martes, 29 de diciembre de 2009

Noche escatológica

Era un día de pileta cualquiera. Ésos de sábado de relajo, más cerca de fin de año que de mediados de enero o febrero. Ésos en los que las chicharras son música obligada entre los arbustos y el sol quema pero no mata, y el agua refresca pero no congela.
AAAAAna, otra de mis amigas solteras que no es Rita, estaba junto Sofía, una ex compañera de facultad, cuando esta última le propone salir con Carlos, su novio, y un amigo. Ana no tenía nada mejor que hacer pero, las citas a ciegas lejos están de ser lo que más le divierten en el mundo. “Dale… Algo tranqui. Pedro es un pibe divino y muy buena onda. La vamos a pasar bien.”
AAAAClaro que la iban a pasar bien, porque si hay algo que Ana no tiene es problema alguno para socializar. Es imposible pasarla mal en cualquier tipo de reunión en la que ella esté presente. Es más, todavía no me explico cómo es que está soltera. Si hay algún hombre por ahí que esté buscando una buena mujer, joven, linda, divertida, autosuficiente, bastante loca y muy inteligente, contáctese conmigo que rápidamente le presento a mi gran amiga, Anita Risso.
AAAAAna es flaquita y chiquita. Tiene las pestañas tupidas y unos enormes ojos negros que hablan un lenguaje propio. Llora con pudor y se ríe con facilidad y afectación, tanto que las más de las veces suele taparse la boca para hacerlo, como si le diera vergüenza tremenda carcajada o como si algo de todo lo que tiene adentro no pudiera salir con absoluta espontaneidad. Es una gran conversadora: todo lo que dice es interesante ya sea por inteligente, por absurdo o por ridículo, siempre es un placer compartir con ella una momento cualquiera. Es tan responsable como desordenada, tan reflexiva como hiperactiva. No para un minuto y ella misma padece esta característica de su personalidad que se le impone con una fuerza que casi siempre la vence.
AAAATuvo una o dos parejas muy estables con las que pasó muy buenos momentos pero, la seguridad que un alma tan insegura necesita ninguna relación se la pudo dar. La certeza que elimina la duda de si será o no no apareció aún y, por lo tanto, aquí está Anita formando parte de mi elenco estable de amigas solteras a la espera de buenos hombres que las merezcan. De lo que no hay dudas es de que, en la espera, juntan y juntan historias para divertirnos y para yo poder transcribir.

AAAAAsí fue como, con la premisa de una salida “tranqui” pero divertida, partieron las dos hacia la casa de Carlos. Pero, no había pasado ni la mitad del viaje cuando a Ana se le encendieron las que ella reconoce como “las alarmas evidentes de lo inevitable”. Claro, entre sus muchas marcas de unicidad omití contar una -para nada elegante- de la que pocos sabemos y que hace años, años y años la acompaña: mi amiga Ana sufre de colitis crónica. No hay una forma más suave de decirlo. Vistió en vano cuanto médico más o menos relacionado con el aparato digestivo pueda existir y, por supuesto, ninguno encontró la causa de tan incómodo mal. Todos estuvieron de acuerdo en que se trata de algo psicosomático. Así, cualquier situación atípica que ponga mínimamente a prueba sus nervios puede ser disparador de tal manifestación incontrolable, siempre inoportuna y que la deja en el primer biorsi de paso con una frecuencia inusitada. Pero para ella esto es algo tan común que ya adaptó su cotidianeidad a las molestias que tal situación necesariamente ofrece.
AAAA“Sofi, me siento un poco mal. La panza. La panza me hace ruido”, le advirtió Ana. “Bueno, no te preocupes. Igual no vamos a comer nada, ni salir, ni nada”. Está bien, pensó Ana, la piloteo. Pero, no pasaron muchos minutos hasta que de la boca de Ana salió un imperativo: “Frená en la primera estación de servicio que encuentres”. Dicho y hecho, una Shell de camino sirvió de oasis para su urgencia.

