revelaba la larga distancia. No pude menos que sonreír, sonreír y sonreír por el halago. Todo el camino a casa lo hice sonriendo. Pero, también en el camino perdí el papelito. Y no por accidente, sino porque mi percepción así me lo indicaba; ésta ve con claridad qué historias deben seguir y cuáles terminar.

AAAAEl segundo romance fue en el subte. En la línea A, para ser exactos. En uno de esos vagones antiquísimos que más que circular por todo Once tendrían que estar en exposición en un museo. Esos vagones parecen verdaderos camarotes de lo que alguna vez fue el Titanic. Ahí estaba yo, yendo a visitar a mi hermano Joaquín al sanatorio Dupuytren, donde acababa de ser operado para ponerle no sé cuántos clavos en el tobillo derecho que se había destrozado jugando al fútbol; y en observación detallada del ornato del vagón se coló la imagen de otro joven morocho, alto, buen mozo pero bastante menos tímido que el anterior. Las miradas eran locuaces. Era invierno y yo tenía una linda pollera acampanada azul marino de pana larga a media caña, botas largas marrones y un ceñido sweater polera blanco con un pañuelo bufanda que iba degradando sus tonos de un azul similar al del la pollera, a un celeste cielo y luego a un blanco níveo sólo para volver de golpe al azul inicial. El pelo lo tenía largo y recogido y en mi hombro derecho, como de costumbre, un bolso de cuero marrón bien combinado con las botas. Si en esa ocasión me acompañaba un buen libro, no lo puedo recordar seguramente porque la realidad superó cualquier ficción. Él portaba el traje del trabajo, asumo porque era esa hora, la de salida del trabajo. Así estuvimos a veces con más a veces con menos disimulo mirándonos y sonriendo. Hasta que bajamos. Sí, bajamos en la misma estación. Pero, acorde a mis principios del romance fugaz, rápidamente me filtré y me escurrí entre la multitud.
AAAAFui a visitar a mi hermano tal y como lo tenía planeado. No fue larga la visita pero, tampoco de cinco minutos. Como sea, mi papá me había pedido que me llevara a Bella Vista uno de los autos de casa que estaba estacionado a una cuadra. Cuando empiezo a caminar por la vereda siento que un auto me sigue a un ritmo preocupantemente lento y demasiado cerca de la vereda. Miré de soslayo y sí, efectivamente me estaban siguiendo pero, mi susto no pudo ser mayor cuando escuché que el conductor me hablaba o hablaba. No sabía si realmente era a mí a quien se dirigía pero, ante la duda, yo aceleré mis pasos y con ellos el auto aceleró su marcha. La voz era cada vez más fuerte. Entonces, me cansé, junté coraje y viré para ver de qué se trataba eso. Sí, señores, era el joven del subte. El mismísimo muchacho con el que había tenido un romance fugaz. Simplemente no lo podía creer. Me acerqué un poco y le pregunté qué hacía, a lo que respondió: “Nada, te seguí un rato a ver adónde ibas y cuando te vi entrar al sanatorio fui a mi casa a buscar el auto y vine a esperarte, a ver si tenía suerte. ¡Y la tuve!”. Ah, mirá vos… pensé yo. Este chico está más loco que yo. “¿Podemos tomar un café?” Y, bueno, la verdad es que sentí que era el menor premio que merecía el caballero por el esfuerzo. “Está bien pero, no pretendas que me suba a tu auto” le dije sincera y agregué: “Yo tengo el auto acá en la esquina, seguime y frenamos en la Shell a tomar un café.
AAAANo me pregunten de qué hablamos porque sólo recuerdo que tenía un Nextel donde quiso en vano agendar mi teléfono. Y no por esto de que esos romances nacen y mueren en el subte sino porque en el hilo de la conversación resultó ser que el Don Juan tenía novia. “¿Y qué estás haciendo persiguiendo con el auto a una chica que viste en el subte y con la que no cruzaste ni media palabra?” No me supo responder, sólo me preguntó una y otra vez por qué no le quería dar mi teléfono, y yo una y otra vez le respondí que porque tenía novia; y él argumentó con desacierto: “Pero a mí no me importa” y yo concluí “Justamente, lo que a mí sí me importa es que a vos no te importe”. Debe haber pensado que resulté un chasco, una amarga o mojigata. No sé, la verdad me da igual porque, como dije antes, mi percepción no falla y lo que había hecho ese señorcito, con o sin novia, no sería más que una buena anécdota para recordar y sobre la cual alguna vez escribir.

5 comentarios:

  1. Mirala a Pilita sacando a pasear su encanto por los medios de transporte... Fundamental tener una buena percepción, porque podés encontrarte con cada personaje por ahí...

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  2. Pili!!! Hace tanto que no nos vemos! Pero leo tus recuerdos y te reconozco en cada palabra. Me encantan tus escritos. Hablemos pronto, dale? Besote, Euge M.

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  3. Jajajaj, amiga mía!, cómo no sabía yo esas historias?? Tal vez mi mala memoria... El otro día un tachero, al verme entrar con un sandwich de carne al auto, y después que yo le ofreciera la mitad me dijo: No se si comer el sandwich o comerte a vos. Me enojé tanto como cuando en la obra algún muchacho se pasa de la raya... jejejej, besossss Pilita! Vicky SC

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  4. Vi, qué buena historia la del tacho y los obreros!! Aplican perfecto para mi blog... Después te pido detalles.

    Euge, qué lindo tener noticias tuyas, y saber que me leés me hace sentirnos menos lejos! Te mando un tx para juntaron a tomar un café largo, largo...

    EDS, ¿quién sos? ¿No serás mi exalumno Eduardo Scazziotta, no? Si lo sos, genial, me enanta saber que al menos leés "algo". Jajaja...

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  5. muy bueno!!! :) .... qué sería de la vida sin esos romances secretos???

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