AAAANo era la primera vez que Ana iba a lo de Carlos pero, sí en esas condiciones. “Ana, Pedro. Pedro, Ana”. Pedro rápidamente entró en confianza: “Preparo unos tragos. Ana, ¿qué te preparo?”. Imagínense. “No. Nada. Gracias”. “Dale”, insistió el joven. “No, te juro que no tengo nada de sed”. Pedro trató, seguramente, de pasar por alto una respuesta tan incoherente como la que Ana acababa de darle, así que, tomando la iniciativa propia de cualquier hombre seguro de sí mismo y la del remador nato, le preparó un trago que Ana no pudo más que aceptar con una sonrisa forzada que era casi ruego de por favor Dios que pueda pasar del segundo trago. Pero no. Bastó con el primero para que el concierto interior empezara su sonata y Ana apartara el vaso rápidamente pero, con la mayor cortesía posible. “¿Tan feo estaba?”, quiso saber Pedro. “No. ¡Es que no tengo nada de sed!”, concluyó Ana. Idiota, no hay que tener sed para tomar cualquier otra cosa que no sea agua le habrá querido responder Pedro pero, nunca lo sabremos. “Paso al baño un segundo” fue lo único que mi amiga agregó para dar por terminada la conversación.
AAAAEl departamento era tipo loft y tenía dos baños: el toilette de abajo y el baño de arriba cuya puerta daba a una especie de balcón que miraba directamente al living, donde estaban ellos reunidos. Ana no lo dudó. Su única opción no era meterse -por supuesto- en un toilette diminuto pegado al lugar de reunión sino ir, lógicamente, al que estaba más alejado, al de arriba. Y ahí nomás enfiló para las escaleras cuando Carlos le dice “Pero, Ana, usá el toilette”. “No…” dijo Ana con cara de frescura. Y sin temor a quedar como una verdadera desubicada, remató canchera: “Voy al de arriba así conozco un poco”. Carlos no entendió –porque Ana ya conocía su departamento- pero, tampoco insistió.
AAAAUna vez arriba y con la urgencia que se le apersonaba se le presentó otro problema: la puerta del baño no cerraba porque la manguera del aire acondicionado que venía de afuera estaba desagotando en el bidet, sostenida por un par de libros pesados. No podía tener tanta mala suerte. Por algo no le gustaban las citas a ciegas. Ésta, definitivamente, era la peor de todas. ¿Qué iba a hacer? No tenía muchas opciones, y desgraciarse con la puerta sin cerrar dándole vía libre a los aromas y sonidos de tan escatológico espectáculo no era una, claramente. Así que, sin importarle demasiado las consecuencias, sacó los libros, los apoyó en el bidet y sacó la manguera del baño mientras contemplaba cómo se iba mojando todo el baño y el pasillo. Qué desgracia, por favor. Pero, bueno, ya habría tiempo para ocuparse de eso, ahora sólo quedaba cerrar la puerta y explotar como corresponde y en privado, tal como sucede cuando se padece dicho mal. Y, por si el hecho de que los libros en el bidet acabaran también por mojarse y la manguera que había quedado del otro lado mojando otro tanto no fueran problema suficiente, terminada la explosión de vergüenza, apareció otro más terrible aún: baño sin extractor, sin ventana y sin desodorante de ambiente. Ana quería llorar. Esa noche tenía que terminar ya mismo y con la mayor dignidad posible. Así que se quedó un rato en el baño; y como lo de ella es buscar soluciones, para matar dos pájaros de un tiro (secar los libros y sacar el olor) agarró un tomo con cada mano y empezó a apantallar tipo pájaro la realidad bochornosa que la rodeaba. Cuando consideró que seguir demorando el regreso sería sospechoso, se lavó un poco la cara y emprendió el regreso a la batalla. Porque esta noche, definitivamente, era una dura batalla dentro de la perpetua guerra que es su mal psicosomático.
AAAA“¿Pedimos pizza?” No. Si efectivamente esto requería de seguir guerreando, a diestra y siniestra. “¿Y si pedimos comida china?”, fue la contraoferta de Ana. “Bueno, ¿vos qué querés? ¿Arrolladitos?”, le preguntó Pedro. “No… con un arrocito –blanquito- está más que bien” dijo Ana tratando de parecer espontánea. “¿Con qué el arroz? ¿Con pollo, carne?”, inquirió Carlos. “No… solo está bien. Así nomás”. Si este Pedro era el amor de su vida no habría habido forma de registrarlo. Para Ana su presencia sólo remitía a un calificador: lo irremontable. De hecho, si no podemos describir a Pedro es simplemente porque dadas estas condiciones Ana no recuerda nada de él. Podría haber sido el mismísimo Brad Pitt o Frankenstein en persona que para ella era lo mismo. Gracias que recuerda su nombre para poder reponer en esta historia. De más está decir, también, que de ese arroz Ana no pudo más que comer dos o tres bocados.
AAAAAsí corrió la noche y mi amiga empalideciendo y sudando, y yendo y viniendo del baño con la mayor naturalidad y disimulo posibles, sacando siempre la manguera pero, cada vez con más destreza y ya sin mojar nada. Y cuando pensó que ¡por fin! había llegado la hora de ir a casa Carlos no tuvo mejor idea que la de proponer que fueran a tomar un café al Starbucks Coffee que acababa de abrir en Buenos Aires. ¿Es que pueden acaso los hombres ser menos perceptivos? ¿Pueden ser tan incapaces de leer las señales más evidentes? Ana miró a Sofía con ojos suplicantes y ya casi cara de traste pero, de nada sirvió porque los hombres no habían terminado de proponerlo que ya estaban emprendiendo la partida.
AAAAEl blanco natural de la piel de mi amiga ya había mutado en un tono verduzco medio mortuorio, quizá por deshidratación, quizá por el mal momento o, probablemente, por la suma de las dos cosas. No había aire acondicionado que sirviera. “¿Qué te compro?” Le preguntó Pedro con amabilidad. “Nada, gracias” respondió Ana ya importándole muy poco quedar como la más amarga del mundo frente a este chico que recién la conocía. “¿En serio? Dale…”, y pegó media vuelta y se fue al mostrador sólo para volver a los cinco minutos con dos vasos largos, larguísimos, de un café riquísimo de vainilla. Ana sonreía con esfuerzo, odio e incredulidad. “¿Para mí?”, dijo entre dientes, “Gracias…”. Pedro sonreía orgulloso de su caballerosidad hasta que, sorbido el primer trago, Ana se vio en la obligación de dejarlo, apartándolo. “¿Qué pasa? ¿Está feo? ¿No te gustó?” quiso saber Pedro. Ana ya no sabía qué responder y lo primero que le salió ya era frase repetida: “Es que no tengo nada de sed”. Lo menos que habrá pensado Pedro era que ella, efectivamente, era una idiota. Pero Ana estaba tan angustiada con su propio drama digestivo que poco le importaba la respuesta recurrente y exageradamente absurda. Pero, ¿qué más le podía decir? ¿“No, querido, sucede que estoy con una diarrea que apenas me deja respirar y hablarte”?
AAAANunca más. Nunca más Pedro, obvio. Y nunca más una cita a ciegas.

2 comentarios:

  1. Pili son formidables tus relatos!!! cuánto ingénio y fluides para la escritura... Te felicito!
    Cariños MAna

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  2. Tantos halagos!!! Qué pena ser parte de tus escritos por mi "problemilla"... :)
    De todos modos, recomiendo, ahora sí, las citas a ciegas!. Lo que sí, nunca decir:"No tengo sed". Con un: "No, gracias no tomo alcohol" está muy bien! jejej,
    gracias Pilar
    Ana, la loca.

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